DE AMICITIA (4ª parte)
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Es una
pareja joven la que nos presentan; deben de andar por los treinta y pocos.
Encarna es alta — bastante más que Paco—, delgada, fina; posee una piel color
de miel que recorre una ligera pelusilla, tersa, aterciopelada, suave; sus
caderas son algo anchas en relación al cuerpo, aunque sus piernas están bien
contorneadas. Viste una camisilla blanca y un pequeño pantalón color verde hoja
seca que le llega hasta medio muslo; los senos le abultan muy poco. Su rostro
delgado mantiene las proporciones; la nariz es un poco larga, con un ligero
bultecillo en el centro, pero no afea ni desentona con la frente despejada y la
boca de labios finos —al reír se le monta un poco el labio superior—; los ojos,
verde pálido, son grandes y rasgados, soñadores. Unos cabellos sedosos y rubios
le caen casi hasta los hombros. Calza unas chanclas de esas que se enganchan
entre el pulgar y el índice. Paco viste unas bermudas blancas, zapatillas de
deporte —me parecen de marca— y un Lacost color rosa pálido, la moda de este
verano; es algo fornido, de cuello grueso, tiene una voz característica y
gesticula mucho al hablar; sus ojos son muy vivaces. El pelo le cae a Paco en
media melenita y le tapa las orejas y el cogote formando pequeños ricitos, y al
igual que el de su mujer destella tonalidades de rubio, aunque tirando a
castaño. Encarna es callada; habla poco. Paco es extrovertido, dicharachero;
habla y habla, gesticula sin cesar y lleva las manos continuamente hacia atrás
y hacia adelante. Los dos se han debido asear para la ocasión con esmero; traen
los pelos como recién salidos de la ducha y dejan un tufillo a colonia bastante
fuerte. Se les nota, por la manera cómo nos han saludado, que quieren caer
simpáticos.
Pepe ha dado la luz de la piscina; el agua, espejo
azul en el que se refleja la noche, iluminada, parece un cristal transparente;
no se levanta ni el más leve rizo de su superficie. Paco habla de su perra Sara.
Sara es una drahthaar con pedegree,
muy golfa y muy mimada; es noble, glotona, cariñosa y tontuela. «Deja que todo
el mundo la toque», dice Paco. Cuenta que estuvieron a punto de sacrificarla
por el error de una veterinaria.
—La veterinaria nos dijo que era una displasia de las
peores y que teníamos que sacrificarla —dice—. La noticia nos dio el viaje de
novios. Encarna se echó a llorar y quería que nos la lleváramos con nosotros.
Pero no la íbamos a llevar a Florida. ¿Cómo? Lo pasamos bien en el viaje, por
supuesto; pero no estuvimos tranquilos y no pudimos disfrutar todo lo que
hubiéramos podido. Estuvimos muy preocupados pensando que al regreso la
tendríamos que sacrificar. Sin embargo, a la vuelta, la llevamos a otro
veterinario, éste de Murcia, y nos dijo, una vez que la vio andar, que de
displasia nada. —Y Paco recalca—: La perra no tenía nada de nada, nos dijo, y
esto sin radiografías y una vez que la vio andar.
—La displasia de caderas, creo —intervengo—, es normal
en los perros grandes, no tanto en los medianos. —Y añado en tono pedante (me
doy cuenta justo al pronunciar las palabras)—: No tiene mayor importancia, y
esa no es razón para sacrificarlos.
—Es que hay una displasia perniciosa —me explica
Paco—, la peor de todas, con la que no pueden vivir. Cuando son muy pequeños
apenas se les nota, pero luego les causan problemas, por eso es mejor
sacrificarlos —dice. Y vuelve a remachar ideas anteriores—: En el viaje de
novios lo pasamos bien, pero nos llevamos aquella preocupación por la perra. A
la vuelta la llevamos a otro veterinario; puso la perra a andar delante de él,
y sin radiografías ni nada nos dijo que la perra estaba bien, que no le pasaba
nada, ¡para que veas! Por eso hay que consultar varias opiniones en este tipo
de casos.
—¡Y de cualquier tipo! ¡Hay que contrastar! —enfática,
añade Ana.
—¡En menudas manos estamos! —exclama Pepe.
