lunes, 16 de septiembre de 2013

LOS INFIERNOS DE ORFEO

LOS INFIERNOS DE ORFEO
JOAQUÍN PIQUERAS



Los infiernos de Orfeo son los infiernos de Martín Orfeo, quien, atribulado, recuerda a Eurídice García, su amor perdido, en la soledad de su cuarto, pinchando la aguja en el vinilo, que suena a blues, mucho blues y algo/ de bolero, de fado… Quema el amor perdido en sus ojos, como quemaba la nieve en un poema de Ángel González, y además/están esas motas de polvo/que son como los heraldos negros de Vallejo, pero Martín Orfeo sabe que, como vana tarea ha de recopilar recuerdos inservibles, enloquecidos arpegios que suenan a cristal roto, mientras la aguja en el vinilo chasca con un tic tic, tic tic, tic tic intermitente, pues ya ha terminado la música, cualquier tipo de música, las canciones como golpes secos en el umbral de la memoria, porque Eurídice, Eurídice García, su inconfesable amor, ya no existe (o, por lo menos, le ha dado un plante).
Martin Orfeo es un alter de Joaquín Piqueras, uno de sus posibles, una línea de desarrollo o de destino, que insiste desde las sombras del inconsciente para realizarse en la luz. Esa luz es la realidad, que es absurda, esto es, carente de sentido; por eso Orfeo es interpelado como una imagen distorsionada del propio autor en el espejo del desasosiego. La ironía y la mirada nihilista como consecuencia están servidas, y arrasan. Ya desde el primer poema del libro, Orfeo y el síndrome de Diógenes, el protagonista se sumerge (dispuesto a no tirar nada fuera de sí), en el pasado de un recuerdo devastador que se acompaña con una reflexión sobre el amor y el sentido de la vida en tono ácido. Una inquietante melodía y una melancolía incierta provocan en el lector la sonrisa, junto con la tristeza y unos atisbos no poco inquietantes de locura, y le remueve en su asiento, pues ese lector de forma análoga baja a sus propios infiernos, que son los de Martín Orfeo: la vivencia del desamor y la soledad.
Se entrecruzan en el libro tres motivos que configuran su armazón: el mito de Orfeo, el infierno de Dante y la peculiar visión conforme al universo simbólico propuesto por el autor acerca de la cotidianeidad. El mito se reinterpreta, aunque conserva su esquema: el protagonista al igual que su homólogo baja a los infiernos para rescatar a su amor, pero al igual que su homólogo asciende sin su amor y con la consciencia del fracaso: quien ha bajado al infierno y de él ha ascendido porta en sí el infierno. Casi como un ejercicio onanista, Orfeo, a partir de ese momento tocará solos con su saxo o acaso con su Fender Telecaster de seis cuerdas cada noche antes de salir al escenario/ de la vida. El infierno de Dante provee la estructura de la obra; son nueve círculos los del infierno del florentino al igual que las nueve pistas que componen cada una de las dos partes del poemario, que a modo de caras, A y B, lo conforman como si fuera un disco/CD. Es que Martín Orfeo es músico y poeta; tras la pérdida de su amada, casi como un movimiento involuntario viajará hacia el fondo de su memoria en el intento por rescatarla, pero se encontrará con los pecios últimos de un yo náufrago que flota en una mar de insomnio, inconsciente, ambigua, fluctuante y perversa.
Orfeo baja al infierno y en él naufraga, pero de él asciende renacido, aunque de un modo harto extraño, porque también él vendió su alma al diablo,/ por el amor a Eurídice García,/ él solo quería aprender los acordes del amor eterno/ y se encontró con las veleidades del destino. El infierno está en él, pero también fuera de él, por lo que, ascendido del Hades, Orfeo adquiere una nueva conciencia, esto es, una nueva mirada sobre las cosas y el mundo. Estupefacto viene a saber que no encaja en una realidad deslavazada, en un mundo sin valor que se desmorona como la herrumbre y al que no salvan ni los arpegios de la música, por muy sublimes o melódicos que estos sean. Esa nueva conciencia adquirida no es otra sino la de un grandísimo cronopio. Cronopio, cronopio… un título honorífico para quien no encaja en el mundo, y, además, grandísimo, como Louis Amstrong en el artículo de Cortázar, enormísimo, y no importa que Martín Orfeo no sea Louis Amstrong ni Robert Johnson, no sea Charlie Parker ni Whitmnan, ni Dylan Thomas, ni Morrison, ni Joplin,  ni Curtis, ni Hendrix, ni Cohen, ni tantos otros, para saberse cronopio, un globito verde y húmedo en anarquía interior que flota por ahí, en el éter de los románticos quizá, poblando los teatros y escenarios vacíos para desafiar las leyes lógicas de la razón/ y del mundo.

