DE AMICITIA (15ª parte)
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—A los que no somos homosexuales, Ana, habiendo otros
mejores de qué tratar, por ejemplo, de mujeres, no nos gusta hablar de este
tema, y menos aún que se nos confunda —respondo a Ana, y recojo el testigo que
me ha pasado—: Pero ya que me pides que me retrate, me retrato. Salvaré siempre
a la persona y exigiré su respeto, pero la homosexualidad considerada en sí
misma, si queréis desde un punto de vista metafísico, me parece un
contrasentido, en ningún caso equiparable al comportamiento heterosexual; un
hombre clueca o una mujer viril, de entrada, son una contradicción. Las cosas, por
supuesto, son más complejas si bajamos a la casuística; habría que ver qué tipo
de mecanismos sociales o psicológicos son los que se ponen en marcha para que
se favorezcan este tipo de comportamientos, o si se producen simplemente por
mera genética. No voy a entrar en la cuestión de si la homosexualidad es
cultural o natural. Respuestas hay para todos los gustos, aunque creo que
recientemente algunos estudios contrastados la explican por razones genéticas.
No sé qué pensar; la ciencia también está sometida a las modas. Yo he tenido
alumnos homosexuales que, una vez sincerados conmigo, me han dicho que ellos a
los dos años de edad ya se sentían diferentes; por otro lado, no se me oculta
que a algunas amigas lesbianas que tengo les gustan los hombres, y que a
ciertos gays, cuando bajan las defensas o se distraen de su condición, se les
pone voz de macho. ¿No os parece curioso? Es terrible pensar cómo en nuestra
época se trastoca todo, incluso lo que concierne a nuestra naturaleza básica.
El género, tengo para mí, no es una función meramente simbólica como pretenden
algunos, sino que es algo fundamental. La sexualidad es el motor de la vida y
con ella deberíamos de ser más respetuosos de lo que somos.
—¿Piensas que la sexualidad posee un carácter sacro? —me
pregunta Encarna.
—Sí —respondo a Encarna—. Es la gran fuerza creativa
de que disponemos; se ha de dirigir y transmutar convenientemente. Lo triste es
que nuestro entorno social no está por la labor.
—Pero a un maricón, ¿qué lo diferenciaría de un homosexual?
—vuelve a preguntar Ana, insistente.
—Pongo un ejemplo —digo—. Un acreditado escalador,
Trepario Retrepa, que tiene a bien poner en su currículo como mérito, y en
primerísimo lugar, que ha sido publicado por una editorial de ámbito nacional,
lo cual no es reprensible, cuando comenzaba su trayectoria ascensional le
escribió unas cartas de amor a Sarasate Gutierres, lo cual muestra su catadura
moral.
—¿De verdad? —pregunta Encarna.
—¿Quién es Sarasate Gutierres? —inquiere Paco, casi a
la vez que su mujer.
—Un conocido homosexual de la Región muy metido en el
mundillo literario —aclara Ana.
—Sí, de verdad —digo a Encarna; luego me dirijo a
Ana—: Trepario Retrepa necesitaba escalar y estaba dispuesto a echar los
restos. Es vox populi.
—Aunque no conozco personalmente a Trepario, sé quién
es —dice Ana—. Me ha hablado de él alguien que conoce el affaire de cerca. Sarasate Gutierres tampoco lo calla; lo ha
pregonado a los cuatro vientos.
—Pues a ese individuo es a quien yo llamo maricón —asiento—.
Y la gente que es capaz de vender a su madre o poner el culo como meritaje son
maricones. Abundan.
—Gays los llaman ahora, y no maricones, y hay quien
dice que son hasta graciosillos —precisa Paco, al quite, con reflejos rápidos.
—Y al Trepario ese, ¿le dieron por culo? —pregunta
Pepe desde la cocina a voz en cuello, jocoso.
—No sé —respondo—. Creo que Sarasate tuvo más dignidad
que el maricón, aunque el maricón sigue insistiendo por otras puertas —digo—.
