LAST AUTUMN’S DREAM
MANUEL DATO
Yo no sé por
qué el autor, Manuel Dato, le da un título en inglés a su poemario, Last autumn’s dream, “El último sueño
de otoño”. El caso es que suena bien, “last autumn’s dream” (lost otomns drim),
y su fonética nos introduce en un mundo melancólico e intimista que el poeta
recrea con sus versos. El otoño es la estación propicia en la que maduran los
frutos del amor; éste, a modo de bucle, se repliega en sí mismo y dispara su
recuerdo, acuna su emoción y proyecta sus anhelos. En otoño el amor se redime a
sí mismo y quiere abarcar tanto sus momentos de luz como de sombra. Por eso son
complejos los sentimientos con los que el poeta se debate; junto al calor que
produce la confidencia, añadirá el punto del misterio, el toque de lo extraño o
la sorpresa, la inquietud: Esta ciudad
me mira/con ojos de sorpresa y niebla,/asusta la quietud,/el olor a calle
violada. (pág. 18). También tomará forma la pesadilla: ¿Cuándo acabará esta cuerda?, se
pregunta al inicio del poema de la pág 39, para, luego de una serie de
interrogantes sin respuesta, acabar: Pero
es muy de madrugada/y todo es distancia y miedo/y esta cuerda. La
llamarada de la pasión ha dejado paso a la majestuosidad de la hoguera, pero
ésta preludia el ascua y la ceniza, un territorio de ciega desesperanza.
El carácter
narrativo de los poemas se ajusta a ese soliloquio que el autor quiere
compartir con un tú en la niebla, con una amada demasiado cercana a la vez que
distante (quizá imposible), con un lector ahí, quién sabe si con el aire o con
el propio aliento, con esa su misma palabra que se enrosca en una serie de
preguntas acuciantes y traspasadas: ¿Tú
sabes cómo huele el silencio/cuando el tiempo está deshabitado,/y el espacio se
puebla de soledades? (pág. 34). ¿A quién se dirige el poeta? En cualquier
caso, es una pregunta que arrasa, inquietante, que da la medida de las páginas
con las que el lector se enfrenta. Y, como respuesta a la misma, aparece una
indagación sobre el propio yo, al que el poeta circunloquia con versos y
perífrasis que claman por un sentido: Yo
no sé del transcurso del tiempo/si los días que nos aguardan/serán de rejas o
de abrazos… (pág. 23). El sentido de la vida es tiempo que se diluye en la
propia existencia de quien lo habita: No
hay tiempo, somos el tiempo. (pág. 24).
Al leer Last autumn’s dream la primera imagen
que me ha venido a la cabeza ha sido la de un río que fluye manso o tormentoso
según los accidentes del terreno; después ha sido la de un sendero que se
interna por los montes a la búsqueda de paisajes ignotos, al igual que las
calles se quiebran o serpentean por una ciudad gris y de niebla. El autor
postula su experiencia, y ésta es expansiva. Los días se ven alejarse entre las
lindes de un río devastado de recuerdos, ésos que concitan preguntas sin
respuesta, enigmas, acertijos. Las calles de una ciudad sin nombre por las que
el autor transita no tienen fin, y pueden arribar sencillamente en el burdel o
la tristeza. El lector pronto se ve envuelto en este deambular insomne, y la
metáfora del viaje de repente la hace suya y vibra con el autor cuando el
pensamiento vuelve insistente la pregunta por el sentido. Pero es el otoño, tan
próximo a su andar, que se hunde y lo hunde inexorablemente en el frío: Presiento que los pies/se han calzado de
nostalgia,/se disponen a doblar la esquina/y a morir de cuesta. (pág. 51).
Tiempo y
memoria; río y existencia. Los recuerdos se desvían hacia el pretérito perfecto de las posibilidades del niño; el adulto las
medita y nos invita al viaje. Flotan en el poemario, junto con las preguntas
angustiosas, los recuerdos amenos del poeta, y suponen un remanso de amor en
ese fluir trágico de los días que se dirigen a su propia disolución. Esos
recuerdos flotan, regresan un momento a la orilla en la que resplandecen
brevemente, efímeros, de frágil sustancia, y retornan de nuevo al agua para
diluirse, confundidos en el río intemporal de la vida. Las cosas, los hechos,
los fenómenos, toman así consistencia; con su voz, en su verso, les da existir
el poeta. Y surgen la esposa (Cuando me
llames confirma el horario de tus labios (pág. 40)) y los amigos (…pero sabed/que para este viaje/hay que
afianzar los verbos,/y llenarlos de pronombres… (pág 27-28)), transitan en
la memoria, pero concluido el tránsito vuelven al fluir del río. Lo próximo se
hace diferente; en la cotidianeidad aparece el hálito de la extrañeza y el
misterio, detrás de una puerta, de una esquina. Lo sencillo se encierra en sus
enigmas, se oculta a la mirada que le dio la vida, imperceptible sombra
dispensada por la palabra del poeta.
Caminamos de
la mano de Manuel Dato, esa sensación tenemos, hacia una serenidad última,
hacia una sabiduría propiciada en la que desemboca el otoño, el frío, como
contradicción de la esperanza abolida, pues la palabra, al designar las cosas y
los sentimientos, al tener el poder de convocar los recuerdos, trae consuelo.
La amistad salva; el amor que se comparte salva; quien ha amado, ha vivido.
Esta parece ser la conclusión que al final se desprende de Last autumn’s dream. Se aleja un
caminante que vino de la niebla y va hacia la niebla, pero en su paso se libera
del peso de la existencia cuando la signa con sus versos, en la palabra.
Afortunadamente
no pertenece Manuel Dato a cierta caterva de poetas fingidores de gesto
hinchado y esteticista, huecos. Son suyas las palabras siguientes:
Soy fiel a mi poesía cuando, tanto en la
ficción como en la realidad, me doy entero y directo, con todo mi yo viviendo y
sintiendo cada verso, disfrutando y sufriendo el tema y sus circunstancias,
sublimando el yo protagonista y su dramática. Ése es mi gozo, el único
patrimonio que tenemos los que no vivimos del verso sino en el verso y con el
verso de nuestro propio existir.
Sea.
Todos
los derechos reservados.
Jesús
Cánovas Martínez©
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