DE AMICITIA (13ª parte)
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Al unísono, Ana y yo, vamos pasando revista a la
drástica situación en que se encuentra el estamento poético. No conocemos el
suficiente número de poetas del mundo, sin lugar a dudas, aunque sí el
suficiente de la Región para, con las matizaciones debidas, acomodarles el
craso ejemplo de nuestro perfil. Ese individuo, nos preguntamos, ¿qué coño va a
transformar? Caso aparte, claro, el de las elites: el caso del poeta señorito.
Y sin ir más lejos, el del poetastro que motivó que nos conociéramos. Tuvo la
suerte de ser hijo de papá y heredar una gran fortuna. De chico ya le
preguntaba a su padre:
—Papaíto, papaíto, ¿cuántas perras me vas a dejar
cuando te mueras?
El padre no llegó a viejo. Unas impresionantes
cagaleras que los médicos no supieron explicar le dieron un rápido pasaporte.
—¡Qué débil me encuentro, hijo! —decía el pobre
hombre, cuando, con tembleques de piernas, lograba izarse de la taza del váter.
—Todo pasará, papaíto, todo pasará... —le contestaba
el mamarracho en tono gangoso, haciendo pinza con una de sus manos sobre la
nariz mientras le largaba los pantalones con la otra.
—Sí, hijo, todo pasará... ¡ten fe! Ya saldremos de
ésta —insistía el pobre hombre, esperanzado.
—Todo pasará, papaíto, todo pasará...
Muerto el padre, pronto le aquejó a la madre el mismo
mal. Pero ésta, recelosa (las mujeres, que poseen alardes de intuición), entre
cagalera y cagalera, le decía a su hijito querido del alma:
—¡Ay, hijo mío, presiento que alguien nos ha gafado!
Lo que ha caído sobre esta familia no es un simple mal de ojo, sino una
maldición en toda regla.
—¡Tonterías, mamaíta! —le respondía el hijito del
alma—. Esas cosas no existen.
—¡Ay, hijito, ojalá lleves razón! Pero esta enfermedad
no es normal, te lo digo yo —decía la madre, y añadía, con un tanto de ansiedad—:
No sé si deberías reservarme plaza para el tren de Lourdes.
—Supersticiones, mamaíta, supersticiones... —decía el
hijito, y argumentaba—: Cagándote como te cagas no puedes ir en ningún tren. Lo
que tienes que hacer es tomarte las melecinas
que te ha mandado el doctor, y verás qué pronto sanas.
Y diciéndole esto, el mamarracho le acercaba un vaso
que contenía un líquido verde, burbujeante, y del que escapaban de vez en
cuando unas efervescencias a modo de geiseres.
La pobre mujer, con el afán de curarse, se bebía
aquello sin rechistar y, cuando al instante sentía nuevos y más agudos
retortijones, la tranquilizaba su ojito derecho:
—Ya va haciendo efecto, mamaíta, ya va haciendo
efecto... Esta última cagalera obedece a la crisis previa a la curación. ¡Te
está limpiando por dentro!
—Y que lo digas... y que lo digas... hijito, tengo la
sensación de haber echado trozos de hígado —decía la madre, dándole la razón al
hijo, para enseguida recomponer sus quejas—: Hijito, hijito... ¡qué malica
estoy! ¡Ay, qué malica!
—Ya verás cómo te curas, mamaíta querida —volvía a
tranquilizar a su madre el energúmeno—. Y para que veas que no echo en saco
roto lo que me has dicho, voy con celeridad a poner una vela a san Iscariote,
ahora mismo. —Y, en diciendo esto, el mamarracho salía que se las
pelaba del cuarto de baño.
Los dos hermanos mayores del poeta en ciernes también
cogieron las cagaleras y murieron en extraños olores a huevos podridos.
—¡Ha sido una yema! ¡Ha sido una yema! —le decía,
emocionado, el hermano mayor al del medio.
—¡Qué coño yema, ni que leches! ¡Te has jiñado las
patas abajo! —respondía el otro hermano antes de echar a correr hacia lugar
discreto donde expandirse.
La Chacha, mujer
mayor y cotorrera, que se encargaba de las tareas domésticas, le dio una suerte
de desaguisado, con tronaera y
efectos especiales incluidos, cuando alegre correteaba por el mercado, y murió
al pie de una verdulería con cierto despoblamiento de sí en un charco repentino
de horror y pestilencia. Ni con zotal lograron eliminar aquel hedor, el cual
persistió durante meses, no tanto como la corrosión sufrida por el suelo (y que
todavía perdura) donde cayó, fulminada y empantanada, la abnegada mujer.
—El cielo le ha mandado un castigo por ser tan
chismosa —opinó la verdulera.