La conciencia de cronopio convierte a Orfeo en replicante, en un ser en la encrucijada, en alguien que a veces camina por el lado salvaje de la vida, que es infiel y cobarde; en un onanista de insomnios desbaratados y sueños dulces de imposibles, pero sobre todo en alguien que quiere sobrevivir a toda costa en ese mundo absurdo de nihilidad amenazante: En busca del refugio perfecto/ apuras supermercados/ saturados de espejismos. Pero no hay refugios que sustraigan o protejan de la estulticia —se ilumina Orfeo—, por más reformas educativas a que seamos sometidos, por más que en la noche el insomnio nos desvele y nuestro pensamiento cabalgue, hasta deshacerse en estrías, las preguntas sin respuesta… Cerremos los cerrojos del crepúsculo, anudémonos el don de la ignorancia al que se nos condena; al final, la furia de las ménades, dulce, tan temida y deseada, los arpegios o el bramido de esa música que hace tambalear los pilares del infierno,/ que nos sumerge en una muerte/ dulce a manos de enfervorecidas fans.
Joaquín Piqueras sería un canalla si nos hubiera metido en el laberinto de los infiernos de Orfeo para dejarnos ahí, perdidos, sin un posible hilo redentor de Ariadna. Pero Joaquín, en lo que le conozco, es un hombre serio (un caballero, que diría alguien excesivamente cursi), así que en las dos últimas pistas/poemas del libro tiene a bien proponernos el contrapunto del dislate, la desvelación o resolución del enigma: ¿Existe la vida después de la muerte?/ Preguntádselo a Orfeo, que entre la pena/ y la nada ha elegido/ la temeraria pena de seguir viviendo. Para sobrevivir y sobrevivirse se trata, pues, de no mirar hacia atrás, si el ambiente no acompaña o la melodía externa es anticadencia del corazón, atender únicamente a la melodía interior, que es el contrapunto necesario, firme, para mirar hacia adelante. Por eso Martín Orfeo rescata algún viejo libro de autoayuda y desempolva unas cuantas estrategias con las que afrontar la vida, según una escala, musical por supuesto. Ahí van, del poema Contrapunto (I):

DOminio sobre sí mismo,
     REconciliación con la vida, erradicar el
          MIedo al fracaso,
               FAmiliarizarse con los envites del destino, amar la
          SOLedad edificada sobre uno mismo, dejar de
     LAmentarse por los errores del pasado y
                                  SIlenciar cualquier amago de amor
que huela a verdad o compromiso
o a contrato a largo plazo.
 
Son versos que se salen de sí, como la mayoría de los que componen la obra. La hábil utilización del encabalgamiento junto con el dialogismo, intra o extra textual, convierten sus poemas en fluidos, resonantes, vivos. Y, por si fuera poco, se les añaden la ironía a la vez que la amargura. Desde Quevedo, no conozco poeta en el ámbito hispano (digamos, para ser más precisos, en el ámbito murciano de por aquí), y conozco unos cuantos, que maneje mejor y con más sutiliza la ironía que Joaquín Piqueras; bueno, hago un inciso, también, larga y anchosa, la maneja Pedro Javier Martínez. Ahora bien, la ironía de Pedro Javier viene generalmente envuelta en un halo de ternura, por lo que, a la postre, queda dulcificada; la de Joaquín es barriobajera y profunda: arrasa, quema. Retorcido requemor, pues, con tanta frecuencia acompañado por unas muy sublimes reflexiones, si no evocaciones… Esta maestría en la ironía le lleva a Joaquín Piqueras a convertir su poesía en sumamente provocativa: a la sonrisa suscitada se le adherirá, indeleblemente, el gesto indefinible que supone el amago con que nos golpea la tristeza. Lo demás es silencio.
Haré, por último, de insospechado vate: Le auguro a Joaquín Piqueras un futuro brillante en esto de la poesía, donde tanto retrasado hay. Y me alegro.





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Jesús Cánovas Martínez©


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