martes, 29 de diciembre de 2015

ÉTICA, POLÍTICA, ARISTÓTELES

ÉTICA, POLÍTICA, ARISTÓTELES



                                                          Españolito que vienes
al mundo te guarde Dios,
una de las dos Españas
ha de helarte el corazón.

A.    Machado.


Se debe a Aristóteles la estructuración de la filosofía en sus diversas disciplinas. Frente a la filosofía teórica, contemplativa, opone la práctica y poética. La póiesis atiende a la producción de los objetos, hace referencia a la acción que realiza el sujeto entorno a la producción, constituye el saber técnico; la praxis, por el contrario, se refiere a la acción intransitiva, esto es, aquella que repercute en el mismo sujeto que la realiza. La acción práxica tiene dos dimensiones: la individual y la colectiva. La ética se ocupa de la acción individual; la política de la colectiva.
¿Cómo debemos actuar? Aristóteles supedita la respuesta a esta pregunta al para qué. Puesto que es un hecho que actuamos, esta acción sería ciega sino sabemos para qué actuamos. Actuamos para la consecución de un fin. Ahora bien, existen diversos tipos de fines, y éstos se pueden instrumentalizar, unos en función de otros; conseguido tal fin, lo convertimos en un medio para conseguir otro fin, y este nuevo fin, a su vez, lo mediatizamos para conseguir otro fin, y así sucesivamente. Aquellos fines que no pueden ser instrumentalizados para conseguir finalidades inferiores son más importantes que aquellos que fácilmente se mediatizan para conseguir fines superiores, pues si queremos conseguir dinero, por ejemplo, sería para la satisfacción de una serie de necesidades que de otro modo quedarían insatisfechas; la necesidad satisfecha es más importante que el dinero con el cual se satisface, pero no al revés. Hay, pues, fines superiores a otros, en el sentido de que la consecución de unos fines se articula para la consecución de otros, pero estos últimos, a su vez, no se pueden instrumentalizar en aras de los primeros. ¿Existe, sin embargo, un último fin, algo que no pueda supeditarse a ningún otro y más allá del cual no se pueda pensar cualquier otro que le sea superior? Para Aristóteles, sí: la felicidad.
No está mal, todo ser humano sano quiere ser feliz. Pero, ¿qué es la felicidad? Aristóteles precisa que no es lo mismo para el vulgo y los sabios. El vulgo piensa que la felicidad consiste en alcanzar un fin inferior; el sabio sabe que esta felicidad sólo puede consistir en alcanzar su humanidad, esto es, en sacar de sí lo mejor que lleva dentro de un modo virtual y actualizarlo en aras de su propia realización. Se trata de optimizar la vida en todos los frentes partiendo de la circunstancia concreta en la que se encuentra cada cual. Esto sólo es posible trabajando el carácter, la manera de estar en el mundo. Aristóteles tiene muy claro que el hombre es proyecto, pura potencialidad que camina hacia su actualización. Una golondrina no hace verano, pero es cierto que si alguien quiere conseguir una determinada excelencia debe trabajar para ello, pues una serie de actos dirigidos en el mismo sentido conforman una actitud, esto es, una disposición interior para actuar de la forma que se ha elegido; conformada la actitud se desarrolla la aptitud, esto es, la facilidad para actuar de la forma que se pretende; pero las actitudes, a su vez, conforman hábitos, es decir, una manera espontánea de comportarse. El carácter no es sino la suma de todos los hábitos que se han conformado a lo largo de la vida; por tanto, no es descabellado pensar que las diversas formas del carácter determinan las diferentes formas de destino.

