DE AMICITIA (11ª parte)
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Muchos años más tarde,
tomando unas copas después de un patético claustro, en uno de esos momentos en
que resulta fácil la sinceridad, cuando todavía no estás demasiado ebrio para
que todo te importe un bledo, ni demasiado sobrio para no perder la discreción,
y te apetece hablar y sincerarte con alguien que sea capaz de escuchar tus
penas, le conté a Felipe Carbonell las razones por las que me había apartado
del seno de la Iglesia y cómo se había truncado mi vocación religiosa.
—En realidad, la culpa la
tuvo Ángel, no recuerdo su apellido —le dije a Carbonell—. O, por lo menos,
todo acabó por él. Al término de una reunión de focolares, en la cual se había
invitado a un por entonces popular presentador de televisión para que hablara
de su vida y diera testimonio de su fe, se me acercó el tal Ángel y me preguntó
a bocajarro:
»—¿Te ha hablado Dios?
»Reflexioné sobre el sentido
que podría tener aquella pregunta y lo que debía contestar. Miré desconcertado
hacia el techo, y luego hacia la puerta de salida. Al cabo de un rato, le dije:
»—No.
»Ángel hizo un ligero ademán
que no me gustó, y percibí, o me pareció, una ligera sonrisilla en sus labios
antes de que se retirara sin decirme nada.
»Aquellos individuos reían
mucho; Ángel (vestido siempre con un traje impecable y corbata), quien gozaba
de una consideración especial en el grupo, el primero. Dejaron de parecerme
serios; ya no. Incluso a pesar de la gran labor que realizaban y de la grandeza
indiscutible de sus almas, ya no me parecían serios. La pregunta de Ángel fue
algo anecdótico, pero la manera de formularla me pareció que rozó la blasfemia.
El nombre de Dios, pensaba yo, había que tomarlo más en serio; no era justo
utilizarlo como daga traicionera para poner al descubierto la intimidad de
nadie. Sí, me molestó que Ángel tomara el nombre de Dios en vano. Fue el celo que sentía por el Santo Nombre de
Dios, no otra cosa (ni siquiera la perversidad de Ángel), lo que me hizo
apartarme del grupo. Di un carpetazo a aquellas reuniones y no aparecí más».
—¿Qué te dijo el padre Font
cuando le contaste lo ocurrido? —me preguntó Carbonell.
—Nada. No se lo conté —le
respondí—; era una percepción demasiado sutil para poder contarla. Me retiré y
punto. —Y añadí, al poco—: No fui a ver al padre Font porque me avergonzaba.
—¿Te avergonzabas?...
—Sí, me avergonzaba.
—¿De qué?
—No digas de qué sino de
quién.
—¿De quién? ¿Del tal Ángel?
—No —le contesté—. Ángel era
un máquina, uno de ésos que lo tienen todo demasiado claro; un pobre diablo que
necesitaba afirmarse a costa de los demás. No, no era de Ángel.
—¿De quién, pues? ¿De tu
padre?
—No. Me avergonzaba de mí.
Me objetó Carbonell que lo
que le había contado por sí solo no podía ser motivo suficiente para quebrar mi
vocación religiosa, a lo sumo podía haber sido la razón de la ruptura con los
focolares, pero no con el padre Font, ni menos con Dios, si era verdad que
tanto celo sentía por su Santo Nombre.
—Hay más —dije a Carbonell.
Las otras razones había que
buscarlas en mí interior. Aquella anécdota, contemplada desde un punto de vista
que no fuera el de mi subjetividad, tan intrascendente, fue capaz de
desencadenar dentro de mí un mar de dudas y, a la postre, una hecatombe; me
removió zonas oscuras que aún hoy no sabría precisar. Me desfondé; perdí la
ilusión; me desinflé, no sé cómo. Miré hacia los otros, y reían. Reían todos.
Me sentí ridículo. Mi padre, por su parte, tomó cartas en el asunto y montó
ciertos números que deseo olvidar; a un hombre le conviene ser discreto cuando
se trata de airear asuntos de familia.
