ALIZARES DONDE
MIRÉ… , UN POEMA DE
FULGENCIO MARTÍNEZ (II)
III
“ma arma román en aquest món dammada”
Ausias March
Yo no te
mentía,
duermo sin
pararrayos,
mal, y mojado;
mentir aún no
sabía
madre, junto a
tu cabecero:
(jura) yo no he robado nada.
El yeso se me
ha caído del alma
pero yo, no he
robado nada.
Las
aguas mansas de las tinajas, las aguas tremolantes de los batanes, concurren en
flagrante tormenta, inundación y diluvio:
Yo no te mentía
El
poeta esgrime su palabra, que es su defensa; pero, de antemano vencido,
pronunciada su condena. La cita de Ausias March desde lo remoto, ya presagia la
derrota de todo vuelo en la palabra o con la palabra. Sigue lloviendo, se
intensifica la lluvia:
duermo sin pararrayos
mal,
y mojado.
La
prohibición de la madre, la que guarda en su centro las energías vitales,
escudo, no surte ningún efecto, el deseado, al haber sido transgredida. Pero,
¿cómo? La madre lleva al “crío” a su forma acabada; lo dirige y lo anima. La
madre es crisol de fuerzas mas, ahora, yace en el lecho –¿de qué adolencia?–,
junto al poeta. Es injusto el condicionamiento, injusto el sufrimiento, injusta
la muerte, delicada ternura. El mal no es justificado ni justificable. La
felicidad se exige como un don de la existencia. Y la existencia es verdadera
porque encarna en la felicidad inocente del niño, la que no miente:
mentir aún no
sabía
madre, junto a tu
cabecero.
Mas
el yeso desconchado, al igual que las aguas oscuras, nos transporta hacia una
atmósfera de deterioro y de muerte, de inocencia perdida; el yeso, como la
escarcha, impávido, helando el corazón ante un asombro. La casa se hunde, como
la de Usher, abierta la grieta, sin pararrayos
que la proteja. Aun así, se atreve el poeta, proclama su inocencia frente al
cabecero de la madre:
El yeso se me
ha caído del alma
pero yo, no he robado
nada.
La
madre es refugio, y también es juez. La madre nutricia, aquella encastrada en
los dominios de la cocina, es la que también sanciona de forma inapelable. ¿Qué
expiación de culpa hay aquí? La consciencia de la trasgresión del mandato no
supone el menoscabo de la inocencia como algo irreparable. En esta tercera
parte del poema, las afirmaciones –que son exculpaciones– se han sucedido como
truenos que anteceden al relámpago; sin embargo, no se elude el severo juicio,
la conjura de su declaración, la impelencia
ante el destino. El poeta, más allá de la palabra, rescata, la que sugiere, su
inocencia de crío. Y proclama su juramento, jura:
yo no he robado
nada
Un
juicio es una crisis, una disputa, una riña, un regaño. Disipado el niño, la
consciencia suplanta a la existencia. El ser se inunda. En lo sucesivo sin
protección: en el fulgor de la tormenta desatado se embaten con vértigo los
arquitrabes y los arcos, las lianas y los nudos. La mentira es lo negativo, es
el cierre, es el límite, es la ceguedad, es la ignorancia; lo femenino engañoso
y lunar invoca a lo femenino protector, pero antes se ha de pasar –el
poeta– por un umbral de lluvia,
covalente. La columna del rigor impone su severa dialéctica.
El
poeta siente los azotes de la lluvia, torrencial; en él vierten todas las
escorrentías. Sigue lloviendo, es una lluvia negra y sucia que inunda. El mismo
tiempo es un círculo que retorna tras opaco laberinto para expresar el
desencanto de la futilidad del presente, lo eterno. Y lo cotidiano es
vivenciado como continuo morir, fuera del círculo protector de los pantáculos
de la infancia, los cromos, círculo de Oro, Edén perdido, Jardín de cerrado
retorno:
pero yo, no he
robado nada.
Insiste,
patético, hasta el final, sin el yeso del alma, al desnudo, lastimeramente
–podemos suponer, incluso, con respiración entrecortada–, presa de su
berrinche, y con miedo, con derrota; con el enojo tan metido dentro, como un
niño muy pequeño, medroso, la patencia de la razón anulada, obsesivo, obnubilante,
a gritos, con llanto, con lágrimas en los ojos, hasta el final:
pero yo, no he
robado nada.
IV
Adonde un día
con otro
me sumo, arrójame madre
un san Blas contra los ahogos.
La que me ponías de niño,
con un cordoncito, del cuello,
pequeña figura de barro, de oro.
Inocencia y culpa, decíamos. A
lo que debemos añadir: Culpa y Redención.
Y Esperanza. El poeta se sabe heredero de su pérdida, su ignorancia o su
inocencia; la conscienciación del estado del mal reclama con urgencia la
protección de la dulzura y de la misericordia de la madre –detrás de un niño
que llora siempre hay una llamada a la madre: La Madre. La atmósfera especial
de alusiones en la que hemos sido envueltos en las antecedentes partes del
poema, halla su resolución en la invocación a la madre de esta última, y la
súplica concomitante. La figura de la madre se engrandece, se convierte en algo
más que mera madre natural y deviene madre cósmica; ella transmuta, con sus
manos, la “cadena” del inicio, la de los alizares, en el “cordón” del final, al
cuello, que porta en su centro un san Blas de oro. Un círculo cierra a otro
círculo; lo que asfixia se convierte en lo que libera. Surge el canto a la Gran
Madre, imperceptiblemente. Pero antes de entrar a explicitar tan sugerente
resolución, conviene precisar una circunstancia.
