DE AMICITIA (16ª parte)
16
—Parece que hay algo personal cuando hablas así —dice
Encarna.
—¡Lo hay! —afirmo—. ¡No puedo verlos! Pero no puedo
verlos porque triunfen o dejen de triunfar con sus poemas y refritos; no puedo
verlos porque valen menos que una mierda seca pinchada en un palo como
personas, sean o no poetas —aclaro—. ¡Me dan grima!
—Lo que yo no entiendo es cómo te puedes encender de
esa manera —insiste Encarna.
Efectivamente, noto que se me ha alterado el pulso y
el corazón me late con fuerza. Tengo un nudo en el estómago.
—¡Ni yo tampoco lo entiendo! —respondo—. ¡El cabreo
con que lo digo no quita la verdad de lo que digo!
Como me callo a continuación y entro en un mutismo
absurdo, se hace un repentino y pastoso silencio. Es Encarna quien lo rompe:
—No entiendo cómo puedes ser cristiano, ir a misa,
comulgar y cosas de ésas, y hablar como hablas, aunque tengas razón.
Le echo un vistazo a Ana. Su rictus es inexpugnable.
—La razón… la razón... yo no sé muy bien qué es eso;
ni la razón ni la sinrazón, Encarna —digo—: ¡Es la razón de la sinrazón la que
me embarga! —Suspiro hondo, sin quererlo.—
Me muevo las más de las veces por emociones, por sentimientos, por
simpatías o empatías, y esos impresentables me han hecho daño, un daño de forma
deliberada, un daño irreparable que ha tenido y tiene consecuencias... ¡Ése es
el problema! Me he apartado de sus conciliábulos y saraos y, si asisto a algún
evento poético, pongo por caso, es porque participa alguien que aún me merece
la pena; últimamente casi no salgo de casa. Dicho esto no creas que no me muevo
entre dilemas. Sufro. Soy cristiano o, por lo menos, lo pretendo, y tengo
frenos morales muy fuertes. Yo no puedo meterle una barra de hierro a nadie en
la cabeza aunque alguna vez lo haya pensado; descartada la violencia física,
¿qué puedo hacer?, ¿cómo puedo defenderme cuando se solapan unos con otros? Sí,
me dirás: «¡No te defiendas!, ¡pon la otra mejilla!». De acuerdo: la pongo, y
se crecen, como si todo les estuviera permitido. ¿Hasta cuándo debo poner la
otra mejilla? La exigencia del perdón al enemigo no puede significar en ningún
momento convertirse en trapo de manos o felpudo donde al que le apetece se
limpia los pies o el culo, faltaríamos al amor que nos debemos a nosotros
mismos. ¿Cómo se defiende, entonces, un cristiano?
—No lo sé —dice Encarna—, pero quizá las rencillas que
pueda haber entre poetas no den para tanto.
—No hablo de rencillas entre poetas, sino del
cotidiano vivir: de los poetas, de los compañeros de trabajo, de la gentuza...
El poeta, cuando no escribe poesía, es un semejante como tú y como yo, y ese
semejante comido por los celos, la envidia, la frivolidad o a saber qué, es
capaz de calumniar y difamar alegremente. Así todos.
—No hagas caso —dice Encarna—. La lógica que utilizas
es la lógica de un niño. He leído a un psicólogo que mantiene que nadie nos
puede hacer daño si nosotros no se lo permitimos; la emoción la podemos
controlar y lo que digan o dejen de decir de nosotros termina por resbalarnos
—explica, calla un momento y luego me asesta un golpe bajo—: Emanas la
suficiente paz como para que estés preocupado por este tipo de cosas. —Y
añade—: Si alguien presta oídos a esas calumnias y difamaciones que han hecho
circular sobre ti, es que no te merece. No le tienes que dar más vueltas. No
les hagas caso.
—Si yo a ellos no les hago caso, pero ellos no quieren
dejar de hacerme caso a mí —explico en mi defensa, y me percato que he
utilizado un tono de disculpa.
—Da amor y recibirás amor —insiste Encarna—. La
realidad, nuestra realidad, la conformamos nosotros mismos. Y cada uno recibe
aquello que da.
—Yo te digo, Encarna, que no todo se explica por
psicología, en este universo que habitamos existen fuerzas demasiado tenebrosas, y
con arteras sugestiones o leves incitaciones hilan sus pensamientos a los
nuestros hasta el punto de no dejarnos discernir lo foráneo de aquello otro que
propiamente nos pertenece; con las emociones sucede lo mismo, por lo que lo que
creemos nuestro no es nuestro, lo que consideramos íntimo resulta que no lo es,
y, en ese extraño juego de máscaras y añadidos, nosotros somos y no somos. A
esas fuerzas les es fácil inducirnos a la desesperación o a la tontería. Tus
opiniones son nobles y sinceras, pero no suficientes. Ese tipo de teorías a las
que tan amablemente aludes son tan viejas como la misma filosofía, y más aún:
son tan viejas como el mundo. Algunos psicólogos actuales están descubriendo el
mediterráneo.
Con voz muy dulce, conciliadora, me replica Encarna:
—Por supuesto, Jesús, el mediterráneo ya está
descubierto, pero los barcos que lo surcan ahora no son los de antes. Me
refiero a que aprendiendo ciertas técnicas de control se pueden capear los
temporales. No se trata de descubrir lo que ya está descubierto, ni de hablar
por hablar, sino de aplicar lo que se sabe. ¡Hazlo!
—No creas que no me esfuerzo y lucho contra mí mismo
—contesto—. Sin embargo, lo que se da o lo que se recibe no tiene por qué estar
en relación de correspondencia. No lo está. El universo sería un engranaje
demasiado sencillo si así fuera, y no habría ninguna posibilidad de disculpa o
remisión para aquellos que han colaborado en afianzar este estado de cosas, la
mierda en que vivimos. El daño realizado no tiene remedio, se extiende como una
mancha de aceite y, no obstante, se hace necesario el perdón.
—Da amor, pues, y elévate sobre la mierda. Mira las
cosas desde un punto de vista superior y blíndate —me recomienda Encarna.
—A veces he pensado que cumpliría mejor con el
precepto del amor rompiéndole los piños a alguien —digo, y lanzo una mirada hacia
todos, casi provocadora—; cuando le recompusieran la boca quizá reflexionaría y
se convertiría en mejor persona de lo que es. Esto sería hacerle un favor a él
y a mí; a él, porque reconduciría su alma hacia la salvación, y a mí, porque
dejaría de sufrir y se desvanecerían mis fantasmas. El amor quedaría repartido
a partes iguales y ganaríamos todos.
(continuará...)
Todos
los derechos reservados.
Jesús
Cánovas Martínez©
No hay comentarios:
Publicar un comentario