DE AMICITIA (2ª parte)
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Llegamos al filo de las nueve de la noche, la hora
convenida. Sale Pepe a recibirnos. Precipitadamente se ha puesto un suéter
encima del torso desnudo. Lleva un pantalón corto y camina en chancletas. Pepe
es casi de mi misma estatura, un poco más bajo y mucho más delgado; omitiremos
la edad. Como yo, usa gafas, pero a sus ojos, generalmente pícaros, no hay
monturas que los disfracen. Es un hombre, si no se desmadra, de ironía
contenida; las coge al vuelo y es capaz de soltarlas cuando menos lo esperas;
hacemos buenas migas. Hace calor. El día de hoy ha sido muy riguroso, ese aire
africano ha puesto el termómetro cerca de los 40º, y eso que estamos en la
playa. Pepe le da un beso a Blanca y luego me tiende la mano, pero en vez de
ofrecerle la mía, le pongo una botella de vino en la suya. Se sonríe.
—Está fresco, pero mételo en el congelador para que no
se caliente —le digo.
—¡Pasad! Ana está terminando de preparar las cosas.
Avanzamos por el pasillo del que cuelgan algunos óleos
de gusto esquivo y reproducciones de litografías a color del siglo XIX; la
galería queda rematada por las fotografías en sepia de los ancestros. Ana está
en la cocina atareada, ultimando los preparativos de la cena; vigila una sartén
puesta encima de la vitrocerámica. Sobre la repisa de la cocina y en una mesa
adyacente hay una serie de platos con viandas, listos para sacarlos al porche
en donde vamos a cenar. Ana es una mujer delgada, espigada, pura energía; posee
un rostro oval y proporcionado en el que destacan dos enormes ojos castaños,
escrutadores, intensos; su nariz es clásica, sus labios finos y delgados, la
frente despejada; el pelo, lacio y negro, le cae en una corta melenita.
La felicitamos con sonoros besos.
—¿Podemos ayudar en algo? —preguntamos Blanca y yo al
unísono.
—No, no hace falta. Tomaros, mientras llegan Paco y
Encarna, una cerveza. —Después manda a Pepe, elevando un poco la voz—: ¡Pepe,
sácales una cerveza!
—Para mí, no —declino la invitación—; prefiero esperar
a que estemos todos.
Blanca es de la misma opinión.
Blanca se queda con Ana en la cocina, Pepe se hunde
por algún lugar de la casa, quizá va al garaje a coger algo, y yo salgo al
patio.
Es la hora del crepúsculo; la noche inminente se deja
caer, pero la oscuridad todavía no ha ganado espacios suficientes como para no
distinguir los perfiles de los montes. Desde el porche contemplo el entorno. A
mi derecha surge la joroba admonitoria, parecida a un cono ligeramente
inclinado, del monte del Cantalar, cubierto de pinos, en cuya base se encuentra
un nacimiento de agua, que haciendo alarde de la imaginación los nativos del
lugar llaman La Fuente. Contiguo al Cantalar está el Cabezo de Hornos; ambos
conforman la figura de un dromedario; la Luna , tras su joroba, anunciada por un blanco
resplandor, no tardara en emerger, gloriosa y plena. Al frente se extienden las
terreras salpicadas de casas, rastrojos prontos para la quema o el rejón,
huertos de limoneros y tierras en barbecho; arañadas por la rambla de La
Carrasquilla, que en su descenso hacia el Mar Menor ha dejado un tortuoso surco
donde abundan las mimosas y los pinos, estas tierras son en extremo fértiles y
se las explota de manera intensa. Al fondo, cierran el horizonte, tal y como lo
recorre mi mirada, el campo de golf de Atamaría —se han encendido las lucecitas
de las casas y parecen luciérnagas artificiales iluminando el índigo de la
tarde—, el Cabezo de Enmedio y las crestas de la sierra del Sabinar; por detrás
asoman los perfiles de la
Sierra Minera. Un poco más allá se emplaza el Cabezo de San
Ginés, monte sacro en cuya falda se encuentra la cueva Victoria; con el
resplandor último del sol, en la rojez del cielo de poniente, distingo, junto a
los restos del antiguo monasterio, cómo por su grupa suben las ermitillas
derruidas de un antiguo calvario. Hacia mi derecha cae una ladera en suave declive
hasta el mar; se suceden una serie de chalets, y pronto aparece una herida de
sordo rumor por la que numerosas luces móviles cortan el espacio de este a
oeste: la autovía de La Manga. Hoy, coincidiendo con el fin de semana, es día
de salida para unos, de retorno para otros; abunda el tráfico en ambos
sentidos. Franqueada la autovía, las tierras se descuelgan en pendiente; quedan
por allí Los Belones, bancales sembrados de melonares, alguna palmera enhiesta
mostrando su orgullosa copa, oliveras desparramadas en grupos, algarrobos y, al
fondo, en lontananza, la línea del Mar Menor, alumbrada por las luces de
algunos de sus pueblos ribereños: Los Nietos, medio oculto por El Mingote, en
primer lugar; Los Alcázares, un poco más lejos; aún más, Santiago de la Ribera.
Aunque no la veo, intuyo la serpiente de luz de La Manga, sus edificios que
parecen emerger del fondo mismo de las aguas. Las islas de El Barón y la
Perdiguera flotan, serenas, sobre la albufera.
(continuará...)
Todos
los derechos reservados.
Jesús
Cánovas Martínez©
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