DE AMICITIA (10ª parte)
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Yo no podía negar las convicciones que había asumido
desde la niñez, ni quería: mi catolicismo, el ansia de un mundo mejor, la
esperanza de un mundo nuevo; no podía negar mi búsqueda de la paz, mi anhelo de
felicidad, mi anhelo de Dios. Era así.
Me alejé de la casa del Padre en un momento de mi
vida, pero volví, y no por miedo a la muerte. Cuando enfrentaba la muerte,
invadía mi boca un sabor amargo y cierta desazón. Pero no fuel el miedo, no; no
fue el miedo a la muerte el motivo por el cual volví a abrazar la fe después de
haber comido las tristes algarrobas. ¿Miedo a la muerte? Esto por sí mismo no
me movería a nada, a lo sumo, al suicidio o a vivir como los epicúreos. «Si
Cristo no resucitó, vana es nuestra fe», dijo el apóstol. Comamos y bebamos,
pues, y follemos con desenfreno salvaje; disfrutemos a tope de la vida;
consumamos droga, sexo y rock and roll, tal como expresa la vieja balada,
aunque seamos demasiado viejos para el rock, demasiado jóvenes para morir. Ni
lo uno ni lo otro; mi vida no se había decantado por los extremos: era
mediocre, demasiado mediocre y previsible, y no por ánimo de cultivar el
término medio, ponderado por Aristóteles, la aurea mediocritas. Había sido por cobardía. Para mí, la excelencia
estaba en el extremo, al cabo de la calle, cuando se han roto los puentes. «Ya
que estoy aquí, ya que he nacido —he pensado demasiado a menudo—, más me vale
comprender lo que soy, comprender la vida que vivo, el mundo en el que me
muevo; aspirar y coger lo que hay de belleza en él, y disfrutar el instante,
trémulo, pasajero, con vocación de eternidad». Eso he pensado, pero nunca he
actuado en tal dirección, no de manera suficiente. La vida se me ha escapado.
Por esta razón volví a abrazar la fe como un aborto, de manera póstuma; abracé una
fe íntima, una fe que no busca plazas donde exhibirse, pues está cargada de
dudas, pero también de esperanza y anhelo.
—Me sorprendo muchas veces rezando cuando, solo, paseo
por las calles —le confesé a Carbonell—. Tengo la sensación de que mi vida es
un fracaso.
Hubo una época en la que
parecía que mi corazón sentía una llamada por el sacerdocio. Yo vivía entonces
en Madrid. En el colegio de curas donde estudié, el Raimundo Lulio del Puente de Vallecas, los frailes nos hablaban del
misterio que traspasa de amor los corazones y los enciende con un fuego capaz
de hacerlos sobrevolar por encima de las cosas del mundo; nos hablaban de amor,
de Caridad cristiana en su pleno sentido. Decían que el amor era el eje del
mundo; los corazones en amor, en amor inflamados, son capaces de superar
obstáculos, traspasar barreras, alborotarse en llamas y descansar finalmente en
el lugar donde únicamente reposan: en Cristo mismo; en el corazón de Cristo,
que es la sede de todo corazón, puesto que de Él irradia la vida. Al oír
aquellos discursos y razones, sentía plétora en mi corazón. Por las noches, en
la soledad de mi cuarto, rezaba, pedía por la paz del mundo y alumbré la idea
de entregarme al servicio religioso. No sé cómo surgió, pero así fue. Una noche
rezando el rosario antes de acostarme (hábito que, infundido por los frailes,
había adquirido), me vino la idea. Ocurrió de forma repentina; lloré y di
gracias a Dios.
Recuerdo cómo una mañana
soleada entré tembloroso en el despacho del padre Font, mi director espiritual,
y le expuse aquella inquietud que comenzaba a germinar dentro de mí. Las
estanterías repletas de libros sacros, que yo tan bien conocía, estaban iluminadas
por un no sé qué de halo místico; en la mesa de despacho se destacaba un
crucifijo, grande y basto, de madera de almendro, trenzada y barnizada, erigido
sobre un canto de río, granítico, oval, tosco. La pulcritud de la estancia me
sobrecogió.
—Quiero ser sacerdote —le
dije al padre Font, luego de algún circunloquio, con un extraño rubor que me
surgía del interior y me erizaba hasta las puntas de los cabellos.
