LOS DEMÁS DÍAS
ANTONIO GARCÍA SOLER
¿Qué le pido yo a un poema?
Carga emocional, carga intelectual y belleza. Cuando se cumplen estos tres
requisitos puedo decir que me hallo ante un buen poema. Si un libro está
compuesto por buenos poemas, entonces me encuentro ante un buen libro. Un buen
libro me hace pensar, emocionarme, arrobarme en la fruición que concita su
belleza. Este es el caso de Los Demás
Días de Antonio García Soler. Los poemas que lo componen han sido
destilados en el tiempo por un largo y laborioso trabajo de continua
reescritura. Que confiese el autor, han sido más de veinte años, y el resultado
obtenido raya lo tremendo de la síntesis, de la concisión y de la soledad sonora, tomando la expresión de
san Juan de la Cruz. Son poemas adelgazados hasta su extrema pureza, desnudos
de abalorios, ascéticos, y así, con esa extraña y sorprendente economía en que
se hurta la palabra, se suceden los conceptos, las emociones, el sentido de la
belleza, que vienen como el martillo a golpear al lector. El resultado es
inquietud, zozobra interior, sobresaltado esplendor. No es este un libro
cualquiera, un libro sumado al montón de otros libros, que con el ligero paso
de los días al final nos deja indiferentes. No, el autor, al desnudar los
poemas, se desnuda así mismo: convierte la escritura en ejercicio de desnudez
con que pretende mostrarnos (y mostrarse) de manera nítida los contornos y
aristas de su alma, la profundidad de la misma, eso sí, no sin un deje de
aparente distancia, de patente ironía a la que conduce una mirada que se
pretende escéptica, y de una agónica lucha, más que contra el olvido, contra la
nada.
Es esta lucha contra la nada
(una lucha agónica, repito, metafísica), que aparece desde el primer poema
hasta el último y constituye el trasfondo de Los demás días, la que le lleva al poeta a enfrentarse con la
temporalidad. Deuda, el pasado, el
tiempo emotivo del recuerdo, de los seres queridos que afloran en la memoria,
de los ancestros, de la sangre que con su sangre dio vida a la vida del poeta; Esto, esto es lo que hay, el inerme
presente, el ahora, que continuamente pasa y se disuelve; Acaso, tal vez, el futuro, el recuento, una repetición de lo mismo
quizá, un retorno de estaciones y de años, un retorno de, aun siendo otros, los
demás días.
El tiempo es un enigma, y en sí mismo
contradictorio: Es un hecho curioso que el tiempo que nos permite vivir sea
también el disolvente de nuestra vida, y con ella, de nuestras vivencias y
recuerdos. Esa es la experiencia que tenemos, ineludible, y no obstante,
extraña y paradójica, porque en nuestro inconsciente (ya lo decía Freud) nos
sentimos inmortales. Por eso queremos escapar a esa afrentosa ley; sin embargo,
por más que lo intentamos, constatamos la derrota. Saturno devora a sus hijos
inmisericorde; la memoria, a su modo, podrá rescatar los pecios del naufragio;
Aiôn jugará al azar con el instante; quizás alguien acceda, tocado por la gracia, a la segunda memoria, y allí pueda encontrar
las cosas que fueron como fueron, su
síntesis perfecta, el encaje de las piezas que en su día parecían deslavazadas,
y aun así la forma de hierro de la temporalidad será inapelable y en nuestra
vivencia de la cotidianeidad nos seguirá golpeando: el antes siempre se
convertirá en después, y nosotros, sin pretenderlo, nos iremos haciendo pasado
irremediablemente.
¿Acaso
se resuelve un enigma porque uno sobreviva eternamente?,
pregunta el Wittgenstein del Tractatus,
en cita que el poeta recoge al inicio del poemario.
No, vivir en la temporalidad no resuelve ningún enigma; vivir en la eternidad,
cuando ya no hay más tiempo, sí, porque, si eso fuera posible, quedaría anulada
toda pregunta. Pero tal posibilidad, de momento, nos queda vedada, por lo que
la pregunta se vuelve retórica. No preguntes, por tanto, vive en la paradoja,
vive en el tiempo, rescata el instante, el ahora; rescata el único día de todos
los días, aquel en que se resuelven los demás, tal parece ser la apuesta de
Antonio García Soler.
Tarea ardua
esta, la que se propone el poeta, situarse en el límite del mundo, entre lo que
se puede decir y lo que no se puede decir; indagar el sentido de un mundo en
tránsito, que a cada instante se diluye, con las ineficaces palabras que
suministra el lenguaje. Por eso habla consigo en el poema inaugural del libro
(único que no lleva título, un síntoma), en soledad, a modo de confesión y en
segunda persona: Es fácil/ que no
aciertes/ en verso/ ni en prosa.
Ofrece el poeta
su duda. No importa la escritura, importa acertar con la vida. Habla desde el
cuerpo, el suyo, esta carne. Y, al
final, la paradoja: Vida/lo demás,
más allá del linde. Wittgenstein, pues,
y la pregunta por el sentido. El sentido no se puede decir, solo se puede
mostrar; ahora bien lo que se muestra no se dice porque está más allá de los
límites del mundo y del lenguaje, herramienta esta que, según el principio de
isomorfía, sirve para expresar el mundo. La
carne, por tanto, es límite; más allá de la comprensión, en ella, la duda:
La vida, la vida misma, lo que verdaderamente importa, consiste en el sentido
que se le infiere; pero esta vida no se dice, se muestra, mas lo que se muestra
carece de sentido porque no se puede decir: no hay lenguaje para ello. Quizá
entendemos así ese juego con la elipsis y el silencio que traspasa todo el
poemario. El silencio muestra lo que no se dice, el silencio habla, y a ese
silencio se le añaden palabras como puños, rotundos adverbios de temporalidad,
insistentes, que apuntan al límite: día,
días, vida, nada, ahora, esta mañana, esta tarde, esto, acaso, todo, tierra,
tanto, tal vez…
En el siguiente
poema, Glosa el poeta abre la rendrija de su intimidad
para dirigirse al lector, un lector hasta cierto punto hurtado, pues la amenaza
del solipsismo, otra de las caras de la nada, se evidencia: Ocupado lector —le dice—:/ No temas/si no llegamos/ a entendernos/por
ahora. Guiño al Quijote, recuerdos de Gorgias: la vida es inexpresable en
palabras, por inexpresable, incomunicable; ahora bien, porque no se puede
comunicar, no se puede decir, y porque no se puede decir, no es. Toma fuerza la
mirada escéptica, la ironía; el juego filosófico con que se nos arrastra hacia
el nihilismo es patente.
