LOS INFIERNOS DE ORFEO
JOAQUÍN PIQUERAS
Los infiernos de Orfeo son los infiernos de Martín Orfeo, quien,
atribulado, recuerda a Eurídice García, su amor perdido, en la soledad de su
cuarto, pinchando la aguja en el vinilo, que suena a blues, mucho blues y algo/ de bolero, de fado… Quema el amor
perdido en sus ojos, como quemaba la nieve en un poema de Ángel González, y además/están esas motas de polvo/que son
como los heraldos negros de Vallejo, pero Martín Orfeo sabe que, como vana
tarea ha de recopilar recuerdos inservibles, enloquecidos arpegios que suenan a
cristal roto, mientras la aguja en el vinilo chasca con un tic tic, tic tic,
tic tic intermitente, pues ya ha terminado la música, cualquier tipo de música,
las canciones como golpes secos en el umbral de la memoria, porque Eurídice,
Eurídice García, su inconfesable amor, ya no existe (o, por lo menos, le ha
dado un plante).
Martin Orfeo es un alter de
Joaquín Piqueras, uno de sus posibles, una línea de desarrollo o de destino,
que insiste desde las sombras del inconsciente para realizarse en la luz. Esa
luz es la realidad, que es absurda, esto es, carente de sentido; por eso Orfeo
es interpelado como una imagen distorsionada del propio autor en el espejo del
desasosiego. La ironía y la mirada nihilista como consecuencia están servidas,
y arrasan. Ya desde el primer poema del libro, Orfeo y el síndrome de Diógenes, el protagonista se sumerge (dispuesto
a no tirar nada fuera de sí), en el pasado de un recuerdo devastador que se
acompaña con una reflexión sobre el amor y el sentido de la vida en tono ácido.
Una inquietante melodía y una melancolía incierta provocan en el lector la
sonrisa, junto con la tristeza y unos atisbos no poco inquietantes de locura, y
le remueve en su asiento, pues ese lector de forma análoga baja a sus propios
infiernos, que son los de Martín Orfeo: la vivencia del desamor y la soledad.
Se entrecruzan en el libro
tres motivos que configuran su armazón: el mito de Orfeo, el infierno de Dante y
la peculiar visión conforme al universo simbólico propuesto por el autor acerca
de la cotidianeidad. El mito se reinterpreta, aunque conserva su esquema: el
protagonista al igual que su homólogo baja a los infiernos para rescatar a su
amor, pero al igual que su homólogo asciende sin su amor y con la consciencia
del fracaso: quien ha bajado al infierno y de él ha ascendido porta en sí el
infierno. Casi como un ejercicio onanista, Orfeo, a partir de ese momento tocará
solos con su saxo o acaso con su Fender Telecaster de seis cuerdas cada noche antes de salir al escenario/ de
la vida. El infierno de Dante provee la estructura de la obra; son nueve
círculos los del infierno del florentino al igual que las nueve pistas que
componen cada una de las dos partes del poemario, que a modo de caras, A y B, lo
conforman como si fuera un disco/CD. Es que Martín Orfeo es músico y poeta;
tras la pérdida de su amada, casi como un movimiento involuntario viajará hacia
el fondo de su memoria en el intento por rescatarla, pero se encontrará con los
pecios últimos de un yo náufrago que
flota en una mar de insomnio, inconsciente, ambigua, fluctuante y perversa.
Orfeo baja al infierno y en
él naufraga, pero de él asciende renacido, aunque de un modo harto extraño, porque también él vendió su alma al diablo,/
por el amor a Eurídice García,/ él solo quería aprender los acordes del amor
eterno/ y se encontró con las veleidades del destino. El infierno está en
él, pero también fuera de él, por lo que, ascendido del Hades, Orfeo adquiere
una nueva conciencia, esto es, una nueva mirada sobre las cosas y el mundo.
Estupefacto viene a saber que no encaja en una realidad deslavazada, en un
mundo sin valor que se desmorona como la herrumbre y al que no salvan ni los
arpegios de la música, por muy sublimes o melódicos que estos sean. Esa nueva
conciencia adquirida no es otra sino la de un grandísimo cronopio. Cronopio, cronopio…
un título honorífico para quien no encaja en el mundo, y, además, grandísimo, como Louis Amstrong en el
artículo de Cortázar, enormísimo, y
no importa que Martín Orfeo no sea Louis Amstrong ni Robert Johnson, no sea
Charlie Parker ni Whitmnan, ni Dylan Thomas, ni Morrison, ni Joplin, ni Curtis, ni Hendrix, ni Cohen, ni tantos
otros, para saberse cronopio, un globito
verde y húmedo en anarquía interior que flota por ahí, en el éter de los
románticos quizá, poblando los teatros y escenarios vacíos para desafiar las leyes lógicas de la razón/ y
del mundo.
