DE AMICITIA (8ª parte)
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Me he debido quedar traspuesto. No sé cuánto tiempo.
Noto un extraño contraste: oigo amortiguados los ruidos del exterior y con los
ojos cerrados puedo ver lo que ocurre —la Luna en el cenit, las plantas del
jardín, la piscina, las risas de Blanca y los amigos, sus gestos…—, pero yo
estoy en un punto lejano, consciente y en silencio. Y en ese silencio interior,
curiosamente, siento una extraña lucidez; los pensamientos se siguen unos a
otros, rápidos, en mi cerebro. De repente me acuerdo de la Grulí Mochuelar y,
como si me traspasara el cuerpo una metralla de plomo y fuego, me recorre un
ostensible escalofrío; pero al instante, gracias a Dios, lo mismo que ha
aparecido se desvanece la Mochuelar y me llega a la memoria el último libro que
estoy leyendo. Trata sobre la voluntad. Su autor es un psiquiatra conocido. No
pretende ser original —no lo es cuando repite tantos lugares trillados—, pero
esta circunstancia, en realidad, no importa; lo importante es remachar de
continuo las cosas que no debemos olvidar, y esto es lo que hace el psiquiatra.
Repaso las ideas del libro y casi sin pretenderlo comienzo a realizar
mentalmente una crítica.
No les falta razón, me digo, a los que ponderan el
orden y la constancia como las dos velas seguras que facilitan la singladura de
la vida, porque adquiridas, la voluntad queda reforzada hasta el punto de que
se torna dura como el pedernal, cortante como las aristas del diamante. El
orden debe regular, no sólo los actos externos, sino también las facultades
internas, la inteligencia y la emoción; por la constancia se crean los hábitos
necesarios para que la acción discurra hacia los objetivos propuestos. Pero
mejor entenderíamos la importancia de estas dos fortalezas, pues de este modo
hay que concebirlas, si consideramos sus contrarios. Una vida sin orden es una
vida caótica, supeditada a las urgencias del momento, al deseo de lo efímero; y
la falta de constancia aboca a la volubilidad: ese morbo caracterizado por una
voluntad débil y enfermiza, típico de soñadores de grandes metas pero incapaces
de mover un solo dedo para conseguirlas. Por el contrario, el hombre en el cual
han cristalizado tales excelencias, ha ganado mucho, y nada, de seguro, a no
ser fuerzas mayores y del todo incontroladas, hará que se desvíe un ápice de
sus objetivos marcados. Este hombre, en el sentir del autor, es un hombre
superior.
No seré yo quien contradiga opiniones que ratifica el
sentido común; no obstante, la persona que por su esfuerzo ha ganado tal tipo
de superioridad corre el peligro de convertirse en una maquinita un tanto
repelente, por no decir que puede ser tomada por la soberbia y el orgullo
desmedidos. Corre el riesgo de compararse con aquellos que no han conseguido
nada, con ésos cuya vida les ha llevado de un lado u otro, sin rumbo fijo, a la
deriva, y sentir una secreta alegría en su interior. Ellos, los que
merecidamente han conseguido sus propósitos, son los superiores: han triunfado;
los otros, los que no han logrado meta alguna, son los fatuos, los deshechos. A
estos últimos se les consiente porque despiertan lástima y se les educa con el
ejemplo correcto, con las buenas prácticas de etiqueta que son espejo donde
mirarse; a los fatuos, en fin, se les tolera por un exceso de benignidad. Yo he
conocido máquinas despiadadas que no se han permitido ni una leve distracción,
seres repulsivos hasta por el forro, y soportar su compañía no fue agradable;
eran trepas sin escrúpulos capaces de vender hasta a su madre por escalar algunos
peldaños.
