DE AMICITIA (6ª parte)
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Ana tiene controlados hasta los más pequeños detalles.
A sus ojos, profundos y móviles, no se les escapa nada. Ha pensado en todo. A
dos jarrones les ha colocado una vela en su interior, y puestos sobre la mesa,
sirven a modo de linternas. Le ha hecho encender a Pepe unas antorchas por el
jardín y alrededor de la piscina. Debajo de la parra, sujeto por las colañas,
hay colocado un plástico para que no caiga suciedad. Y, desde esas mismas
colañas, cogidos por garfios, cuelgan un par de faroles. Con las luces de la
casa apagadas, a la luz de estas luminarias, la velada se convierte en íntima.
Me viene a la memoria haber visto a Ana, alguna vez que hemos ido a andar por
el Paseo de Los Nietos, cuando junto a Blanca ha echado delante de Pepe y mío
—quizá debido a alguna ilusión óptica, puede ser— ¡con los dos pies en el aire!
«¿Cuándo descansará esta mujer?», me pregunto.
Retira Ana las primeras bandejas y coge de la mesita
auxiliar un cuenco grande de gazpacho. Pepe le ayuda a repartir otros cuencos
más pequeños de color amarillo, con rameados en su interior de flores verdes y
azules. Sirve Ana el gazpacho con un cazo que lleva el mismo color y motivos
que los cuencos; luego alcanza una bandeja en la que hay unos buñuelos de
bacalao y nos la pasa para que nos sirvamos. «Serviros vosotros», dice. Pepe
rellena los vasos con el vino que ha traído Paco. Es de una marca que no
conozco; rojo, oscuro, con cuerpo, sabor a roble viejo, deja un gusto
perdurable en el paladar. No me desagrada la cata. Al parecer, según había
comentado con anterioridad, se lo ha recomendado el bodeguero. Es mucho mejor
que el vino de Rueda que hemos traído nosotros.
Paco, al observarme bebiendo el vino, se me ha quedado
mirando con ojos fijos, de loco. No me ha mirado a mí, se ha quedado sencillamente
así, abstraído. ¡Dios sabe lo que pasará por esa cabeza!
—¡Qué Luna más bonita! —comenta Pepe, al terminar de
escanciar a los demás el preciado licor, el mosto de la embriaguez.
—¡Es la leche! —Doy un chasquido con la lengua y
deposito en la mesa el vaso de vino—. Estas lunas llenas de verano, son la
leche; son preciosas —confirmo con equívoco sentido para dejar en el aire si me
refiero a la Luna o al vino.
Paco vuelve de su ensimismamiento, y nos cuenta una
anécdota que le ocurrió no hace mucho; «la semana pasada», dice. Se la han
recordado los buñuelos de Ana, que, por cierto, están riquísimos.
—Fuimos —dice— a un bar, La
Tapería se llama, a tomar unas tapas por la noche, y allí
no cabía un alfiler.
—Estaba de bote en bote— le secunda Encarna.
—Habíamos ido a propósito a ese bar porque unos amigos
nos habían comentado lo buenas que hacen las tapas —explica Paco—. Pero al
pedir, el camarero nos dice que no puede atendernos y que debíamos de haber
llegado antes; nos lo dice de malos modos y levantando la voz. Entonces le
digo: «No te estreses, que yo vengo
de trabajar, ¿sabes? Yo soy un trabajador como tú, no te estreses —Al decir esto de no te estreses, Paco pone ojos de loco como la vez anterior,
abiertos de par en par y muy fijos—. No
te estreses, le repito, venimos a hacerte una consumición, si no nos pones
tapas de unas, nos pones de otras; no pasa nada, no te estreses. Esperamos sin problemas a que haya una mesa libre».
Y el tío imbécil insiste en que no puede atendernos y que ya es muy tarde.
—Buena manera de hacer clientes—interrumpo—. ¿Dices
que se llama La Tapería?
—Sí.
—Es para no ir allí.
—Hay mucho imbécil suelto, así van los negocios
—comenta Pepe—. Ahora que tienen el verano para aprovechar, tratan a los
clientes a patadas y, después, en invierno, se están comiendo los mocos.
—Lo mismo es que se
estresan —dice Ana.
La ocurrencia de Ana despierta la risa y azuza
nuestras ganas de hablar.
—Yo creo que algunos locales de esos deben de ser
tapaderas para blanquear el dinero —digo, con tonillo de sospecha—; no puede
ser que con dos meses funcionando mal que regular y el resto del año parados,
saquen para vivir. Deben de vender droga por lo bajo.
—Bueno, y al final qué —pregunta Blanca dirigiéndose a
Paco.
—Pues nos tuvimos que ir a otro sitio, porque no había
manera de convencer al camarero de que nos atendiera.
—Lo que yo digo, ¡la leche! —recalca Pepe—. No hay
manera de entenderlo.
