ALIZARES DONDE
MIRÉ… , UN POEMA DE
FULGENCIO MARTÍNEZ (I)
Soy de los que piensan que un solo poema puede justificar a un poeta. Afortunadamente Fulgencio Martínez tiene en su haber numerosos poemas que lo justifican, pero yo traigo aquí uno que en su día me produjo un especial impacto: Alizares donde miré. En la producción de Fulgencio es de los antiguos, ¿pero qué es lo antiguo o lo nuevo en la inmensidad del tiempo? Aquello que está llamado a perdurar rejuvenece a cada instante; de este modo ocurre con las Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique, con alguna Rima de Bécquer o con el Don de la ebriedad de Claudio Rodríguez, por poner unos ejemplos. A ellos se suma este Alizares, magnífico poema tocado por excelsa mano...
Soy de los que piensan que un solo poema puede justificar a un poeta. Afortunadamente Fulgencio Martínez tiene en su haber numerosos poemas que lo justifican, pero yo traigo aquí uno que en su día me produjo un especial impacto: Alizares donde miré. En la producción de Fulgencio es de los antiguos, ¿pero qué es lo antiguo o lo nuevo en la inmensidad del tiempo? Aquello que está llamado a perdurar rejuvenece a cada instante; de este modo ocurre con las Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique, con alguna Rima de Bécquer o con el Don de la ebriedad de Claudio Rodríguez, por poner unos ejemplos. A ellos se suma este Alizares, magnífico poema tocado por excelsa mano...
Por
lo general, los poetas no son seres asertivos, y Fulgencio Martínez no lo es.
Pero esto ya es una suerte, porque en la falta de asertividad del poeta radica
las más de las veces la riqueza del poema. Y éste es el caso. Si, de por sí, la
palabra siempre dice más de lo que entendemos o sospechamos (mucho más de lo
que suponemos), cuando ésta es poética puede llegar a un colmo de
significación, a un exceso de resonancia que hiere al Ser mismo en el
desbordamiento de consciencia que propicia el cimbrear de su propia desmesura.
La palabra se convierte en símbolo que acerca y abarca una realidad allende lo
meramente cotidiano, y, si designa algo palpable, sin embargo apunta a algo
intangible, a un “misterio”. El poema adquiere “voz” transfiguradora de un
universo que vela y desvela a la vez.
I
Alizares donde
miré
impávida
escarcha.
Aquí, en una
pared de la cocina,
pegaba, de
niño,
los cromos de
las horas.
Enfrente: dos
palomas rojizas
con sus buches
hinchados,
hasta el tapete
de madera
–con su cenefa
morisca–
llenas siempre
de agua.
Nunca las vide sino así:
siempre llenas
de agua.
(Mi madre no
quería
que me asomara
yo al fondo
de orzas o
tinajas; el fondo,
donde el verdín
se aposenta.)
Inocencia
y culpa: un extraño motivo. Una necesidad de hierro como una cadena en la que
todo sucede según un orden preciso, pero ante la cual el poeta sólo puede
sentir la extrañeza de su propia enajenación:
Alizares donde
miré
impávida escarcha.
Días
siempre iguales sucediéndose: muro, pared, círculo; las horas son cromos, y,
los cromos, se pegan a las horas. La cenefa se persigue a sí misma a través del
tapete de madera, redondo, interminable, sin principio ni fin. Un alizar es un
cromo, y un cromo es una hora, y una hora es la misma sucesión del motivo de la
cenefa, que es el alizar: la cadena que clausura al espacio es la misma que
encierra al tiempo, pero tiempo y espacio son la cadena. Colección, suma, agregado
monótono de cosas siempre iguales: la espesura es un bosque idéntico.
Emergen
círculos; prima lo femenino, lo espectral, lo lunar. El poeta patentiza su
oralidad. La relación madre/hijo deviene aglutinante del poema, conforma un eje
preciso de sentido.