—No, el cielo, no: Satanás en persona ha venido y se
la ha llevado consigo para sujetarle la lengua —corrigió una parroquiana que
bien conocía a la difunta.
Y en la verdulería, las personas estupefactas
que presenciaron aquel castigo, con suma rapidez hicieron pinza sobre sus narices y
se santiguaron.
La familia tenía una mascota, la Lucy, una preciosidad
de gatita persa que iba por la casa adornando camas y sofás, pues, ¡mira!, que
en último lugar vino a coger las cagaleras, como si aquel mal que se había
cernido sobre la familia fuera inteligente y hubiera tomado gusto en liquidar
(menos a nuestro poeta, quien curiosamente salió indemne de tanta adversidad) a
cualquier ser vivo que habitara aquella casa.
Con posterioridad a tanto deceso entre la familia, se
detectaron por el vecindario una serie de muertes de personas y animales
(perros, gatos, pájaros, y hasta alguna rata) aquejados de la extraña dolencia
intestinal. Una buena persona iba tranquila andando por la calle, y de repente, como
si se tratara de una bonificación por sus honorables acciones, le llovía del
cielo una generosa chufletá; entonces
un pajarillo venía a caer desde cualquier alambre. Después moría la persona
entre abusivos desaguisados.
—¡Nos ha caído la peste! —llegó a exclamar un vecino,
impresionado por aquella labor callada pero certera del mal.
—¿La peste? —le preguntó otro vecino con fama de lelo.
—¡Sí! ¡La peste, desgraciado! ¿No te das cuenta cómo
huele el jodido barrio?
—Pues ahora que lo dices... ¡Yo creía que eran
problemas con la depuradora!
—No, el gratificante aroma de la depuradora aquí no
llega... Esas cosas ocurren en la entrada de La Manga, a modo de advertencia a
sus visitantes para que se vayan haciendo una idea de lo que les espera. ¡Esto
es diferente! Presiento que nos están dando matarile a lo salvaje.
—¿Matarile?... ¿A lo salvaje?... —volvió a preguntar
el vecino lelo.
—¡Cómo
puedes ser tan tonto! ¡No te enteras de nada! —exclamó el vecino listo; luego se
caló la boina hasta las cejas, bajó la voz, y, entre susurros, confesó sus
sospechas al oído del otro vecino, con algo de recelo y mirando para uno y otro
lado—: Veo yo aquí una planificación secreta del gobierno contra la crisis, o
algo peor... ¡Mira, que soy perro viejo!
—¿Has dicho que eres perro
viejo?... —preguntó el lelo a voz en cuello.
—¡Sí!, ¡burro!
El vecino listo sintió
entonces una especie de carraspera en la garganta y le dio un acceso de tos
nerviosa; por su mente pasó, fugaz, la melodía de Suspiros de España.
—¡Me cago en la puta!
—¿Y qué te han hecho a ti
las putas?
De esta forma, El
Nene, como le llamaban, dechado de virtudes, al quedar solo en el mundo y
con un vecindario clareado, sin otro bagaje que el monto de sus ancestros y su
peculiar personalidad, viró los ojos hacia el futuro incierto y se preguntó, a
la caza de sentido: «¿Para qué trabajar si no lo necesito? ¡A vivir que son dos
días! Y al Celaya ese que dice que la poesía es un arma cargada de futuro...
¡que le vayan dando! ¡A la mierda! ¡A la mierda, él y todos! ¡Y
yo, a beber y a follar!... ¡A beber y a follar!... Y a escribir algo que se
diga poesía, o se le parezca... para que me dé relumbre personal».
—Pues yo creo que deberías trabajar, porque el trabajo
dignifica al hombre —le sugirió un familiar lejano.
El Nene miró con
ojos de diablo a aquel familiar bien intencionado, aunque ingenuo, y le espetó:
—¡Que yo trabaje!... ¿¡Yo!?... ¿¡Yo!?... ¡Eeeeuh!...
¡Eeeeuh!...
—Pues, insisto —cargó de nuevo el familiar con la
mejor de las intenciones—, pienso que deberías trabajar. Mejoraría bastante tu
psicología.
—¿De qué vas? —le preguntó el mamarracho al osado
familiar, haciendo alarde del gracejo que a partir de ese momento disfrutó y le
hizo tan simpático de ahí en adelante. Y así que le paró los pies con frenada
de mula, mirándolo fijamente, le dijo a su interlocutor—: ¡Para el puto carro! Mi
trabajo me ha costado tener lo que tengo, ¿qué sabrás tú? ¿Crees que me lo han
regalado?... ¡Pues no! Muchos quebraderos de cabeza he sufrido y he pasado por
muchos horrores, y, por si fuera poco, con mi sangre he tenido que firmar
ciertos documentos que, con solo mirarlos, harían temblar a las gentes
pusilánimes... ¡No voy a tirar por la borda tantos esfuerzos! ¡Tú
a lo tuyo y yo a lo mío! ¡Yo soy un poeta señorito, y los poetas señoritos no
trabajan!