Cada uno de nosotros es lo que él mismo hace de sí, lo sepa o no; pero es mejor saberlo, puesto que sólo quien lo sabe tiene la oportunidad de cambio. Podemos realizar un trabajo sobre nosotros mismos y modificarnos, pero este trabajo también se puede frustrar. A priori no hay ninguna garantía de conseguir la propia realización salvo la voluntad mantenida a lo largo del tiempo de quererla.
Ahora bien, somos seres muy condicionados, no sólo por fuerzas internas sino también por las situaciones externas. Las circunstancias entre las cuales nacemos y discurre nuestra vida también nos condicionan: estatus social, salud, amistades, género, edad, sociedad en la cual se vive. Se podría añadir un largo etcétera. Por eso el sabio que busca la felicidad se debe regir por la prudencia, esto es, por el cálculo o ponderación de estas circunstancias, por un saber hacer, que es lo mismo que un saber vivir: por una adaptación consciente con propósito de mejora a su propia realidad.
No existe, pues, la felicidad con mayúscula; existe la felicidad con minúscula, y es la que cada uno quiere y consigue para sí. Además, la felicidad no se puede desligar del propio camino emprendido para ser feliz. La realización personal, por tanto, la consecución de la completud como ser humano corre pareja al trabajo emprendido para conseguirla. En este orden de las cosas, ¿qué es la felicidad?: La apuesta por uno mismo.
Aristóteles no es ninguna anticualla del pasado; es tremendamente actual. Cuando leo al fundador de la psicología positiva, Martin Seligman, o a psicólogos de esta línea, constato su vigencia. Al griego sólo le faltaban estadísticas y trabajos de campo para confirmar sus teorías; Seligman coge el testigo y aporta lo que le faltaba. Está bien que la psicología se ocupe de poner solución a los diversos morbos, pero quizá ha descuidado algo importante: optimizar la vida de las personas normales, o, lo que es lo mismo, abordar el tema de la felicidad y ayudar a las personas a ser felices. Si es cierto que nacemos con un rasgo que nos predispone a ser optimistas o pesimistas, también es cierto que no todo depende de factores innatos; hay variables en las que podemos intervenir y determinan la manera más o menos feliz con la que afrontar la vida, y éstas no son tanto, aun teniendo su importancia, las que atienden a la posición económica o la salud,  por ejemplo, como al trabajo sobre el carácter —nuestro modo de estar en el mundo—, sobre las propias ideas, sobre la visión que tenemos de la realidad. Y me atrevo a añadir algo no desdeñable: Para que las minúsculas pudieran pasar a mayúsculas habría que apuntar al horizonte de la espiritualidad.
Pero volviendo a Aristóteles, ¿alguien por sí mismo puede realizarse? No, pues somos seres relacionales, necesitamos de los otros para hacernos; en nuestra naturaleza tenemos una tendencia innata que nos lleva a vivir en sociedad y no como lobos solitarios. La política, de este modo, cobra una relevancia especial. Puesto que necesariamente nos proyectamos en la sociedad, y ésta es tanto reflejo nuestro como nosotros de ella, la organización de la convivencia es imprescindible para que podamos organizar nuestras vidas particulares. Si no existe un orden político, tampoco puede existir un orden ético; si no existe una justicia social, no puede existir la justicia individual, una vida buena, esto es, la vida feliz. Aristóteles prioriza de este modo la política a la ética. Es tema este a discutir: ¿La esfera ética mantiene una superioridad sobre la esfera política, o viceversa? Si no existe un orden político justo, con gran dificultad alguien podría encontrar su equilibrio interior, porque de entrada tiene en contra muchas cosas; pero si no existen hombres o mujeres justos, prudentes, íntegros, que asuman las funciones de gobierno y tomen las decisiones políticas difícilmente podríamos pensar que vivimos en una sociedad justa.

Los políticos son paradigmas de conducta, y lo son para bien o para mal. Un pirata o un tonto con poder condicionará una sociedad donde abunden los piratas y los tontos; lo mismo podemos decir si los dirigentes de esa sociedad, o los que aspiran a dirigirla, son macarrones, son ladrones, son pusilánimes, les falta un chispazo mental, son mentirosos, son enterados o tienen una determinada tara de carácter u otra. Los políticos deberían de ser personas realizadas, y digo esto en el convencimiento de que cualquier persona íntegra, intachable, con sobrados conocimientos, independientemente de las posiciones ideológicas que pudiera adoptar, siempre trabajaría para el bien general. Aristóteles era muy consciente de esta eventualidad, por eso proponía a Pericles como ejemplo de hombre prudente. La pregunta cae de por sí: Hoy, en España, ¿qué político de los que tenemos aguantaría la comparación con Pericles? ¿Podemos medir a alguno con el griego?
El pasado llama a la puerta y se hace presente. Ahora que quieren mermar, sino desterrar, la presencia de la filosofía en las aulas —y no me refiero sólo a la LOMCE, pues la cosa viene de antiguo—, ¿deberían los filósofos salir a la calle, o, por lo menos, asomarse al blog?
Al terminar este breve artículo oigo que sube de la calle cierta musiquilla. Abro la ventana y miro hacia abajo. Veo una cabra encaramada sobre una especie de podio, y un señor con bigotes y chaqueta de pana sacando sonidos, a fuer de manija, de un extraño artilugio; una señora ataviada con un vestido de faralaes tiende una pandereta vuelta del revés a los viandantes. Es el circo de la cabra, o eso parece.