El
niño es inocente, ajeno al universo imprevisto de amenaza donde habita como
centro, la cocina –la cocina es sede del calor y del hogar. Las orzas o tinajas
gemelas son compañeras de buches rojos, palomas. Sin embargo, nada es como
aparece. El símbolo de inocencia, la paloma, es de buche abultado y rojo, pero
al mirarla de otra manera sólo vemos una orza o una tinaja; ambivalencia del
deseo, tensión entre una sublimación y una caída. Lo femenino protector suscita
la proliferación de los círculos, pero esas tinajas de redondeces, hinchadas y
rojizas, también sugieren la evocación de unos senos, un deseo sexual
incipiente, quizá la avidez de un incesto, y, de nuevo, un círculo, que
reverbera sonoridad. Impávida telaraña y laberinto: cualquier protección o velo
se convierte en tope y límite, negación, y suscita el deseo de transgredir
aquello mismo que delimita. Se oculta lo diabólico como un disimulo o una
ficción.
Lo
tenue de lo cromático apunta a una potencialidad, así el verdín que se aposenta
en el fondo de las aguas de las tinajas –¿oscuras? Supuestamente, sí: las cubre
un tapete de madera con su cenefa morisca– torturan al niño con la comezón de
la curiosidad, el atisbo de una tentación. La cadena que envuelve y encierra un
universo minúsculo –la cocina–, tenue es también como el color no llegado a sazón.
Hay
tristeza desde el inicio, sensación de deterioro, vetustez, muerte, aun en lo
más precioso, en el arcano del corazón, recóndito, donde habita el recuerdo;
por ello, esa escarcha, que es impávida, sorprendida como un dulzor de muerte.
Llueve. La escarcha es el yeso desconchado de la pared; la escarcha es fría, es
hielo, es muro, es tope. El mal se esconde en la vetustez de lo blanco, y lo
blanco, remite al agua de las tinajas:
Mi madre no
quería
que me asomara yo al
fondo.
La
prohibición de la madre sostiene la protección del niño. Pero el mal late, en
el fondo, potencial, y el niño escucha una llamada que lo traspasa; la
seducción del mal es de oscura resonancia. El mal reposa y acecha oculto en el
fondo de las orzas o tinajas –vestidas de inocencia, puesto que sus buches
redondos recuerdan a las palomas–, “siempre llenas de agua”, siempre, como para
silenciar nuestra propia mirada en su fondo, la del niño, como un espejo que
conjura lo suyo innombrable, su mentira y su silencio, al devolvernos, pura,
esa mirada desde el brocal; abocada allí, presa de un encanto. Y el poeta
insiste, obsesivo, como justificando su inocencia anterior a cualquier
seducción, su endeblez de niño:
Nunca las vide sino así:
siempre llenas de
agua.
“Vide”, “aguas”… ¿Qué aguas son éstas? ¿Las
aguas del alma del niño son las mismas que las aguas del fondo de las tinajas
y, estas aguas, son blancas como las palomas o rojas como sus anacrónicos
buches hinchados?… El verdín se aposenta en el fondo; el reconocimiento implícito
de una necesidad desencadena lo irremediable. El niño no es niño; no lo es
porque aparece el verdín. La identificación del “verdín” con el mal presupone una entropía creciente no retornable
ni reciclable, de la cual la madre lo quiere proteger con su mandato. Pero hay
que seguir siendo niño para que la protección de la madre sea efectiva. Y esto
mismo es lo imposible.
La
irrupción del mal la reconoce el poeta iluminándola: “vide”. Desde su prisión, desde lo remoto y antiguo, el sabor
exquisito de lo arcano emerge en el laberinto de la memoria; el “vide” expresa una rotura imperativa,
una quiebra, remite a algo que no es el solo deslizarse sereno por la
superficie de las aguas, la propia incorrección consciente de la mirada.
II
El humor que había en mis
venas de crío,
¿por qué batanes ha pasado?
La cometa está rota pero
vuela
a ras del cielo: la palabra
también,
mas vuela, ¡ave de presagios
y altura!
