TAMBIÉN EN PRIMAVERA MUEREN
LOS CISNES
Se ensayan, con frecuencia, clasificaciones acerca de
las maneras de hacer poesía, según prevalezcan ciertos elementos o notas
distintivas en los poemas; de la misma manera se clasifican a los poetas, y así
tenemos nóminas sobre qué poeta pertenece a tal tipo de corriente o a cual
otra. Para no perder tan acendrada costumbre, voy a proponer una nueva
clasificación: la de aquellos poetas que son independientes, pues su arte
constituye una expresión de sí mismos, lo cual conlleva que su poesía venga
marcada por el signo de la autenticidad, y la de aquellos otros que, con
anterioridad a cualquier acto de escritura, realizan un estudio de campo, por
así decir, sobre el rumbo o la línea poética predominante en un determinado
momento, y tal eventualidad les lleva a ponerse con la pancarta —seguimos con
los juegos analógicos— delante de la manifestación. Antonio Soto, por fortuna,
no pertenece a éstos últimos. Desde hace ya algunos años, he tenido la suerte
de seguir su trayectoria y puedo decir que cada nuevo libro que da a la
imprenta supone una sorpresa. Recuerdo que Dámaso Alonso al enjuiciar aquel
admirable libro, Cántico, de Jorge
Guillén, comparaba las diversas ampliaciones a las que el poeta lo iba
sometiendo a lo largo de sus sucesivas ediciones con la misma expansión del
universo. Al igual que desde un punto inicial surge el espacio y el tiempo, y
la energía se difracta y se concentra para dar lugar a la multiplicidad de galaxias
y soles, se generan así sus poemas en expansión creciente —dice Dámaso en la
analogía—, más ricos, más plurales, con más carga significativa. Algo parecido
hay que decir de la obra poética de Antonio Soto. Desde aquel poemario inicial En aquellas las islas del alma (Premio
Armilla, 1998), hasta el poemario objeto de esta reseña, También en primavera mueren los cisnes, cuyo título no sin razón alude a un poema de Bukowski, el poeta ha trazado una
línea multívoca, abierta, en continua crecida, sugerente y sincera.
Al enfrentar el poemario, lo primero que sorprende es
su densidad. La mayoría de los poemas que lo componen son sustantivos, en los
que se eluden las adjetivaciones superfluas; versos cortados a escoplo,
hirientes como una navaja, caen rotundos como mazazos en alguna parte del alma,
la sajan o martillean desde principio hasta final del libro. Son lapidarios los
momentos inaugurales de los poemas, por eso encontramos inicios de este tipo: Aposté por mí como se apuesta por un caballo,
Sentí vergüenza al contemplar la muerte,
Entré en la vida / y me encontré con la nada... O finales de estos: En mis ojos llevo una tumba, Yo también canté bajo los árboles...
Parece como si el poeta, consciente o inconscientemente, hiciera un ejercicio
de autoconocimiento, una catarsis liberadora del desencanto y la tristeza que
se le pega a la piel como una camisa
sudada, una mancha, un tatuaje. Por eso en el libro hay
lucha y tragedia, aunque también hay que decirlo, no aspavientos, no gestos
inútiles ni melodramáticos, sino serenidad lúcida, irrevocable, y aun anhelo y
esperanza por validar la vida.
El sujeto poético pronto sitúa al lector en la
perspectiva de su propia temporalidad y le transmite la sensación de que tal
vez hayamos ya vivido lo suficiente —Atardece
en el parabrisas de mi coche, expresa Antonio Soto en el poema que lleva
por título Una huida hacia delante—;
es hora, pues, de establecer las medidas del valor. Y como fiel de tal balance
la serenidad pondera, repito; mas es la serenidad del voyeur que ha visto la estupidez humana, el vaciamiento de miradas,
los hombres sin rostro y la crueldad sin relieve de una vida que ha perdido el
horizonte del amor. No sin razón el título del poemario conlleva una carga
simbólica de fuerza arrolladora, pues el cisne es uno de los atributos de
Afrodita, la diosa del amor, y hete aquí que éste también muere, en primavera,
la estación por antonomasia donde el amor se exalta. Es que el poeta busca el
amor, y no lo encuentra: Subí a los
áticos de tu corazón / y en su altura sentí vértigo. O quizá, sí; pero el
amor, en su cúspide, llevado al clímax, en su tremendismo se iguala al desamor.