La conciencia de cronopio convierte a Orfeo en replicante, en un ser en la encrucijada, en alguien que a
veces camina por el lado salvaje de la
vida, que es infiel y cobarde; en un onanista de insomnios desbaratados y
sueños dulces de imposibles, pero sobre todo en alguien que quiere sobrevivir a
toda costa en ese mundo absurdo de nihilidad amenazante: En busca del refugio perfecto/ apuras supermercados/ saturados de
espejismos. Pero no hay refugios
que sustraigan o protejan de la estulticia —se ilumina Orfeo—, por más reformas
educativas a que seamos sometidos, por más que en la noche el insomnio nos
desvele y nuestro pensamiento cabalgue, hasta deshacerse en estrías, las preguntas sin respuesta… Cerremos los
cerrojos del crepúsculo, anudémonos el don de la ignorancia al que se nos
condena; al final, la furia de las ménades, dulce, tan temida y deseada, los
arpegios o el bramido de esa música que
hace tambalear los pilares del infierno,/ que nos sumerge en una muerte/ dulce
a manos de enfervorecidas fans.
Joaquín Piqueras sería un
canalla si nos hubiera metido en el laberinto de los infiernos de Orfeo para
dejarnos ahí, perdidos, sin un posible hilo redentor de Ariadna. Pero Joaquín,
en lo que le conozco, es un hombre serio (un caballero, que diría alguien
excesivamente cursi), así que en las dos últimas pistas/poemas del libro tiene
a bien proponernos el contrapunto del dislate, la desvelación o resolución del
enigma: ¿Existe la vida después de la
muerte?/ Preguntádselo a Orfeo, que entre la pena/ y la nada ha elegido/ la
temeraria pena de seguir viviendo. Para sobrevivir y sobrevivirse se trata,
pues, de no mirar hacia atrás, si el ambiente no acompaña o la melodía externa es anticadencia del
corazón, atender únicamente a la melodía interior, que es el contrapunto
necesario, firme, para mirar hacia adelante. Por eso Martín Orfeo rescata algún
viejo libro de autoayuda y desempolva unas cuantas estrategias con las que
afrontar la vida, según una escala, musical por supuesto. Ahí van, del poema Contrapunto (I):
DOminio
sobre sí mismo,
REconciliación con la vida, erradicar el
MIedo al fracaso,
FAmiliarizarse con los envites
del destino, amar la
SOLedad edificada sobre uno mismo,
dejar de
LAmentarse por los errores del pasado y
SIlenciar cualquier amago de amor
que
huela a verdad o compromiso
o a contrato a largo
plazo.
Son versos que se salen de
sí, como la mayoría de los que componen la obra. La hábil utilización del
encabalgamiento junto con el dialogismo, intra o extra textual, convierten sus
poemas en fluidos, resonantes, vivos. Y, por si fuera poco, se les añaden la
ironía a la vez que la amargura. Desde Quevedo, no conozco poeta en el ámbito
hispano (digamos, para ser más precisos, en el ámbito murciano de por aquí), y conozco
unos cuantos, que maneje mejor y con más sutiliza la ironía que Joaquín
Piqueras; bueno, hago un inciso, también, larga y anchosa, la maneja Pedro
Javier Martínez. Ahora bien, la ironía de Pedro Javier viene generalmente
envuelta en un halo de ternura, por lo que, a la postre, queda dulcificada; la
de Joaquín es barriobajera y profunda: arrasa, quema. Retorcido requemor, pues,
con tanta frecuencia acompañado por unas muy sublimes reflexiones, si no
evocaciones… Esta maestría en la ironía le lleva a Joaquín Piqueras a convertir
su poesía en sumamente provocativa: a la sonrisa suscitada se le adherirá, indeleblemente,
el gesto indefinible que supone el amago con que nos golpea
la tristeza. Lo demás es silencio.
Haré, por último, de
insospechado vate: Le auguro a Joaquín Piqueras un futuro brillante en esto de
la poesía, donde tanto retrasado hay. Y me alegro.
Todos
los derechos reservados.
Jesús
Cánovas Martínez©
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