DE AMICITIA (19ª parte)
19
—Conocimos a Leopoldo —digo, con cierta quejumbre en
la voz— en un recital de los que montaba Paquita en Las Palas, de los primeros.
Leopoldo era una excelentísima persona; muchas veces me acuerdo de él.
—Allí lo encontramos —secunda Blanca.
—Más bien nos encontró él a nosotros —le corrijo—. Era
el día ese que hacen las migas por la noche. Al final del recital se nos
acercó, iba con Antonio Hernández y la mujer de éste, Paqui. Se conoce que le
caímos bien. Comimos migas juntos, nunca mejor dicho, y a partir de ese momento
surgió nuestra amistad.
—Y también con Paqui —añade Blanca.
—Y también con Paqui y Antonio —concedo.
—Pues yo de pequeño vivía en Los Dolores, muy cerca de
donde vivía él —interviene Paco—. Lo recuerdo como un hombre muy especial;
trabajaba por la mañana en su tienda de telas, pero por la tarde, al caer el
sol, era otro; le gustaba rodearse de pintores y poetas.
—De hecho, en su casa —dice Blanca—, tenía montones de
cuadros y muchos de éstos eran retratos suyos firmados por pintores amigos.
—Era un hombre de especial calidad —digo, con la voz
ya afianzada—; no he conocido otro como él que buscara la amistad por la
amistad. La poesía, aparte de que indudablemente le gustaba, la utilizaba como
pretexto para hacer amigos. Necesitaba de la compañía, pero no de la compañía
de cualquiera, sino de gente peculiar, fuera de la norma, uraniana... —Me quedo
pensando un momento sobre el tipo de gente que le gustaba a Leopoldo y
corrijo—: Mejor, más que de gente uraniana, le gustaba rodearse de gente
neptuniana... Bueno —vuelvo a corregirme—, se rodeaba de gente uraniana y
neptuniana: Leopoldo necesitaba a los amigos, y que éstos fueran especiales. Y
en la última etapa de su vida se dedicó a proteger a los poetas jóvenes, le
gustaba hacer de mecenas. Yo lo recuerdo con su capa, por las calles de
Cartagena; lo recuerdo con la copa de whisky y fumando cigarrillos, encendiendo
uno con la colilla del otro. No tenía límite, pero nunca perdía la compostura.
—¿Y no murió de cáncer? —me pregunta Paco.
—¡No, qué pena! —prorrumpo, y recupero cierta ironía
al añadir—: Contravino la norma. Murió con las dos piernas amputadas debido a
la esclerosis; la circulación, por lo visto, la tenía muy mal y se le
gangrenaron. Aquello fue muy duro. Los cinco últimos años de su vida los pasó
en silla de ruedas, pero no se derrumbó; nunca perdió el ánimo ni el coraje, y
comenzó a disfrutar con más ganas, si cabe, de la amistad y de la vida. Un día
lo llevaba en la silla de ruedas por la calle Mayor de Cartagena, y al venir a
saludarlo una dama de copete estirado, no lo dudó cuando le dijo: «Perdone que
no me levante, señora, pero arrastro la capa». Un ejemplo a seguir. Admiro su
entereza, aunque a mí me da pena pensar en él. Fue muy duro.
—Pero vivió e hizo lo que quiso sin hacer daño a nadie
—dice Ana— Era un caballero.
—Era un caballero —afirma Paco.
—Sin lugar a dudas, era un caballero —confirma
Encarna.
—Era un caballero —reafirma Blanca.
—Yo digo lo que decís todos: Era un caballero —remacha
Pepe—. Lo cual demuestra que no todos los poetas son del montón.
Recojo la indirecta con una sonrisa.
—Afortunadamente, todavía quedan muchos, muchísimos,
que merecen la pena —digo.
—Quedamos —me corrige Ana.
—Eso, quedamos —concedo—. Pero la mierda es lo que más
se ve. Desde que murió Leopoldo casi no voy a Cartagena; no me interesa. Lo
recuerdo en aquel recibidor de su casa, ¿te acuerdas Blanca?, que era a la vez
vestíbulo, despacho y biblioteca. Como no podía subir a los pisos de arriba, se
había acomodado en la planta baja y allí hacía la vida. —Se me agolpan las
imágenes de Leopoldo—. Siempre, cuando lo visitábamos, tenía un obsequio para
nosotros. ¿Recuerdas, Blanca, cuando una noche a las cuatro o cinco de la
mañana conseguimos llevarlo a acostar, como no tenía otra cosa que ofrecernos,
te regaló unas latas de paté francés? No podías rehusar; tenías que coger lo que
te diera; era tal su generosidad que no admitía el rechazo, de veras. Se
enfadaba.
—Él pertenecía a la nobleza, ¿no? —pregunta Paco.
—Era hidalgo, creo —responde Blanca.
—Sí, era hidalgo —confirmo—: Pertenecía a la baja
nobleza. Pero lo más importante es que era noble como persona. Poseía dos
virtudes que yo aprecio mucho; una, porque la tengo; otra, porque carezco de
ella: La generosidad y la facilidad para hacer amigos.
—Bueno, no eres tan malo haciendo amigos... —deja caer
Paco.
—Gracias, Paco —le contesto—, por tan agradable
capote, pero la realidad se impone por sí misma.
—No te has comportado tan mal esta noche —añade Pepe.
—Gracias, Pepe —le digo sinceramente.
—A Leopoldo le gustaba hablar de su hidalguía
—interviene Blanca y reconduce el tema; corta un derrotero por donde podría
haber tirado la conversación, que quizá ve poco aconsejable—, y a veces sacaba un libraco en el que venía su árbol
genealógico y, al hilo, nos contaba pormenores de su familia, muy vinculada a
la Marina. Hizo un viaje a Francia para recabar información sobre sus
ancestros, ¿no, Jesús?
—Realizar ese viaje era una de sus mayores ilusiones y
al final de su vida pudo hacerlo —digo—. Su mujer era francesa y él no sé qué
tipo de parentelas tenía por allí. Su apellido, De Solás, creo que es oriundo
de la baja Gascuña o del Languedoc, no sé. —Vacilo al hablar.— Quería ponerse
en contacto con la rama francesa de su familia, por lo visto.
(continuará...)
Todos
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Jesús
Cánovas Martínez©
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