DE AMICITIA (3ª parte)
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Pero retorno con la mirada hacia las cosas cercanas.
Con tesón, ganas y trabajo, en esta parte de atrás de la casa mis amigos han
organizado los espacios, unos para el recreo, otros para subvenir las pequeñas
necesidades de despensa; el ocio y el negocio. Desde el porche, cubierto por
unas colañas enmarañadas por las hojas de una parra, bajo las que está
dispuesta la mesa, se distinguen las diferentes zonas del huerto. Queda
dividido en dos mitades por un serpenteante y corto caminillo hecho con guijos
y traviesas que zigzaguea hasta una pequeña pérgola de madera. Delimita el
camino dos espacios claramente definidos. Conforme me encuentro, a la derecha
del mismo, se encuentra el jardín; un crespinillo feraz, menudo, de florecitas
pequeñas y rojas, que necesita poca agua para mantener el verdor, cubre esta
banda. Veo el pequeño aljibe encalado, un parterre donde mansamente se seca una
planta de margaritas, pues ya ha pasado la estación, y a rodales, en pequeños
alcorques, distintos arbolillos: un hibisco (en esta latitud lo llaman bobo),
un trompetero, un paraíso. A la vera del caminillo hay unos girasoles y unas
plantas altas con flores parecidas a margaritas, aunque no lo son. («Debo
preguntar su nombre a Ana», me digo mentalmente.) Bajando un escalón, a la izquierda
del camino, hay un horno de leña, y, no muy lejos del mismo, una ducha; tres
hamacas en fila sobre un suelo enlosado contemplan atentas la piscina. Es una
piscina relativamente grande para las que se hacen en la actualidad. «Ahora no
podríamos hacerla tan grande —me dijo Pepe no hace mucho—. Está prohibido, por
la falta de agua —explicó, y guardó silencio—. Tampoco podríamos hacernos la
casa, con agua o sin agua —añadió, luego de vacilar un momento.» Pasada la
pérgola, donde acaba la pequeña senda, tienen mis amigos el terreno que
explotan para el consumo; una fila de baladres rojos y blancos separa esta
parte de la finca del resto. Me encamino hacia la pérgola y salgo a contemplar
las matas que tienen sembradas; contemplo los caballones donde estuvieron las
habas y los pésoles y paso a echarle un vistazo a las berenjenas, gordas y
moradas. Recorro con mis manos las tomateras, sujetas con cañizo, y luego me
las llevo a la nariz y aspiro la fragancia de la que se han impregnado.
En esto, Pepe se me acerca por detrás.
—Las tomateras están en lo suyo —dice.
—¡Me encanta su olor!
—¡No sabes la cantidad de tomates que dan! ¡Vamos a
tomar un gazpacho de la cosecha! ¡Verás qué sabor!
—¡Qué suerte tienes, jodío! —exclamo— ¡Ya es un lujo comer de lo que uno siembra!
—¡Ah! —responde—. Casi no me creo que hayamos podido
hacer la casa.
—Está el crespinillo precioso —digo—. Hay que ver cómo
en dos años ha podido cubrir la mitad del jardín.
Hace dos años les dimos unos brotes de crespinillo y
algunos esquejes de otras plantas para que los sembraran en una tierra
arcillosa, limpia de floresta.
—Y lo importante es que no necesita agua —dice Pepe—.
Crece sin agua, ni una gota —recalca.
—En estas latitudes nuestras, plantas así son una
suerte —corroboro—; aquí no se puede poner césped.
—¡Qué va! Gastaríamos mucha agua.
—El césped es para el norte; allí les sobra. Aquí hay
que plantar matas que se acomoden al clima semiárido de nuestra zona.
—¡Y qué lo digas! —exclama Pepe, y apunta—: Ana y yo
estamos viendo la manera de cultivar unas patatas; el otro día compramos un
libro, El huerto ecológico, y hemos
leído que con ruedas de neumáticos rellenadas de estiércol y tierra podemos
sembrar patatas. Lo bueno es el poco espacio que ocupa el invento. Para el año
próximo tendremos patatas de nuestra cosecha.
—Y se le da utilidad a esos neumáticos viejos que ya
no sirven sino para contaminar —apostillo.
Oímos la voz de Ana, de lejos:
—¡Pepe, ve abrir; creo que son Paco y Encarna! —grita
desde algún lugar indefinido.
Pepe me deja solo. Paso otra vez la mano por las
tomateras y vuelvo a aspirar su fragancia. Me recreo de nuevo en la
contemplación del pequeño huertecillo: en la higuera, que ya tiene una buena
cosecha de higos; en el pequeño limonero, el mandarino, el chopo; en el
almendro, con tres almendras. Miro hacia el cielo. La Luna comienza a salir,
grande, redonda, esplendorosa, por la hoz que se forma entre la grupa del
Cabezo de Hornos y la cúspide cónica del Cantalar; forma una conjunción con
Júpiter. «Noche propicia para la expansión y la amistad», me digo, y, al pensar
de este modo, recorre mi cuerpo una agradable sensación y se me expande el
plexo solar.
La noche azulea. Me dirijo hacia el porche.
Pasan por
delante de mí Vaqui, Espe y Negrín a la carrera, como diminutos gamos; son los gatitos de
mediados de mayo que ha tenido La Careto,
una gata salvaje que se refugia en el huerto y no muy de tarde en tarde alumbra
la alegría de nuevas vidas. Negrín,
el más chico, es especialmente gracioso; parece una pantera bonsai, orejuda, de
ojos grandes y brillantes.
(continuará...)
Todos
los derechos reservados.
Jesús
Cánovas Martínez©
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