DE AMICITIA (5ª parte)
5
—En el pueblo donde trabajo son muy animales —dice
Paco—. Llegó uno a pagar el sello del coche. «Vengo a pagar el sello del
coche», se encara conmigo, delante de la ventanilla. «¿Cuál es su coche?», le
pregunto. Y me responde: «Es un Corsa blanco». «¡Ya! ¿Cuál es la matrícula?»,
le vuelvo a preguntar. «Un Corsa blanco», me vuelve a decir. «De acuerdo, ¿pero
qué matrícula tiene?», le insisto. Y entonces me repite silabeando y despacio
por si no lo he entendido: «Es un Corsa blanco». Le digo de nuevo: «Necesito la
matrícula; ya sé que es un Corsa blanco». «No sé la matrícula, no me acuerdo;
pero es un Corsa blanco, ¿sabe?», me recalca. «Ya —le digo con mis mejores
modales—, pero si no me trae la matrícula no puedo tramitarle el sello». Se va
el buen señor y al poco me trae la matrícula del coche —realiza Paco un gesto
con las manos y dibuja en el aire un rectángulo alargado— y me la esclafa ahí
delante. —Se ríe a mandíbula batiente—. ¡Son muy animales en ese pueblo, muy
animales! —repite sin dejar de reírse, llevándose el puño de la mano derecha a
la frente.
La anécdota referida por Paco sirve de pretexto para
hablar de lo burra que a veces es la gente, y sin el a veces. Ana cuenta una historia (ya se la había oído yo en otra
ocasión) de antes de la guerra del siglo pasado. Resulta que va uno de su
pueblo, de familia de gente pudiente, de las que se podían permitir ciertos
lujos, dice, un tal Casamata, el abuelo de los actuales Casamatas, de viaje de
novios a un hotel de Cartagena, lujoso, de lo mejorcico del momento. Aquel
hombre de haberes, pero apegado al terruño, en su vida había visto una
bombilla, así que cuando los novios en la suite del hotel, tal y como mandaba
el recato sexual de la época, pretenden apagar la luz y entrar en intimidades,
se sube a una silla y comienza a soplar a la lámpara; no logra apagarla y sopla
más fuerte. Como aun así no puede apagarla, para quedar bien delante de su
novia, la que ya se siente inquieta y como avergonzada, no se le ocurre otra
cosa que llenar un cubo de agua y echarlo por encima de las bombillas. ¡El
colmo! ¡Casi incendia el hotel! Ana pone los labios en forma de cero y la palma
de la mano enfrente de ellos, y sopla. Estallamos en risas.
Al hilo Pepe cuenta otra anécdota, o chiste, acerca de
unos de su pueblo. Dice que es un caso real, aunque no sabemos si podemos
confiar en él; nos queda la duda. Va de novios, de luces y sombras.
«Antiguamente los matrimonios eran muy pudorosos (ya lo ha dicho Ana), y solían
hacer el amor a oscuras. Una pareja de novios de mi pueblo en su noche de bodas
apagaron la luz y se dispusieron a cohabitar. Pero la novia, pudibunda, que
para prepararse había entrado antes que el novio en el cuarto, al desnudarse
puso encima de la cama el abrigo de visón —eran gente de perras— y se fue para
el baño. El novio, cogido en ansias, no estaba para muchas esperas; así que
entró, furtivo, en el cuarto, en el cual reinaba la oscuridad más absoluta,
para hacer el amor a lo salvaje. Desesperado y enhiesto como se encontraba, fue
y echó mano al visón. Después de palparlo y repasarlo varias veces con bárbaro
frenesí, asombrado pregunta a la novia, sin dejar de palpar: “¿De verdad, es
todo tuyo?”.»
Pepe apoya su ocurrencia con un gesto de manos, y hace
como si alisara un visón invisible.
Pienso yo en un chiste de Jaimito, pero me muerdo la
lengua. Es chiste gastado y me puede el sentimiento del ridículo. No tengo
gracia para contar chistes.
