miércoles, 17 de julio de 2013

TAMBIÉN EN PRIMAVERA MUEREN LOS CISNES

TAMBIÉN EN PRIMAVERA MUEREN LOS CISNES
ANTONIO SOTO ALCÓN

Se ensayan, con frecuencia, clasificaciones acerca de las maneras de hacer poesía, según prevalezcan ciertos elementos o notas distintivas en los poemas; de la misma manera se clasifican a los poetas, y así tenemos nóminas sobre qué poeta pertenece a tal tipo de corriente o a cual otra. Para no perder tan acendrada costumbre, voy a proponer una nueva clasificación: la de aquellos poetas que son independientes, pues su arte constituye una expresión de sí mismos, lo cual conlleva que su poesía venga marcada por el signo de la autenticidad, y la de aquellos otros que, con anterioridad a cualquier acto de escritura, realizan un estudio de campo, por así decir, sobre el rumbo o la línea poética predominante en un determinado momento, y tal eventualidad les lleva a ponerse con la pancarta —seguimos con los juegos analógicos— delante de la manifestación. Antonio Soto, por fortuna, no pertenece a éstos últimos. Desde hace ya algunos años, he tenido la suerte de seguir su trayectoria y puedo decir que cada nuevo libro que da a la imprenta supone una sorpresa. Recuerdo que Dámaso Alonso al enjuiciar aquel admirable libro, Cántico, de Jorge Guillén, comparaba las diversas ampliaciones a las que el poeta lo iba sometiendo a lo largo de sus sucesivas ediciones con la misma expansión del universo. Al igual que desde un punto inicial surge el espacio y el tiempo, y la energía se difracta y se concentra para dar lugar a la multiplicidad de galaxias y soles, se generan así sus poemas en expansión creciente —dice Dámaso en la analogía—, más ricos, más plurales, con más carga significativa. Algo parecido hay que decir de la obra poética de Antonio Soto. Desde aquel poemario inicial En aquellas las islas del alma (Premio Armilla, 1998), hasta el poemario objeto de esta reseña, También en primavera mueren los cisnes, cuyo título no sin razón alude a un poema de Bukowski, el poeta ha trazado una línea multívoca, abierta, en continua crecida, sugerente y sincera.
Al enfrentar el poemario, lo primero que sorprende es su densidad. La mayoría de los poemas que lo componen son sustantivos, en los que se eluden las adjetivaciones superfluas; versos cortados a escoplo, hirientes como una navaja, caen rotundos como mazazos en alguna parte del alma, la sajan o martillean desde principio hasta final del libro. Son lapidarios los momentos inaugurales de los poemas, por eso encontramos inicios de este tipo: Aposté por mí como se apuesta por un caballo, Sentí vergüenza al contemplar la muerte, Entré en la vida / y me encontré con la nada... O finales de estos: En mis ojos llevo una tumba, Yo también canté bajo los árboles... Parece como si el poeta, consciente o inconscientemente, hiciera un ejercicio de autoconocimiento, una catarsis liberadora del desencanto y la tristeza que se le pega a la piel como una camisa sudada, una mancha, un tatuaje. Por eso en el libro hay lucha y tragedia, aunque también hay que decirlo, no aspavientos, no gestos inútiles ni melodramáticos, sino serenidad lúcida, irrevocable, y aun anhelo y esperanza por validar la vida.
El sujeto poético pronto sitúa al lector en la perspectiva de su propia temporalidad y le transmite la sensación de que tal vez hayamos ya vivido lo suficiente —Atardece en el parabrisas de mi coche, expresa Antonio Soto en el poema que lleva por título Una huida hacia delante—; es hora, pues, de establecer las medidas del valor. Y como fiel de tal balance la serenidad pondera, repito; mas es la serenidad del voyeur que ha visto la estupidez humana, el vaciamiento de miradas, los hombres sin rostro y la crueldad sin relieve de una vida que ha perdido el horizonte del amor. No sin razón el título del poemario conlleva una carga simbólica de fuerza arrolladora, pues el cisne es uno de los atributos de Afrodita, la diosa del amor, y hete aquí que éste también muere, en primavera, la estación por antonomasia donde el amor se exalta. Es que el poeta busca el amor, y no lo encuentra: Subí a los áticos de tu corazón / y en su altura sentí vértigo. O quizá, sí; pero el amor, en su cúspide, llevado al clímax, en su tremendismo se iguala al desamor.