Enseguida supo el energúmeno, dada la lábil condición
humana, que tendría a su disposición una tropa incondicional de pelotas que le
alabarían versos y gracietas. Pero flaco favor le hizo el séquito de
pelotillas: si no le hubieran alabado tanto la mierda que iba dejando por
escrito, seguro que lo habría hecho mejor. No es de extrañar que ese individuo,
para presumir de una intelectualidad que nunca tuvo, abocara a una concepción
de la poesía meramente esteticista, de esas de mirarse el ombligo. Otra de las
formas de la impostura: ¡El huero esteticismo, vamos!
—¡Una mierda, vamos! —apunta Pepe, que quiere meter
cuña.
Sin ánimo de molestar, hemos elucubrado de la manera
expuesta. Pero la pregunta sigue en el aire. Paco demanda una aclaración:
—Entonces, ¿qué función cumple la poesía en el
contexto social?
Y la aclaración que pide le llega a Paco, pues han
sido abundosas las reflexiones al respecto.
Si, al igual que ocurre con su poesía, tan ingenuo es
ese poeta que piensa que cumple con una imprescindible función social, nos
movería a risa. Más valdría que tomara conciencia de la irrealidad en la que vive,
fuera honesto consigo mismo y se tomara unas copas; le sería más provechoso.
Puede cantar su grisura, puede soñar con los horizontes que le niega su apática
vida, puede escribir algo que sea bello, o pretendidamente bello, puede
evadirse, pero no puede transformar el mundo. Y porque él mismo es un
prisionero de su propia estupidez, su poesía no es praxis liberadora de nada.
Algunos, anacrónicamente, se llaman rojos
o de izquierdas, y corren perdiendo el culo detrás de las subvenciones, a que
los convoquen, aquí o allí, y les den dinero o les paguen en algún tipo de
especie, sea un tentempié o un vino; sacar lo que sea. Otros, no tan viscerales
en cuanto a sus acepciones políticas, no son menos aprovechados que los
anteriores y también buscan árbol de buen sombraje bajo el que ensancharse. El
caso es que todos corren y medran. La gente que funciona de esta manera es una
mierda, y es mayoría. ¿Qué van a transformar esos individuos?
Quizá estos
debates sean muy antiguos, pero como nuestro poeta en cuestión vive en
provincias, no se ha enterado de que ya nadie se hace cierto tipo de preguntas.
La cruda realidad las responde por sí sola.
No puede escapar, a no ser que cuelgue el trabajo y la
familia y las propias comodidades que con insistencia y años de empeño ha
conseguido, que abandone las seguridades que le aportan una relativa calma y
haga las maletas y se dedique a recorrer mundo… ¿Estaría dispuesto? Últimamente
piensa demasiado en la vejez y se frustra pensando en lo veloces que corren los
años... ¡Y él todavía sin inmortalizar su nombre! El camino hacia la Academia
de Estocolmo, qué arduo, qué lleno de obstáculos y envidias. Vive en una
irrealidad de la que no puede salir. Pudiera ser que alguna vez la poesía le
ayudara a provocar una catarsis, de tal modo que por ella se le abriera una vía
de conocimiento, a caballo entre la racionalidad y la intuición, que le
permitiera intensificar su mirada sobre el mundo y sobre sí mismo en aras de
una mayor comprensión. Quizá le quede una oportunidad de transformación… Quizá.
Pero debería asumir cómo vive y lo que él es, cómo se suceden los días, uno
igual a otro, acumulando muerte, acercándolo a la muerte, mientras sigue
ignorándose a sí mismo por una suerte de pereza invencible a salir de su propio
sueño.
Ese individuo no sabe que es uno del montón; no quiere
saberlo. Ha perdido la juventud, la vejez aún no ha llegado, y celebra poder
salir los fines de semana a un restaurante o ir al cine con su mujer. Sueña con
echarle un polvo a alguna compañera de trabajo o a alguna vecina o poetisa no
demasiado pellejuda, y recuerda, cuando le acomete la nostalgia, cierta bohéme postiza de sus años de
estudiante…
Ciertamente no se puede generalizar, pero son
bastantes poetas, o que a sí mismos se lo llaman, los que se ajustarían a este
patrón, con las oportunas matizaciones. De verdad, sus vidas se parecen
demasiado a la descrita, ¡y gracias!: Es
lo mejor para ellos.
(continuará...)
Todos
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Jesús
Cánovas Martínez©
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