Llegará lejos ese muchacho. El poder rosa es una
realidad, pink power que dicen los
ingleses.
—Gay´s power —me corrige Paco.
—¡Madre mía, qué conversación! —exclama Blanca.
—¡Ah, estamos entre amigos! ¡A rajar, a rajar! —dice
Pepe, al tiempo que sale por la puerta de la cocina con una bandeja repleta de
mojitos—. El sueñecico le ha sentado bien a Jesús —dice. Deja la bandeja encima
de la mesa, y luego reparte los vasos; quedan algunos en la reserva. —¡Qué
grande es el mundo! —exclama en un arrebato; mira hacia el cielo nocturno, lunado
y calmo, y se sienta.
—Antes has nombrado a un tal Goytisolo, ¿qué dicen sus
versos? —interviene Paco, dirigiéndose a mí.
—Soy muy malo citando de memoria —le digo a Paco, y
explico—: José Agustín Goytisolo era muy amigo de Gil de Biedma, que, como supongo
que sabes era homosexual; cansado del vano imitador, y maricón, para más señas,
esa basura que tanto abunda en el mundillo literario y anda con las almorranas
revueltas, compuso un epigrama a lo Juvenal estableciendo distinciones, no sin cierta
dosis de amarga ironía. No quiero desgraciar el poema intentando repetirlo; en
esencia trata de eso.
—No conozco a esos poetas —señala Paco—, pero me
parece muy interesante lo que dices. ¡Vaya!
—Yo me acuerdo del poema —interviene Ana, quien,
didáctica, precisa—: Aparece en Cuadernos
de El Escorial, el penúltimo libro publicado en vida de Goytisolo, allá por
el año 1994. —Ana se pone un tanto solemne para llamar nuestra atención, y con
un tono, grave y alterado, entrecerrando los ojos, viene a decir con perfecta
dicción—:
Crees que porque enculas a cualquier
muchachito
alcanzarás el arte de Jaime Gil de
Biedma.
Él era homosexual y altísimo poeta
y tú un escritorzuelo y un triste
maricón.
—Pero los hijos de puta también abundan —afirmo,
solemne, una vez que Ana ha terminado de recitar, porque la noche se ha puesto
poética e íntima; engancho un alegre vaso de mojito, y añado con suntuosa
severidad—: Claro, nadie tiene la culpa de que sus madres vayan vendiendo el
chocho por ahí, pero las cosas son así, y son unos hijos de puta.
—¡Jesús, para ya! —me reconviene, muy seria, Blanca.
—¿Por qué he de parar? ¿Por decir la verdad?
—¡Por ser un grosero!
—¡Como que ésos no se despachan a gusto conmigo!
—protesto—. La Grulí Mochuelar, algún Putón
Peripatéico o de otro tipo, Miguel Cagarrutio o Trepario Retrepa, amén de
Alfredo Almorrano y otros cuantos, ¿acaso no me van clavando cuchillos por la
espalda?, ¿no van minando el terreno por dónde tengo que pasar?... Entre ésos y
yo hay una diferencia, y es que, yo, cuando hablo, digo la verdad. Que a la
Mochuelar, sin ir más lejos, la dejara el novio en la puerta de la iglesia y a
raíz de ese momento jurara odio eterno a los hombres es su problema, pero si
también es una víbora que por despecho raja y calumnia a aquel que no se lo
puede follar, entonces es problema mío. Que sea tortillera o no, o que le ponga
el coño a quien le plazca, y ese tal le eche valor (que hay que echárselo), a
mí no me importa, pero ese zamarro loco debería dejar vivir y no socavar el
honor ni la dignidad de nadie, y menos los míos. En sana reciprocidad yo tengo
derecho a defenderme, aunque sea babeando entre amigos, cuando nadie que no sea
de confianza me oye. No hago daño; sólo me desahogo. Y, en cualquier caso,
soltar un eufemismo que otro no es tan grave.
(continuará...)
Todos
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Jesús
Cánovas Martínez©
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