—Nosotros—dice Blanca— la otra noche estábamos en el
puerto de Cabo de Palos y vimos una escena. Bajaron de un barco unas siete u
ocho personas, creo (debían de ser familia), y otras tantas personas, tal vez
menos, unas cinco o seis, las esperaban en el puerto, por lo que se debió de
juntar un grupo de doce o trece. Después de amarrar el barco, se encaminaron a
un restaurante que no tenía a nadie y casi siempre está vacío. Eran más de las
once de la noche, pero a esa hora, en verano, no es demasiado tarde. Hablaron
con un camarero. Luego el camarero se introdujo en el local y al poco salió el
dueño (debía de ser el dueño), y los del grupo hablaron con él. Vimos cómo
hablaban, los gestos que hacían con las manos y la cara de desaliento de los
frustrados comensales cuando el dueño, por lo visto, se negó a atenderlos. No
duró mucho la conversación. Al poco, la comparsa se encaminó al restaurante de
al lado, que tenía alguna clientela.
—Insisto en que deben de vivir de la droga —digo, y me
sorprendo al percatarme de que estoy agitado—, sino nadie se explica que se
permitan el lujo de perder clientes. Si es que no tienen de nada porque han
agotado las existencias, las buscan donde sea, piden a quien sea y sacan lo que
sea —insisto—. Pero ganan unos clientes. Así los han perdido.
—Y para siempre —sentencia Blanca.
—Y los sablazos que dan son suaves, ya nadie puede
salir de casa—dice Pepe—. Con perdón de los judíos, son unos judíos, y
errantes.
—Y sin ser holandeses —añado a la gracieta—.
Exonerando a los judíos —agrego.
—¡No, qué va! —exclama Pepe.
—Antes no era así —dice Ana—. Yo recuerdo que hace
unos años podíamos salir a cenar fuera de casa y no era relativamente caro.
Ahora nadie puede.
Y las hipotecas subiendo —dice Pepe—. Hay gente que
gana una miseria al cabo del mes, novecientos, mil euros, o menos, y con eso
tiene que tirar adelante una familia. ¡No sé a dónde vamos a ir a parar!
—La situación está mal, pintan bastos —corroboro.
A todo esto un gato pequeño, el Vaqui, pasa como una exhalación por debajo de la mesa.
—¿Habéis visto? —pregunta Ana. Y dice sin esperar
respuesta—: Es Vaqui, uno de los que
ha tenido La Careto en abril.
—¡Son unos petardos! —expresa Pepe.
—¡Qué bonico!—exclama Blanca— ¿Cómo sabéis si son
machos o hembras? Son muy pequeños, ¿no? —pregunta.
La Careto parió a los
gatitos en la leñera, debajo del hueco de la escalera que sube a la terraza, por
lo que estamos en su territorio. A mis amigos les gustan los gatos. Ana se crió
junto a ellos; su madre es una gatera de cuidado, por lo que le viene de raza.
Si alguien necesita saber algo de gatos, debe preguntarle a Ana; lo sabe todo
sobre el tema. Yo le he conocido ya varios. Lo triste es cuando mueren; sus
vidas son demasiado cortas y suelen tener un final trágico. A Lusilú, una gata persa preciosa, la
pilló un coche en la misma curva que hay a la salida de la casa; Dombosco y Mony, salieron para no regresar jamás; Rubi, lo mismo; Grisi
murió de leucemia felina, e Isabella.
Cualquier precaución con ellos es poca, se contagian. Los gatos acompañan a su
manera, son independientes pero dan mucho cariño. Cesi, un gato capón de seis kilos, no quieren que salga, para que
no se pierda o lo mate un coche como a otros. Drusi, hermana de Cesi, y
también castrada, es inteligentísima, tanto que sabe abrir las puertas: salta
hasta el picaporte, le da hacia abajo con una patita y lo gira. Hay que verlo.
La inteligencia animal es sorprendente. «Nadie puede ser malo si le gustan los
animales», me había comentado Blanca en una ocasión. «Aquí no les hacemos nada
más que mimitos; no los maltratamos ni les hacemos daño; al revés, buenas
tripas de jamón cocido y sacos de pienso nos cuesta sacarlos», dijo Ana una
vez.
—Hemos podido cogerlos en algún descuido de la madre
—explica Ana, dando respuesta a la pregunta de Blanca—, y nos han puesto suaves
a gañazos y escupitajos; no se dejan coger fácilmente. Creemos que son dos machos
y una hembra. La hembra, Espe, parece
la más lista; de hecho, abulta el doble que los otros dos.
—¡Como buena mujer! —dice Pepe con la boca de oreja a
oreja.
—¡Tonto!—exclama Ana, se sonríe y le da a Pepe un
sonoro manotazo en medio de los omoplatos.
(continuará...)
Todos
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Jesús
Cánovas Martínez©
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