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jueves, 17 de diciembre de 2015

LA SOMBRA DE ARTHUR

LA SOMBRA DE ARTHUR
ANTONIO SOTO



Recuerdo que hace unos años, en nuestra etapa de espartarios, acodados en la barra del bar El Convento (Lorca), enfrente de unas humosas manzanillas —¡ah, la bohéme— y a la espera de una lectura de poesía o tras la misma, Antonio Soto me comentó que llevaba entre manos un libro de poesía rompedor y me lo delineó en sus formas básicas. Pronto vino a adosarse el pesado de turno, por lo que tuvimos que pasar a hablar de otros temas, y ahí quedó la cosa. Ese libro, por aquellas fechas quizá en esbozo, recientemente ha visto la luz. Lleva por título La sombra de Arthur, y sobre él pretendo decir unas palabras.
Al sopesarlo, lo primero que llama mi atención es su título, ya que presenta una anfibología que supongo consciente. ¿Arthur tiene una sombra o Arthur es una sombra? Ambas interpretaciones caben según consideremos la preposición “de” como expresión de un genitivo subjetivo o, por el contrario, objetivo. Una primera y precipitada lectura posiblemente nos llevaría a decantarnos por su segundo significado, aunque si volvemos al libro con la intención de ahondarlo, tras su relectura, tampoco cabría desechar el primero: Arthur es una sombra, pero Arthur también tiene una sombra. Tal disemia estructural traspasará todo el poemario.
¿Por qué Arthur tiene una sombra? Porque Arthur puede ser el paradigma de cualquier ser humano y, en particular, de Antonio Soto; ahora bien, si todo ser humano tiene una sombra, Antonio Soto tiene su sombra; así, Arthur, como alter del poeta, muestra la sombra del poeta, por concomitancia reflejo a su vez de la sombra de toda la humanidad. Sin embargo, Arthur, ya desde el primer poema del libro, se nos muestra a sí mismo como sombra, y sombra viajera, nocturna, ávida de sangre y de belleza: Arthur también es una sombra. Constatada tal disemia, si conjugamos los dos posibles significados, vendremos a concluir que Arthur es una sombra que habla desde la sombra y muestra los aspectos nocturnos del ser humano, aquellos que nuestra consciencia rechaza, reduce y condena a los sótanos del inframundo, esto es, del inconsciente, sea éste individual o colectivo.


Supone el poemario una carga de profundidad, y pienso que con él Antonio Soto adquiere su madurez poética. Si en Lolitas o en Pubis Púber había explorado los misterios del eros y En aquellas islas del alma, premio “Armilla de Poesía”, con una emoción a flor de piel había enfrentado la muerte, en La sombra de Arthur, aunará eros y thánatos, el placer y el dolor, la vida que se quiere y se perpetúa así misma como conatus, aun en el hastío, con una pulsión de muerte estremecedora que conduce hasta el desgarro y la nihilidad. Fuerte es la carga del poemario, antítesis de contrarios enfrentados que, como única resolución posible, atiende al horizonte de la belleza, eso sí, una belleza pura a la vez que malversada, espléndida a la vez que tenebrosa.
Pero vayamos por partes. ¿Por qué son inocentes los animales? Entre las posibles respuestas, elijamos una, quizá aquella que se impone por evidente: Los animales son inocentes porque no son conscientes de su condena. Arthur sí lo es, y cuanto más se le intensifica esa consciencia, más le acrece en su interior la sensación de no poder escapar de la misma. Ya, de por sí, esto es horrible: No hay salida ni escapatoria de la condición de Arthur, y Arthur lo sabe. Tal condena a la que queda sometido no es otra que la de saberse arrojado a una cadena trófica donde para seguir viviendo debe otorgar la muerte, incluso la del ser bañado por la inocencia; pero hay más, a esa hambre o sed fundamental, se le suma una sexualidad irrefrenable que lo subyuga y esclaviza.
Hasta aquí, nada nuevo que no conozcamos. El sexo y el hambre, los dos impulsos básicos que traspasan a los animales, de los que ellos no son conscientes. Los seres humanos, sin embargo, en mayor o menor grado, sí son conscientes de los mismos; en Arthur se intensifica dicha consciencia hasta el paroxismo. Porque cualquier parangón que queramos establecer entre el ser humano y Arthur enseguida cede ante lo enorme. El sexo en los seres humanos, aun atávico, se puede deslindar de la función de dar la vida y plantearlo como disfrute; en Arthur, el sexo, aun como disfrute, no se puede deslindar de la certeza de la muerte. La condena de Arthur llega hasta una hipérbole que rebasa la cordura —y, en este sentido, la condición humana—, pues su sexualidad se tiñe de un impulso amoral y fundamentalmente lascivo que en su consumación pretende la destrucción total del objeto de su deseo. Así, ya en el primer poema del libro, el lector queda enfrentado con algo monstruoso, pues el sexo corre parejo con la sangre cuando nuestro protagonista hace el amor a dentelladas con la mujer que le ha dado la vida:

De lo más profundo del corazón
latía mi amor por la sangre.
Ella me invitaba a poseerla.
Desnuda en su lecho de muerte
aguardaba mis finas dentelladas.