—Comencé a comprar revistas
pornográficas y a masturbarme —dije a Carbonell—. Cuando cogía dinero me iba de
putas a la Ballesta.
Sin embargo, terminada
aquella confesión a Carbonell, le dejé claro que, a pesar del avatar de mi
adolescencia y de cómo había sido arrumbada mi vocación religiosa, en la
actualidad, casado con una mujer que me quería y a la que quería, con una hija
que era mi delicia y con un modo de vivir que fluía sin demasiadas turbaciones,
cuando paseaba solo por las calles de Murcia, muchas veces se desprendía de mis
labios una plegaria y tenía un recuerdo amable de gratitud para la Virgen
María, mi Madre del cielo, bajo cuyo manto siempre me he sentido protegido.
De sopetón se quiebra el hilo de mis pensamientos.
Oigo:
—¡Aing!… ¡Aing!…
Me incorporo en la hamaca. Es Paco. Ha sacado Ana un
álbum de fotos de familia, y lo está mostrando. Veo una serie de cabezas
abruzadas sobre él; pasan las páginas y comentan detalles. Cada foto es objeto
de alguna apostilla.
—¡Aing!, ¡qué bonica está tú hija! ¡Aing! ¿Esté eres
tú, Pepe, con aquellos vestidos que nos ponían? ¡Cualquiera te conoce! ¡Aing!
Ana, ¿eres tú ésta?
—Sí, casi no me reconozco —dice Pepe.
—Éramos más jóvenes entonces, y mejores personas
—comenta Ana.
Ríen.
—Yo cogí los coletazos de aquella época —dice Paco.
—Tú eres más joven que yo —dice Pepe.
Mentalmente hago un cálculo: Paco es más joven que
Pepe y Pepe es más joven que yo; a su vez, Ana es mayor que Paco pero más joven
que Pepe, y Blanca es menor que yo, pero mayor que Ana. Luego yo soy el más
viejo. «Soy el de mayor edad, y sin enterarme de qué va esto, ¡genial!»,
reflexiono. Queda en el misterio la posición de Encarna en dicho ranking,
aunque sospecho que hay que situarla en el lugar opuesto al mío.
—Sí, pero yo pillé algo —responde Paco a Pepe—. Fueron
los últimos coletazos de aquella época, pero los pillé —insiste y, al pasar una
página del álbum, señala una foto con el índice, y exclama—: ¡Aing! ¡Mira qué
jóvenes estáis en ésta!
Me dejo caer. Una vez más desconecto, se me van los
pensamientos, y no sé hacia dónde. La infancia tiene algo de entrechocar de
topes, cambio de vagones, de viejas máquinas de vapor, de acoplamiento de
trenes. Veo a mi padre con un mono azul; está tiznado hasta las cejas y sonríe;
su risa es blanca. Veo un botijo rodeado con un trapo, sucio de hollines, en un
lateral de la máquina sobre la que mi padre está subido. Escapa un vapor blanco
por las bielas, un silbido atronador anuncia que el tren se pone en marcha.
Entonces los días eran azules y nuevos. ¡Cómo termina todo! La vida nos
precipita hacia la muerte, hacia ese gran acto final en el que todo se diluye:
el recuerdo, las ilusiones, las esperanzas rotas... Se descomponen las cosas a
pasos agigantados, los días aquellos que parecían eternos, que no concluían; se
descompone el mundo; todo se desmorona y sucumbe y no vuelve. Aunque bien
mirado, pienso, quizá el que se descompone soy yo y el mundo siempre es el
mismo, roto pero radiante. «Debo de estar ya viejo —me digo—. Estos nuevos
amigos, tan jóvenes, poseen el impulso que yo estoy perdiendo; tienen ganas de
vivir, de luchar, de tirar hacia adelante. Y yo me siento cansado. Me gustaría
detener el tiempo; no pensar, detener el tiempo, quedarme así, tal como estoy,
con esta ligera sensación de felicidad o tristeza».
(continuará...)
Todos
los derechos reservados.
Jesús
Cánovas Martínez©
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