Paco se anima y cuenta el de la orgía. «Dos hombres y
tres mujeres deciden realizar una orgía, pero para darle más emoción y morbo al
asunto, lo hacen con la luz apagada. Al cabo de media hora, uno de los hombres
enciende la luz y dice: “¡Un momento, vamos a organizarnos! ¡Llevamos media
hora de orgía y resulta que yo sólo he metido una vez y ya me han dado cuatro
veces por el culo!”.»
Ana pasa a la acción y relata otra historia de su
repertorio, de las de época; dice que es verídica: «Antiguamente, la noche de
bodas era un gran acontecimiento y estaba ritualizada sobremanera. Como las
novias generalmente eran ingenuas y con poca experiencia, en esos momentos
cruciales de sus vidas se dejaban guiar por las abuelas. Resulta que una novia
había perdido el himen, y se trataba de ocultar tal eventualidad al novio. Así
que la abuela le dice a la novia que no se preocupe, que apague la luz cuando
vayan a entenderse y le deje hacer a ella. Llega la noche, la novia se prepara
para recibir al novio y se pone en el sitio unas gasas que amortigüen los
envites del frenesí y den el pego; la abuela, mientras tanto, se mete en el
armario para vigilar y estar al quite por si algo falla. El novio, en la
oscuridad, entra en la alcoba, medio borracho y enervado, presa de la pasión y
el deseo, con tan mala suerte que mete el pie en un cubo que anda por allí.
“¡Madre mía, si lo he metido hasta el fondo!”, exclama el pobre hombre. Y
entonces la abuela, que piensa lo que piensa, le responde desde el armario:
“¡Que es de boca ancha, imbécil!”».
Quiero participar en la ronda de chistes con algo que
sea gracioso. Me acuerdo de un chiste, de los que suele contar mi tío, y
arranco: «Va el obispo al convento de monjas, las reúne y les dice:
“Últimamente estoy teniendo una serie de visiones referentes a una monja de
este convento; de momento no tengo claro de que se trata, pero conforme las
visiones me lo muestren os lo iré contando”. Así va el obispo una y otra vez al
convento y dice lo mismo: “¡Ya os lo iré contando!”. Las monjas todas están en
ascuas; el obispo tiene fama de hombre santo. Un día, el obispo les dice: “¡Ya
sé de qué se trata! Resulta que a una monja de este convento… ¡le va a salir
novio! —exclama con énfasis. Esclarece la voz y, luego, añade solemne—: Pero
todavía no tengo indicios suficientes de cuál será la agraciada”. Vuelve el
obispo otro día (las monjas están que no caben en sí): “No sé aún cuál de
vosotras recibirá la gracia, pero se me ha revelado un indicio: ¡tiene que
tener la boca muy pequeña, de piñón! —suelta, y ceremonioso, agrega—: Ya iré
aclarando en el futuro, según las visiones me lo muestren, más indicios al
respecto”. Toman las monjas nota y todas ellas se chupan las mejillas hacia
adentro, pero la más fea lo hace de forma exagerada, tanto, que por la oclusión
de los labios no puede comer sino tan sólo tomar líquidos con una pajilla. Así
anda el convento cuando llega de nuevo el obispo. Se supone que ese día es el
de la revelación final. “¡Ya sé a la que le va a salir novio! —prorrumpe el
obispo, eufórico—, pero resulta que la vez anterior me había equivocado —dice
luego por lo bajo, con tono de disculpa, y, retomando la gravedad, precisa
enseguida—: ¡No es a una monja de boca pequeña! ¡Es a la monja de la boca más
grande!”. En esto, la monja fea que lo oye, y que había estado los días atrás
alimentándose con la pajilla, abre la boca lo que le da de sí, y dice:
“¡Haberlo dicho anteeeeeeeeees…!”».
Se escapan unas risas de compromiso. Para contar
chistes hay que tener gracia, y yo no la tengo. No basta que éstos sean
ingeniosos, sino que hay que saber darles la modulación oportuna de voz y los
gestos adecuados. A mí me falta la chispa. No sé por qué, con lo largo que me
ha salido el dichoso chiste, y quizá por la amenaza que sienten de que pueda
contar alguno más, percibo de que a los demás se les han quitado las ganas de
seguir por ese derrotero. Y de hecho, así ocurre.
(continuará...)
Todos
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Jesús
Cánovas Martínez©
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