Todavía vengo a escribir,
madre,
un bando de palomas y de
neblíes,
un hombre es una jaula
tirada por leones,
el ser humano es un libro,
y un arca
y un libro es un barrote
de la jaula tirada por
leones.
La
propuesta de un laberinto en el cual todo retorna sobre sí mismo, sobre el
hombre o el poeta, que es centro o término de esa referencia, el laberinto,
irrumpe, súbita, con pregunta angustiosa:
El humor que había en mis
venas de crío,
¿por qué batanes ha
pasado?
Y
el despertar que propicia es angustioso en la pregunta, porque la respuesta es
un laberinto:
un hombre es una jaula tirada por leones,
como
Quijote vencido, engañado y apaleado. Los batanes sugieren un ritual de paso,
que desemboca sin embargo en el trágico balance de una pérdida o una derrota.
Si en la primera parte del poema, antaño, temblaba una delicada insinuación en
la palabra y su elipsis –la plétora del agua–; ahora, la emoción perturbada,
arriesga la metáfora de los leones que precisan un peligro.
Nada
está en su sitio o todo es muy correcto. No salimos del círculo pese al
despertar del sueño del “crío”; y es ese “despertar” el que hace la vivencia de
esta circularidad aún más, si cabe, dramática. Y la convierte en peligro al
hacerla pregunta, pues toda pregunta es un riesgo, una hendidura: la cometa está rota. Sí, la cometa está
rota, pero vuela a ras del cielo.
“Cometa”,
“ave”, “palabra”; “león”, “libro”, “arca”: dos series de símbolos
–¿deliberadamente elegidos?–, cada una de ellas compuesta por una terna. La
concatenación de los símbolos implica la concatenación de las aseveraciones. La
cometa, como la palabra, es un ave que remonta el vuelo; el elemento aire
sublimiza el deseo, lo eleva y lo absorbe en azul, en girondas de revuelos. El león, que tira de la jaula donde yace el
hombre –prisionero–, el libro o el arca, aluden a lo secreto y escondido, al germen
donde se repliega toda esencia, como un “aroma” enclaustrado, el del arca, que
espesa y se dilata entre los umbrosos rincones de los desvanes y de las
cámaras. Así, la cometa, el ave, la palabra, explicitan una forma; el león
–signo solar–, el libro, el arca, condensan una esencia. Pero el león también
supone un peligro, como la cometa, que está rota, aunque vuela. La zozobra
interior del poeta se escinde y se debate, vela y desvela, entre la angustia y
la serenidad, una esperanza “a ras de cielo” y el presentimiento del “mal”,
inefable.
Sí,
la cometa está rota, pero vuela: la identidad del poeta como la de las cosas se
ha roto; el “estado primordial” se añora y se recuerda, aunque forzoso es
reconocer su pérdida. Algo hay que oculta y algo hay que aflora. El hombre,
secreto como un arca o un libro, transvuela
su esperanza y su deseo a la misma ambivalencia de la evocación de un símbolo, bando de palomas –insiste– y de neblíes, ave. Y el ave es paloma y
es neblí; si el neblí es pequeñísima y nórdica rapaz con cola que termina en
una banda negra de borde blanco, la paloma es inocencia, aunque cárcel –¿de
amor?– del niño que despierta, tirada por leones. El mundo, uniforme y lineal,
mas primigenio y prístino, machacado por los batanes, por los mazos o las
piedras, la algarabía del agua tumultuosa, deja paso al nuevo mundo que le
sucede, múltiple y fracturado –aguas turbias, fuego que devora y consume–; sus
hiatos apenas quedan salvados por los
puentes de una palabra, única esperanza, que aún vuela: la escritura. ¿Hacia dónde?
Hacia arriba, a lo alto. El poeta lanza una exclamación gozosa, un saludo
lustral:
¡ave de
presagios y altura!
Mas
sigue siendo el hombre un tránsito perdido en una jaula, biblioteca
inabarcable, como la de Babel, que tiran los leones, circular.
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