La
cuarentena que va desde el día de la Natividad hasta el de san Blas, es
tremendamente significativa; y si ponderamos el hecho de que la fiesta del
santo coincide con la de la Candelaria, la presentación del Niño Jesús –el Niño
Rey– en el Templo, este evento se alumbra portentosamente, aún más si cabe.
Fiesta
solar y del Fuego –en clave astrológica, andaría cerca el punto angélico–, la
Candelaria es el preludio de una expiación: la cuaresma; corazón del invierno,
ahí llueve, a modo de fuerza concedida, el fuego de lo alto.
El
dos de febrero numerosas ermitas sacan al santo milagroso, que cura los males
de la garganta, en procesión. Yo he visto en estas romerías como el santo,
adornado con manto luengo y rojo, lumínico, navega entre el mar de las palmas
de los fieles devotos. La piedad popular sabe lo que ignora el teólogo.
La
intuición del poeta atisba los portentos. El simbolismo de la cadena reaparece,
pero transmutado. Pide el poeta un suplicatorio contra el mal –los ahogos–, o
contra esa asfixia que le produce la temporalidad, síntesis de cualquier
condicionamiento, vivenciada en su imperturbable monotonía, ágrafa y sin
sentido, donde los cromos son horas o son días, o son incluso años, que se
pegan y se arrollan a los alizares, y forman la cadena:
Adonde un día con otro
me sumo…
Y
es ahí, como instante fuera del tiempo, donde la madre juega su poder salvador;
la madre lejana se hace próxima e inaugura un nuevo tiempo. La madre no sólo da
consistencia a la raíz del ser –lo nutre–, el hijo –madre nutricia–, sino que
también lo cuida y mantiene en la existencia, amorosa: le propicia el vestido,
envoltorio protector de cualquier amenaza externa. La madre artesana hila y
teje un lienzo o una túnica, o un cinturón, o un escapulario, o un cordoncito
de oro a modo de tahalí, con un san Blas:
…arrójame madre
un san Blas contra los
ahogos.
El
papel salvador de la madre deshace todo mal; las manos de una madre son suaves
y dulces. Congrega la madre todas las fuerzas vitales, las reúne; en su
claustro ha dado el don de la vida a un nuevo ser, y ese don, cuando se ve
amenazado, es el que ahora repara con intensidad creadora: ella dona un alma y
un sentido y un aliento; repara el daño, cura las heridas, reintegra al hijo y
lo baña en la fuente de la Vida. Virgo.
Madre virginal, portento, canalizadora de energías, coronación; madre lustral,
crisol de transubstanciación: “¡arrójame
un san Blas!”.
La
madre deviene transmisora del fuego vital de lo alto –el san Blas–, regenera lo
roto, reencuentra lo perdido, resuelve la situación inadmisible con una
resolución efectiva; ella asegura el “paso”
y permite que el poeta o el hombre recupere y reintegre la inocencia de la
infancia, su ser primordial. La madre dona la gracia, baña y regenera en su
poder. “¡Arrójame un san Blas!”: un
círculo protector de oro, un talismán –con su magia–, una figura redonda y
protectora, ovoide, ontológica –barro convertido en oro–, como muralla que
cierre y selle el espacio de niñez y de inocencia, ido irremediablemente para
siempre, mas reencontrado, definitivo:
La que me ponías de niño,
con un cordoncito, del
cuello,
pequeña figura de
barro, de oro
Alizares donde miré... de Fulgencio
Martínez es un poema circular que evoca círculos. La propuesta de la elipsis y
de la sugerencia velada decide magistralmente el juego del poeta; todo el
significado del poema ha quedado encerrado en ese “cordoncito” del final, pero albergamos la sensación de lo mucho
que de él se nos escapa –su significado. Y es que es un viaje muy personal ése
que va del ser a la consciencia del ser, y retorna. La madre, no exenta de
hieratismo –pues es a la que se alude y con la que se dialoga a lo largo del poema,
aunque nunca responde (parece como ausente, de presencia invisible), ya la
sintamos más lejana o próxima–, dispensa el hilo de Ariadna necesario para
deambular por el laberinto de la vida o del poema. Ella vela con ojos
inmaculados sobre este viaje, simultáneo –presencia única– a su mirada.
Alizares
donde miré…
I
Alizares donde miré
impávida escarcha.
Aquí, en una pared de la
cocina,
pegaba, de niño,
los cromos de las horas.
Enfrente: dos palomas
rojizas
con sus buches hinchados,
hasta el tapete de madera
–con su cenefa morisca–
llenas siempre de agua.
Nunca las vide sino así:
siempre llenas de agua.
(Mi madre no quería
que me asomara yo al fondo
de orzas o tinajas; el
fondo,
donde el verdín se
aposenta.)
II
El humor que había en mis venas de crío,
¿por qué batanes ha pasado?
La cometa está rota pero vuela
a ras del cielo: la palabra también,
mas vuela, ¡ave de presagios y altura!
Todavía vengo a escribir, madre,
un bando de palomas y de neblíes,
un hombre es una jaula tirada por leones,
el ser humano es un libro,
y
un arca
y un libro es un barrote
de la jaula tirada por leones.
III
“ma arma román en aquest món dammada”
Ausias March
Yo no te mentía,
duermo sin pararrayos,
mal, y mojado;
mentir aún no sabía
madre, junto a tu cabecero:
(jura) yo no he robado nada.
El yeso se me ha caído del
alma
pero yo, no he robado nada.
IV
Adonde un día con otro
me sumo, arrójame madre
un san Blas contra los ahogos.
La que me ponías de niño,
con un cordoncito, del cuello,
pequeña figura de barro, de oro.
Todos
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Jesús
Cánovas Martínez©
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