—Desde luego, hay algunos profesionales que no se sabe
dónde les dan el título, deben de haber pasado por la ESO —digo.
Ana se ríe. Pepe la secunda.
—Jesús es profesor —dice Ana.
Supongo que esa aclaración es innecesaria. Ana ha
debido ponerlos al corriente con anterioridad de nuestros gustos y aficiones,
al igual que ha hecho con nosotros respecto a los de ellos. La entiendo como
una forma de halago.
—No se puede ser perfecto —concedo—. En algo tenía que
fallar, aunque fuera para ganarme la vida.
—Bueno, ¡vamos a sentarnos! —ordena Ana, de repente—.
Pepe y yo nos sentamos aquí —dispone, y se sienta de espaldas a la puerta de
salida de la cocina, mirando hacia el patio, y Pepe lo hace a su lado. El resto
de los comensales, lo cuatro invitados, permanecemos de pie.
Hemos estado hablando alrededor de la mesa en la que
vamos a cenar, por eso cuando Ana ordena que nos sentemos apenas si necesitamos
hacer pequeños cambios de posición. Lo normal es que cojamos el sitio más
cercano a cada uno de nosotros. Pero, de cara a la rapidez con que ha actuado
la anfitriona, nos hemos quedado mirándonos.
—¿Dónde nos sentamos? —pregunta Blanca.
—¡Dónde queráis! —responde Ana.
Como seguimos indecisos, Ana vuelve a ordenar:
—¡Venga, Jesús, tú siéntate aquí, presidiendo! —Y me
señala un lugar en la cabecera de la mesa, a la izquierda de Pepe. Me siento,
pero los demás tienen un momento de indecisión, pues Encarna se haya a mi lado
y Blanca y Paco un poco distantes. Ana vuelve a desvanecer tal confusión con
otra orden—: ¡Encarna, ponte al lado de tu marido!
Blanca se sienta a mi izquierda, mirando hacia la
cocina, y Paco queda enfrente de mí, en el otro extremo de la mesa; Encarna a
su derecha enfrente de Ana.
—¡Aing, qué Luna más bonita! —exclama Paco cuando se
sienta, al percatarse del lleno. Mira hacia la Luna, esplendorosa.
—¡Sí que está preciosa! —exclama Blanca, girándose
para observarla.
—Está preciosa en el lleno —ratifica Ana. Y se levanta
para acercar unas bandejas que ha puesto en una mesa auxiliar.
En una bandeja hay unos ibéricos y, en otra, salmón al
lado de un cuenco con tomate triturado. Acerca Ana unas tostadas y comienza a
pasar las bandejas. Pepe se levanta y trae dos botellas de vino; una de ellas
enfundada en una camisa y metida en una cubitera, el blanco que he traído yo;
la otra es de vino tinto, y de gran tamaño.
—Es la más grande que he encontrado —dice Paco.
Paco está inspirado, es muy locuaz, y pronto se
apropia de nuestra atención. Habla de su trabajo, de su vida, de los sitios en
los que ha vivido, de los viajes que ha realizado, de los lugares en que ha
trabajado, y salpica la conversación con numerosas anécdotas. No se muestra
ufano en su manera de hablar; relata y cuenta los hechos con total naturalidad.
Ha estado en varios países y ha realizado los trabajos más diversos, desde
conductor de autobús a vendedor de helados. A la media hora nos hemos enterado
de gran parte de su vida. Paco se queda, a menudo, con la mirada fija.
Mientras comemos y Paco habla, observo a Encarna, y me
confirma la primera impresión que he tenido sobre ella. Participa poco en la conversación y, cuando
lo hace, es para ratificar alguna opinión de su marido con monosílabos. Muy a
menudo se le queda mirando como extasiada. Sus gestos son comedidos, pero se
toca el pelo y se lo alisa con demasiada frecuencia; se pasa una mano por el
cabello y se coge un mechón con el dedo pulgar e índice, entonces lo retuerce
formando pequeños bucles; al cesar la presión de los dedos, el cabello vuelve a
su posición normal. Otro tic que le
detecto consiste en que lleva una de sus manos al pantalón, a la altura de uno
de sus bolsillos, y la frota.
(continuará...)
Todos
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Jesús
Cánovas Martínez©
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