Me miró con aquella mirada
suya, escrutadora. Era un hombre, bajo y rechonchete, prematuramente calvo,
frisando la treintena. Unas gotas de sudor caían por su frente. Se las limpió
con un pañuelo.
—Hijo mío, ¿estás seguro?
—Sí, padre.
—¡Mira que hay muchos modos
de ser amigo de Dios! —objetó.
—Padre, yo quiero ser
sacerdote —le insistí con firmeza.
Sentía mi corazón inflamado
de amor por Dios y deseaba consagrarme a su servicio fervientemente.
Me propuso el padre Font con
maneras amables y palabras dulces que esperara a que se confirmara aquella
vocación, a que recabara más indicios de que eso era realmente lo que Dios
quería de mí. Mientras sucediera o no tal confirmación, me sugirió que rezara
mucho, a cualquier hora, a tiempo y a destiempo, y me instó a asistir a ciertas
reuniones de focolares, un grupo mariano según me especificó, que se celebraban
los domingos por la tarde en una parroquia de Cuatro Caminos. Me encomendó a
san Francisco y me despidió con una bendición.
Ardía en amor, tanto, que la
miseria humana pasaba por mi lado y yo no me percataba de ella; flotaba en los
aires. Las relaciones tensas que siempre había mantenido con mi hermano mayor
se dulcificaron, y fui más solícito a los requerimientos de mis padres. Pero mi
padre me miraba con extrañeza y, a veces, en las comidas dejaba caer: «¡Este
hijo mío!»; a mi madre se le escapaban los suspiros. ¡Un hijo cura! Aquello les
caía, aunque yo no les había comentado nada, como un jarrazo de agua fría.
Un día sorprendí una
conversación entre mis progenitores; hablaban sobre mí en el salón familiar
creyendo que yo no me encontraba en casa. Los oí detrás de la puerta. «Este
hijo nuestro pasa demasiado tiempo con los curas y hay que espabilarlo antes de
que sea tarde», le oí a mi padre. Le decía a mi madre que iría a hablar con
aquel capullo de padre Font y me daría de baja en el colegio si fuera
necesario; estaba hasta los cojones de las tonterías que me estaban metiendo en
la cabeza. En vez de escabullirme, quizá lo que hubiera sido correcto, me hice
el despistado y entré al salón. Cuando mi padre me sintió, cambió de tono y
derivó los improperios hacia la política y la coyuntura económica; mi madre
calló. Poco después, tuve a solas una conversación con mi ancestro. Me habló de
mujeres y me deslizó un fajo de dinero en el bolsillo para que me fuera de
putas.
La extrañeza fue mutua. A
mis padres comencé a sentirlos distantes; ahora pienso que siempre lo habían
estado. Yo rezaba y rezaba, mis ademanes y movimientos se volvieron muy
silenciosos, aumentó mi discreción y comencé a vivir mi interioridad con una
intensidad que me asustaba. Al recordar aquella etapa de mi vida no puedo por
menos que sentir ternura; ternura y sorpresa, pues por aquel entonces me di
cuenta de muchos de mis abismos, y de que el ser más cercano a mí era, a la
vez, el más desconocido: Yo mismo.
En aquellas reuniones de
focolares, a las cuales comencé a asistir con asiduidad, conocí gente de
verdadera grandeza. Aquellas personas, mayores que yo, eran sencillamente
admirables. Llevaban vidas humildes y discretas, y cualquiera que se los
tropezara por la calle no podría sospechar la dignidad de sus almas, la labor
callada y alegre que realizaban en ciertos centros asistenciales, su trabajo
con delincuentes y drogadictos, sus visitas a las cárceles; el entusiasmo que
ponían para llevar la esperanza a los ancianos y enfermos terminales; sus
desvelos por la pobre gente, las víctimas de una sociedad cruel y despiadada
con los débiles. Sincera y sencillamente eran admirables (algunos de sus
testimonios llegaban a espeluznar), pues habían recorrido muchos de los sótanos
del vivir humano y entrado en la soledad incontestable de las almas. Yo quería
participar, entregarme de lleno a la lucha por el bien, al combate que tenía
como premio el martirio, aunque mientras llegara tal recompensa el camino se
erizara de dulces sufrimientos bajo la amorosa mirada de la Virgen María y de
su Hijo, Nuestro Señor.
(continuará...)
Todos
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Jesús
Cánovas Martínez©
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