 La consecuencia de tal estado anímico no se obvia: la muerte, como contrapartida del amor, queda expuesta a la mirada del poeta, y le sorprende a cada instante, en cada curva de cualquier carretera. Por eso mismo, en el poemario adquiere especial patencia otro símbolo, el del viaje, con el que se expresa la búsqueda incesante de sentido; una búsqueda ciega por los verbos transeúntes que ascienden o descienden escaleras —suben a cimas de contemplación o descienden a los infiernos del alma, aunque, por otro lado, Bajar, subir, qué importa, así confiesa el poeta en Invierno—, pero que, sobre todo, insisten en el deambular hacia ninguna parte por esas autovías, de ciudad a ciudad, tendiendo puentes en los que amenaza el suicidio, para llegar a otra ciudad, tan solo a otra ciudad. Estuve en una ciudad de la que nunca /aprendí su nombre: /Ströke, Hans-Ströke, Van-Ströke..., leemos en el magnífico poema Ciudad del Norte, y en otro lugar, se expresa de forma más contundente: Avanzo por esta ciudad/ que no me lleva a ninguna parte. Es la ciudad la que transita, no el camino; el viaje es lo real, ya que supone un resquicio para la esperanza, no la ciudad, en donde el amor no existe. La conciencia de extranjería se impone, por concomitancia, como añadido ineludible: Oh, ciénaga humana donde todo desaparece, / yo no soy de este mundo. Así surge, por último, tras la conciencia del exilio, de no pertenecer a ninguna parte, y la consiguiente condena a una extra-vagancia sin término, el anhelo del paraíso perdido, aunque al trasluz y casi por reducción al absurdo.
Rotura interior, y su reflejo: rotura de lo social. Si la muerte es desamor que trasciende las fronteras del ego; la negación del amor, niega cualquier pronombre y también la caridad: Un idiota sonríe en la puerta de una iglesia y en su mirada —dice el poeta— /sentí la inocencia del mundo. Sin embargo, porque su Reino no es de este mundo, la enajenación es signo de Dios. También en primavera mueren los cisnes se revela, de este modo, con un trasfondo tremendamente religioso. En el poema programático del inicio, su autor ya nos lo advierte: Hoy, he visto a Dios en un charco, expresión que podría pasar por irreverente, si a su hilo no se siguiera, casi con insistencia fenomenológica, la descripción de ese charco, las entrañas del odio, un teatro de crueldad, si me permite la expresión Antonin Artaud.
Por la ciénaga del mundo el poeta transita con una conciencia tremendamente lúcida, y aun así, en ese deambular, encuentra la inocencia, aquello por lo que todavía ese mundo caído y de derrota puede adquirir valor. Esta inocencia se halla en la debilidad; así, cualquier ser débil o que sufre es objeto de su atención. Y tal vez porque, en última instancia, quizá conciba que todos somos víctimas y verdugos, no hay en el libro reprobación de nada ni nadie, sino exposición llana de lo feo o lo cruel. Pero la inocencia golpea un alma sensible.
Antonio Soto quiere salvar porque sabe que lo bello es efímero y la flor se puede alumbrar en medio de la tristeza y la basura; por eso expone y nombra: nombra a los “caídos” y marginados —las putas, los vagabundos, los gays, los poetas, los perdedores...—, y, porque los nombra, los salva; al signarlos pretende su rescate de la muerte, es el último recurso de la vida: la voz, el grito tal vez. Y es ese mismo rescate que también pretende de la naturaleza herida, de la que se siente solidario, y aun opera una suerte de identificación con la misma en poemas tan emotivos y tremendos como La perra de la estación o El pequeño zorro.

Conforme se va objetivando la estupidez, la fealdad, el dolor de la ciénaga, cuya metáfora es la ciudad; conforme crece y toma cuerpo esa apuesta por el débil, se objetiva de igual modo, y crece, la conciencia del exilio. El poeta niega y se niega, así que finalmente grita. Y porque grita desde el fondo mismo de sus entrañas, un cisne le mira a los ojos; y porque grita también desde los suburbios de su angustia, como hijo pródigo que ha experimentado todas las caídas, puede concebir un retorno, añorar y pedir los brazos amorosos del Padre.

Pido yo por Antonio Soto, para que sobre él no recaiga la venganza de los mediocres.




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Jesús Cánovas Martínez©
                                                                    



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