ALBORADA DEL GOZO
PEDRO JAVIER MARTÍNEZ
Refiere Jean
Guitton en Ensayos sobre el amor humano
que “la primera fase del amor es una fase
de iniciación, sorpresa y misterio; es una fase nupcial y, por así decir,
sagrada, sobre la que los hombres callan aun en sus libros”. Concedamos que
el amor comienza con el descubrimiento mutuo, que es sorpresa, por lo que de
novedoso y original tiene, y es misterio, por cuanto se adentra en una
alteridad ignota, incitadora, pronta al descubrimiento y ofrecida, aunque
velada siempre; pero no podríamos conferir que todos los hombres silencian o
encierran tal vivencia en el claustro de su intimidad y no quieren hacerla
partícipe. Pedro Javier Martínez no está dispuesto a callar sobre su
experiencia amorosa. Ya en el soneto programático del inicio de esta Alborada del gozo —por otra parte,
excelente—, el poeta, desde la madurez de una vida plenamente cumplida en el
amor, convoca su recuerdo y nos lo participa:
Estoy, amor, tras los cristales, preso,
escuchando el bramido de la lluvia
y su caída, atropellada y turbia,
me incita a recordar el primer beso…
Y
es que el solipsismo —un yo incomunicado y cerrado sobre sí mismo— no es
posible si existe la realidad del amor. El amor es, por su esencia, relacional,
interacción dialéctica, cambio y apertura. Por eso, amar, significa, en primer
lugar, abrirse a la alborada del gozo.
La alborada es el encuentro del yo con el tú y, el gozo, la emoción que se
sigue cuando, por el amor, se rompe el dique de la soledad y se comparte el
mismo juego que el amor propicia. Este “yo” es el de un hombre; el “tú”, el de
una mujer, única alteridad posible; y aún podríamos precisar más, este “yo” es
el del poeta, Pedro Javier Martínez, y el “tú”, el de Josefita Albentosa,
permanente amada en el recuerdo que concitan los versos: Si extendiera mi mano, aprehendería/el cielo de tus ojos. Pero
huelga/con mirarte un instante/para saberte mi universo único.
Pero vayamos por partes. El amor necesita cuerpos
en qué ejercitarse, bocas en qué sumirse, ojos en qué abismarse; la corporeidad
y la forma son exigencia y base de su dialéctica. Si por el amor se
transparencia el cuerpo, por el cuerpo se vivencia el amor. Por eso el poeta
añade sensualidad, la que enseguida se engalana de dulzura, pues no es su verbo
áspero o desabrido sino delicado y transido de ternura acorde con la pasión
bella y dócilmente encauzada—a veces, no tanto— y la sensibilidad compartida
que nos quiere trasmitir. Buscaba en lo sencillo de las cosas y se encontró con
el bruñido zafir de unas pupilas; de
este modo, al hallar el poeta esos ojos únicos, abandona toda búsqueda y
desciende, al igual que la abeja a la flor, para sorber de los labios de la
boca de la amada (y me quedé sorbiendo
de por vida/ en la erudita fresa de tu boca.) Bien mencionaba el autor de El collar de la paloma, Ibn Hazm de
Córdoba, cuando ponderaba las señales del amor que “es la primera de todas la insistencia de la mirada, porque es el ojo
puerta abierta del alma, que deja ver sus interioridades, revela su intimidad y
delata sus secretos.”
Antes
de la boca, fueron los ojos; después de los ojos, la boca; consumida la boca,
devorada, el pubis. Pero, concluido el descenso de la sensual dialéctica, del
pubis se ascenderá a la boca, de la boca a los ojos; así quedará alumbrado el
espíritu. No hay aquí juegos malavares de pura retórica, ficción fácil en el
vacío; el poeta convoca su experiencia y narra su vivencia. El yo, sujeto
amante, no literario sino real, captado por una mirada, se enciende al deseo y
sale fuera de sí en la dirección de la boca que le marca el fulgor de un
destello, el tú, sujeto amado, constituido de repente. Por libar esta flor
ofrecida se anula y se pierde, mas luego retorna a sí mismo, con más
consciencia de sí —ensanchado, profundo—, pues en la alteridad encuentra su razón
de ser y de existir. Y esto es enriquecerse, perderse y encontrarse: el yo
deviene en el tú y el tú en el yo, hasta el punto que ambos se trasforman y ya
no son más yo ni más tú: son, simplemente. Este parece ser el orden, en espiral
y dialéctico, que nos marca Alborada del
gozo, transformándose de esta manera el poemario, casi imperceptiblemente,
en un tratado poético del amor.
Luz
para los ojos es el amor (Para hablar de
la luz,/he de echar mano del brillo de tus ojos, como el relámpago,
impactante en su fulgor, dice el autor en brevísimo poema.); la luz es
apertura, y donde brilla, no hay oscuridad, desaparecen las sombras. Mar para
la boca es el amor (Tu boca, inquieta a
veces/ como una mar abierta y agitada…); la mar —siempre en femenino en la
voz del poeta— es amplitud, serenidad o agitación, y, por la mar, la mar: un azul frente al azul de los cuerpos
desnudos y vencidos. Para el amor, anchura y libertad, un ruiseñor del beso que nada lo entretiene, horizonte, trigal y aire
en estampida de golondrinas; hay
blancura, albor, inocencia primera en ese juego sacro y ceremonial del sexo,
alboroto, mas no inane laberinto de pasiones. Y esta sexualidad de la que el
autor hace gala y recrea hasta el extremo como danza tántrica se expresa
frecuentemente en imágenes orales de impactante originalidad, con sus
invariables reverberaciones de los mares o los ojos: ¡Ay el sexo furioso de tus ojos/empujando deseos en mi lengua!
¿Qué
es el amor? Para Pedro Javier, encuentro, sí; también libertad, sí, suprema libertad;
y luz, y mar, sí; sexo, boca, ojos, sí; gozo, albor, sí. Todo eso y más; El
amor, final y definitivamente, es destino, o, si mejor se quiere, estado: Tus ojos, con destino en mi
destino/desembocando en luz sobre mis ansias. De otra manera dicho: … y adivino/que no existe a mi vida otro
destino/que el dios de tu dulzura. La relación a la que invitaba la
dialéctica del amor, desemboca, estrechada hasta el extremo, en la confluencia
de un destino único para los amantes: Quiero
seguir ungido por tu noria/ayuntados en un mismo latido... Pero digo
también que el amor es estado —lo que no se le hurta a la consideración del
poeta—, porque antes del amor era el amor; de ahí esa búsqueda incesante en
ansias de la alborada que lo revela y el gozo como consecuencia, celebración y
cumplimiento. Y es que la raíz prístina del amor es el encuentro incondicional
en la libertad de los amantes que se quieren para siempre, lo que también es
luz —homologación de sus consciencias por sus cuerpos—; luz no otra sino la
fiesta del espíritu: su vuelo. Cumplida queda de esta forma la dialéctica del
amor, y quizá por esto el poeta pueda decir: Soy de aire y de aire en tu mirada/y la brisa que baila en tu
cintura.
A
una larga trayectoria literaria salpicada de títulos imprescindibles en la
biblioteca de quien se quiera sabedor del panorama de la poesía actual, entre
los que cabe destacar Los jinetes de lo
impuro, Premio Torrevieja de poesía, Pedro Javier Martínez suma esta Alborada del gozo y pone el listón un
poco más alto.
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Jesús
Cánovas Martínez©
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