DE AMICITIA (12ª parte)
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—¡Jesús, los mojitos! —oigo, como si fuera un grito de
guerra. Es Pepe.
Esta imprecación es palabra mágica, hago un esfuerzo y
me levanto. Me siento bien; bueno, no mal del todo. ¿Cuánto tiempo he estado
echado? Una hora, dos horas, tres horas… El pseudosueño me ha reparado un poco,
y me ha dado cuerda para estar lúcido un ratico. Observo que Encarna sigue
tumbada, con los ojos cerrados, soñadora, cansada.
—Yo me quedo aquí —me dice, débil.
Pero los otros han oído la protesta de Encarna y no
están dispuestos a consentirlo.
—¡Pues te quedas sin mojito! —grita Paco a su mujer
desde la mesa donde habíamos cenado, alrededor de la cual, apertrechada ahora
con botellas de alcohol, se encuentra sentado el grupito.
Encarna, perezosa, se levanta, y nos acercamos los dos
al conciliábulo donde el resto del personal, parlanchines y animados, están que
estallan.
—¡Cómo no te has metido, Jesús, estaba buenísima! —me
dice Pepe cuando me incorporo al grupo.
Y explico por enésima vez:
—No me encuentro bien, he dormido muy mal esta noche
pasada.
—¡Lo que te has perdido! —exclama Ana
—¡Lo que os habéis perdido! —secunda Pepe mirando a
Encarna que se añade a la tropa—. ¡El agua está hirviendo!
Parece que revivo un poco y cojo alegría y color
chupando con una pajilla de ese vaso adorable donde canta y danza un líquido
sabor a ron y hierbabuena. Los mojitos tienen su arte y no sabe hacerlos
cualquiera; Pepe, sí. Un ¡hurra! por Pepe. Hasta noto que me dan ganas de
hablar y participar en la conversación. Se van a enterar.
—Sois unos bordes —digo—. Soplando y sin avisar.
Se raja de todo. Los estamentos tiemblan y las
columnas del mundo. Pero nuestro tema preferido, el de Ana y mío, en donde
incide el escalpelo con especial fruición, es el de la poesía; los otros temas
se le suman como simples añadidos colaterales. Se trata de remontar desde los
efectos hacia las causas de ciertos comportamientos, y echarles luz.
Y la luz incide sobre los sacerdotes de Urania.
Vengamos de un análisis genérico y conceptual, a las realidades cotidianas.
Analicemos la vida de un poeta. Por la mañana trabaja en una sucursal bancaria,
trabaja en la administración —en la enseñanza, en algún organismo oficial—,
trabaja en una oficina con jornada continua y lucha, denodadamente y con
esmero, con cansancio y a destajo, con hastío y ganas de escurrir el bulto, en
lance con las facturas, los oficios, los albaranes; se toma un café con los
compañeros siempre a la misma hora y se busca las mañas para fumar a escondidas
algún cigarrillo. Muchas veces, preocupado y disgustado por algún asuntillo de
trabajo, regresa a casa donde le esperan otra serie de problemas, los
familiares; algunas disputas con su mujer por problemas con los hijos. El
mayor, con diecinueve años, ha dado el salto de gamberrete a gamberro, lo cual
es un grado. La madre tiene miedo a que ascienda un nuevo escalafón y se
convierta, ya no en cabroncete o cabrón, sino en delincuente. Repetidor
consumado, no quiere estudiar y se fuga las clases en el instituto; le ha dicho
a su madre: «Maere, me las paso por
el rabo porque he nacido libre». Han llegado algunas amonestaciones en este
sentido y la de Historia, especialmente desconsiderada con los chavales,
maniática, hombruna y reprimida, ha lanzado la amenaza de que no le va a
aprobar ni en septiembre ni nunca, o quizá cuando a las ranas les salga pelo.
Sospecha la madre, por algunos indicios, que el niño frecuenta la compañía de
un grupito de rebeldes adictos a ciertas substancias clandestinas. La pobre
mujer, como último recurso, le ha espetado al niño: «¡Ya se lo diré yo al paere!», y así ha hecho, añadiendo otra
preocupación a nuestro poeta. El hijo menor, con quince, comienza a seguir los
pasos del hermano. Debido a la subida hormonal se está convirtiendo en acosador
de unas vecinitas, no tan niñas como cabría esperar, pues están casadas y con
hijos; son maduritas, y personalmente se le han quejado al poeta objeto de
nuestro análisis fenomenológico por los piropos malsonantes y palabricas
gruesas que les suelta el nenico. Pero hay otros temas que también preocupan a
nuestro hombre (o mujer, si fuera el caso); por ejemplo, la hipoteca del piso,
que no la termina de pagar ni ve cómo lo conseguirá, así con inquietud sigue
muy de cerca las subidas del precio del dinero y cómo éstas inciden en el euríbor.
Tiene una casa en la playa, y los ladrones se la han desvencijado hace unos
meses, total cuatro cosas de poco valor, pero se tiene que meter en gastos. Por
otro lado, está la marcha de cierta Opa, y se desvela nuestro poeta, porque, en
contra de los deseos de su mujer, posee algunas acciones compradas con un
dinerillo extra que le cayó del cielo, cuando vendieron, él y sus hermanos, la
casa paterna. Los sustos que le da la economía o los avatares de la política
—otro capítulo—, se han convertido en cierta droga de la que casi no puede
prescindir, y sigue muy de cerca en los medios de comunicación las tertulias y
debates políticos, pero sobre todo las apariciones del ministro de Hacienda.
Aun así, con estas cargas, nimiedades, aficiones y bagatelas del diario vivir,
de vez en cuando, después de la cena, se encierra en un cuarto abarrotado de
trastos inservibles que él llama mi
despacho, y en una pequeña mesa arrumbada en un rincón, confeccionada por
él mismo con cuatro tablas, se dedica a escribir durante dos o tres horas; este
ejercicio de producción, rodeado por tan inspirativo art decó, lo realiza los martes y jueves. Logra escribir algo,
alguna tontería, que, según su criterio, tampoco está tan mal. Ha leído el
último premio Melilla, el último Loewe, el último Generación del 27 y algún
otro —último, por supuesto—, y se contamina de esa peste de poesía de la
experiencia y, por mímesis, alumbra unos poemas que piensa pueden tener cierta
fortunilla; pasa revista a los concursos literarios a que puede enviarlos y
ensueña creyendo que él podría ganar algún premio de esos, de los grandes (ya
está bien de concursos de amas de casa o de juntas de vecinos), olvidando
conscientemente que lo que escribe son refritos y no posee contactos ni ha
entrado en ciertas ruedas. Tiene un grupo de amigos que se dedican como él al
menester poético; con los del grupo ha establecido unas relaciones de
amor/odio, y cuando no brillan los puñales —y aun con su brillo— organizan
recitales donde las miradas recelan del contrario y queda desplegado un
variopinto plumaje, pues con el fragor de la emoción y el alza de la
sensibilidad, él junto a los del grupo, se metamorfosean en pavos; así, nuestro
personaje, cubre su cuota de vanidad. Y hay algo más: Cuando participa en estos
eventos, cree que realiza algo importante por la cultura, y piensa que su labor
es encomiable y digna de elogio. Se siente feliz entonces, y pleno.
(continuará...)
Todos
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Jesús
Cánovas Martínez©
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