Quizá sea excesiva esta consideración, porque aunque
exista tal riesgo, no necesariamente la persona de voluntad firme ha de caer en
él. Pero no deja de ser cierto que bastantes de estos elementos voluntariosos
están tan centrados en sí mismos, son tan ordenados y constantes, que a un
observador imparcial le podría parecer que establecen un culto desmedido a su
yo, ante el cual gira el mundo, lo divino y lo humano; son el centro, lo saben
y lo hacen saber, por eso son superiores; egolatría lo llaman algunos. Su porte
suele ser estólido (aunque si son inteligentes intentan disfrazarlo), y cuando
se acercan a ti lo hacen por interés, para sacarte algo que ellos creen que tú
tienes; nunca lo harán de manera desinteresada, por altruismo, para ayudar. Es
posible que piensen que tales devaneos con el desinterés les harían perder
parte de su precioso tiempo, y siempre hay algo más importante que hacer. El
orden da coherencia a la vida, regula el gesto más nimio, desde la hora de
levantarse hasta la forma de cepillarse los de dientes; lo que se ha de pensar,
de leer, lo que se ha de sentir, y la ponderación de personas, tiempos y
lugares. Un prójimo, sometámoslo a análisis: «¿Lo puedo utilizar? —se dice el
máquina— ¿Sirve para que yo me enriquezca en algo? ¿Facilita la consecución de
mis objetivos? No, ¡pues fuera! Sí, ¡adelante, acerquémonos!».
Quizá sean hombres superiores los de la guisa
expuesta; no discuto al psiquiatra. Tal vez lo sean. Pero, en realidad, esta no
es la cuestión. La cuestión es que son gente impostada, y esto sin necesidad de
llegar a la caricatura. Vayamos por partes: Voluntad férrea, sí; orden, sí;
constancia, sí; algo bueno se habrá conseguido con estas adquisiciones. Pero no
lo importante, no lo esencial. A estos individuos aún les faltarían dos notas
de carácter para que fueran realmente superiores: la pasión y la cordialidad.
El autor del libro pasa sobre ellas como sobre carbones encendidos; las nombra,
las considera, pero no las dialectiza lo suficiente, menos aún baja al mundo
ejecutivo para suministrar ejemplos sobrados, estrategias, modos de
encarnarlas, hábitos de vida. Es cierto que el autor llega a decir en algún
lugar que la pasión por llegar a donde uno se ha propuesto es lo que late en el
fondo de la voluntad, pero no deja de ser penosa tal verborrea sino matiza los
contrapesos, pues refuerza la impresión de máquina que pueden causarnos este
tipo de sujetos.
Por la pasión uno se entrega a una finalidad que está
por encima de él; sale de sí y encamina la voluntad a la consecución de
objetivos más altos que los de la mera contemplación de su ombligo. Al
rebasarse un hombre a sí mismo en aras de un ideal superior, se anula; pero a
la vez, y paradójicamente, se encuentra porque hace entrega de sí a la
trascendencia: su vida la convierte en una misión apasionada. Por otro lado, lo
que no deja de ser importante, ese paradójico olvido de sí le impide caer en la
soberbia. Y si de pasión hablamos, ésta, por su misma naturaleza, está poseída
por el exceso, por lo que puede desembocar en la locura, en la pérdida de
realidad, en el olvido, y no sólo de uno mismo, sino del otro. La pasión tiene
sus peligros, y podemos encontrar al hombre apasionado, profético, farisaico,
que se inviste de mesianismo y le da por ordenar la vida de sus allegados y,
por derivación, la del mundo en su totalidad. Por eso, la pasión ha de ser
contrarrestada con la benevolencia, la cordialidad, que es otra de las formas
de llamar al amor, aunque más suave, menos incisiva. La prefiero porque ya
implica un punto de moderación que el amor en sí mismo, en sus grados extremos,
no posee. La cordialidad modera los excesos de la pasión. Una vida entregada con
pasión a un ideal que la rebasa, por definición, es una vida noble, y añadiría:
es una vida con un destino verdadero. A la inteligencia fría, calculadora y
calculante, la pasión añade el fuego del corazón, un gramo de locura y sin
razón. Así la vida se ilusiona. Pero no nos confundamos: no olvidemos la
referencia a lo cordial; a la postre, lo fundamental. La cordialidad pondera la
verdad del otro —su existencia como diferente a la mía—, lo hace relevante en
mi vida y me lleva a considerarlo un fin en sí mismo y no un medio; lo
dignifica, lo vuelve importante, lo inviste de significado: lo convierte en mi
semejante. Ese mundo en el que surge el amor fraterno, en el que el otro es mi
hermano pues posee una dignidad igual a la mía, se vuelve más agradable y se
hace humano de verdad; deja de ser un espacio de lucha competitiva y la ley de
la jungla que antes imperaba en él se trueca en motivo para la cooperación y la
celebración.
(continuará...)
Todos
los derechos reservados.
Jesús
Cánovas Martínez©
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