Sin embargo ese
juego no es tal juego cuando el poeta asume posturas, se posiciona. Ocurre así
en el poema Credo, que constituye un Credo extraño pues parece más bien un No Credo. Independientemente de sus
creencias o no creencias, veo aquí al Antonio García Soler más genuino, a quien
conozco desde hace bastantes años pero con quien echo en falta alguna
conversación de las de verdad, un poco seria si fuera posible: Lo demás/ no es nuestro,/ creí escucharte/
alguna vez. Lo demás, el silencio, no es nuestro, claro que sí; lo nuestro
es la carne. Pero ya Nietzsche, el filósofo vitalista por antonomasia, en uno
de sus primeros libros, Aurora,
alertaba de lo poco que sabemos sobre nuestro cuerpo. Corporeidad misteriosa
esta carne nuestra que gime, y grita, y anhela, y pregunta. Tengo para mí que
cortar voluntariamente el hilo (y un corte real necesariamente ha de ser
voluntario) que nos sujeta a lo alto, del que a veces (de acuerdo, no lo
objeto) pendemos como marionetas, aboca a la desesperación. Podremos retorcer
la sintaxis de la vida, pero eso no impedirá la caída en el nihilismo más
atroz, es decir, en el vacío. Esto va en serio; si postulamos la broma
tendremos que concluir que es cruel, a pesar de aceptar luceros.
El poeta ahonda
en el vacío (es terrible este Antonio) y de la mano nos lleva a contemplar los
infiernos de la soledad, la extinción del amor, en poemas tan fuertes y
evocadores como Extinción, Otra versión, la misma, Otra vez. Y sigue con ese juego
intelectual en que se entrelazan ironía y escepticismo, vueltas a la noria y
espasmos de conceptos, hasta el poema que se constituye en un clímax del
poemario (hay otro, del que ahora hablaré): De
Nada. Ahí nos propone un claroscuro, un contraste metafísico: la vida y la
muerte; la verdad y la mentira:
Ya he muerto:
verdad increída
aún.
Y no he muerto.
Verdad del día,
mientras tanto.
Reproduzco el
poema con sus silencios, esos espacios en blanco que hay entre sus versos, sus
puntos y comas, para que se aprecie la carga de tremendismo que conlleva.
Fuerte contraposición antinómica que evoca el argumento de Epicuro. ¿Cómo
podemos experimentar nuestra propia muerte? Eso es imposible, aún; si nosotros somos, ella no es. La
frágil verdad es la del día, la no muerte... mientras tanto. ¿Apostar por la vida, pues? Tal vez, porque al final habrá un dejar de saber/ con la elegancia/ de los muertos.
Y si hablamos de
Epicuro, bueno es decir la resolución que propone nuestro poeta ante ese
manifiesto, claro, rotundo, avance de la nada: la vida en el ameno jardín, la
charla con los amigos, el vaso en el bar o el café, el regreso a la casa, la
familia (la esposa, los hijos, a quienes va dedicado el libro), los recuerdos
de infancia; el cultivo de una sana apatheia,
la virtud de la inteligencia, la equilibradora frónesis… Sin embargo, en medio de ese juego estoico/epicúreo, de
aceptación y no aceptación entre un elegante soslayar, aparece otro juego, no
ya el de los conceptos, sino el de los sentimientos que transporta la emoción
tenaz, fijada al instante. La luz fugaz que evoca Puerto de Almería, o, tras la contemplación del otro mar, que
vendrá, metáfora de la muerte, en Convertible
XXIX, los poemas que inaugura La
acequia de la higuera y le siguen, vienen a aparecer como estampas,
visuales, táctiles, tremendamente emotivas, propias de un hijo del sur.
El poeta recuerda a los suyos, y la visión abstracta queda
sustituida por la visión cálida; no estamos ya ante los conceptos sino ante las
vivencias. El concepto distancia, pero la vivencia posee el don de la
intimidad, es próxima: cuando habla el corazón, cesa la cabeza. Yo no sé si el
poeta es consciente de ese hiato abrupto, si lo hace a propósito o no (creo que
sí), pero en el lector supone un golpe, un corrimiento de sentido que de
repente lo toma por sorpresa; así, en mi quizá no muy atenta lectura, estos
poemas inesperados constituyen lo más granado del poemario. Aflora la emoción,
se preña el poema y se desborda: los suyos son él, él mismo, el poeta, Antonio
García Soler, quien los recuerda y evoca y les da la vida. De este modo, con la
emoción en creciente, llegamos al poema axial de Los demás días, aquel que en sí mismo justifica el libro: Padre. Posee el aleteo del misterio,
transmite la emoción del haiku, arrasa con una silenciosa lágrima, desnudo, en
su transparente y equívoca sencillez:
Tus amigos vivos
me hablan a mí,
pero se equivocan.
Todos
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Jesús
Cánovas Martínez©
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