La consecuencia
de tal estado anímico no se obvia: la muerte, como contrapartida del amor,
queda expuesta a la mirada del poeta, y le sorprende a cada instante, en cada
curva de cualquier carretera. Por eso mismo, en el poemario adquiere especial
patencia otro símbolo, el del viaje, con el que se expresa la búsqueda
incesante de sentido; una búsqueda ciega por los verbos transeúntes que
ascienden o descienden escaleras —suben a cimas de contemplación o descienden a
los infiernos del alma, aunque, por otro lado, Bajar, subir, qué importa, así confiesa el poeta en Invierno—, pero que, sobre todo,
insisten en el deambular hacia ninguna parte por esas autovías, de ciudad a
ciudad, tendiendo puentes en los que amenaza el suicidio, para llegar a otra ciudad,
tan solo a otra ciudad. Estuve en una
ciudad de la que nunca /aprendí su nombre: /Ströke, Hans-Ströke, Van-Ströke...,
leemos en el magnífico poema Ciudad del
Norte, y en otro lugar, se expresa de forma más contundente: Avanzo por esta ciudad/ que no me lleva a
ninguna parte. Es la ciudad la que transita, no el camino; el viaje es lo
real, ya que supone un resquicio para la esperanza, no la ciudad, en donde el
amor no existe. La conciencia de extranjería se impone, por concomitancia, como
añadido ineludible: Oh, ciénaga humana
donde todo desaparece, / yo no soy de este mundo. Así surge, por último,
tras la conciencia del exilio, de no pertenecer a ninguna parte, y la
consiguiente condena a una extra-vagancia
sin término, el anhelo del paraíso perdido, aunque al trasluz y casi por
reducción al absurdo.
Rotura interior, y su reflejo: rotura de lo social. Si
la muerte es desamor que trasciende las fronteras del ego; la negación del amor,
niega cualquier pronombre y también la caridad: Un idiota sonríe en la puerta
de una iglesia y en su mirada —dice
el poeta— /sentí la inocencia del mundo.
Sin embargo, porque su Reino no es de este mundo, la enajenación es signo de
Dios. También en primavera mueren los
cisnes se revela, de este modo, con un trasfondo tremendamente religioso.
En el poema programático del inicio, su autor ya nos lo advierte: Hoy, he visto a Dios en un charco,
expresión que podría pasar por irreverente, si a su hilo no se siguiera, casi
con insistencia fenomenológica, la descripción de ese charco, las entrañas del
odio, un teatro de crueldad, si me
permite la expresión Antonin Artaud.
Por la ciénaga del mundo el poeta transita con una
conciencia tremendamente lúcida, y aun así, en ese deambular, encuentra la
inocencia, aquello por lo que todavía ese mundo caído y de derrota puede adquirir
valor. Esta inocencia se halla en la debilidad; así, cualquier ser débil o que
sufre es objeto de su atención. Y tal vez porque, en última instancia, quizá
conciba que todos somos víctimas y verdugos, no hay en el libro reprobación de
nada ni nadie, sino exposición llana de lo feo o lo cruel. Pero la inocencia
golpea un alma sensible.
Antonio Soto quiere salvar porque sabe que lo bello es
efímero y la flor se puede alumbrar en medio de la tristeza y la basura; por
eso expone y nombra: nombra a los “caídos” y marginados —las putas, los
vagabundos, los gays, los poetas, los perdedores...—, y, porque los nombra, los
salva; al signarlos pretende su rescate de la muerte, es el último recurso de
la vida: la voz, el grito tal vez. Y es ese mismo rescate que también pretende
de la naturaleza herida, de la que se siente solidario, y aun opera una suerte
de identificación con la misma en poemas tan emotivos y tremendos como La perra de la estación o El pequeño zorro.
Conforme se va objetivando la estupidez, la fealdad,
el dolor de la ciénaga, cuya metáfora es la ciudad; conforme crece y toma
cuerpo esa apuesta por el débil, se objetiva de igual modo, y crece, la
conciencia del exilio. El poeta niega y se niega, así que finalmente grita. Y
porque grita desde el fondo mismo de sus entrañas, un cisne le mira a los ojos;
y porque grita también desde los suburbios de su angustia, como hijo pródigo
que ha experimentado todas las caídas, puede concebir un retorno, añorar y
pedir los brazos amorosos del Padre.
Pido yo por Antonio Soto, para que sobre él no recaiga
la venganza de los mediocres.
Todos
los derechos reservados.
Jesús
Cánovas Martínez©
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