La consumación de tal incesto será el preludio de una vorágine de sexo y de sangre, porque Arthur buscará saciar el deseo inextinguible que lo habita y buscará saciar su sed infinita en una espiral de soledad y de muerte. Vagará Arthur por las ciudades y los desiertos, llorará por Iona bajo las torres de Londres o suspirará por Gino en la Plaza de San Marcos en Venecia; desde las frías aguas de la bahía del Hudson arribará a Manhatam, pero también el viejo París a la orilla del Sena conocerá sus pasos; frecuentará suburbios, parques, tabernas, burdeles portuarios, callejas estrechas sin luz, bosques o desiertos en pos de la satisfacción de su deseo y de su hambre; islas del sur de bellas muchachas, monjitas del Piamonte o tibias escolares anunciando la primavera serán sus presas; bajo el cielo rojo de Arizona una muchacha en un sucio motel sabrá de su furtiva visita, pero también la vieja Bohemia en las riberas del Rhin le ofrecerá la sangre de adorables walkirias. Vagará por el orbe todo, insatisfecho, transido de amor, de hambre y de soledad.


Hurtado al amor, creciendo en él la consciencia de monstruo, por las noches, en los cementerios, se oirá su llanto, su queja desconsolada entre las pútridas tumbas: De noche, en los cementerios, lloro y me desespero aguardando el sueño que me fue vedado por extrañas fuerzas… Siente el hastío prolongado a lo largo de noches monótonas, sin posibilidad de luz o redención, expulsado de todo hábitat humano, extraño a la vida pero sin posibilidad de la vida: Mañana de nuevo la luz,/ y vuelta a los infiernos. A su soledad, se añade la fatiga —un poema comienza: Para mí nunca habrá descanso./ Frágiles aleteos se oyen en la noche./ Todos los paraísos duermen ahora…; otro, del siguiente modo: Nada de amor. Las estaciones/ tienen el rostro del desaliento…—, y, mientras, en su corazón deshabitado del amor, pena el amor: Decidme, ¿qué tengo que hacer con este corazón? Enfermo de amor cruza la vida con todos sus inviernos.
La sombra de Arthur es un libro fundamentalmente existencial que de forma implícita plantea una serie de preguntas perentorias acerca de la vida y la muerte, a las que se les añade la resolución poética que el autor les confiere. La angustia ante la propia existencia queda resaltada hasta lo salvaje y patético, sea en el eterno vagar, sea en el ansía de la propia extinción. La muerte para él vedada, consciente de su no vida, Arthur clama:

 Cuánta belleza se consume en mi pecho. Hay una mariposa en el cristal que late como un crepúsculo. Los días mueren pero no la memoria. ¿Hay una muerte peor que ésta?

Por eso envidia a los muertos que lentamente se disuelven en sus tumbas, a los que contempla como verdaderos dioses: Ellos duermen/ en sus lechos de terciopelo rojo/ indiferentes a los días y a las noches… Pero a la vez que envidia esa oscura suerte de los muertos, también denuncia la no menos oscura suerte de los vivos, las lacras de la humanidad:

Los hombres me odian… Sienten terror cuando oyen mi nombre… Y, sin embargo, ¡pobre bestias! Ellos son más sanguinarios… Son vengativos y envidiosos… son aves de rapiña, roban, violan… destruyen a sangre y fuego al contrario. Ninguna bestia es tan dañina como el hombre…

Entre tanta desolación, la única certeza que a sí misma se muestra es la belleza. Y, para Arthur, la única calma posible ante el pesar y la desesperación será la eterna y traumática persecución de esa belleza, para hacerla expirar entre sus propias manos, bajo colmillos sangrientos, como consumación de la propia búsqueda y como venganza. ¿Venganza? Sí, porque solamente a partir de la consciencia de la propia fealdad se puede tomar la resolución de dar muerte a todo aquello que es bello y en lo que atisban signos de pureza. Arthur, sombra viajera, ente apenas con cuerpo, predador nocturno, necesariamente elije como objeto de su deseo a un ser joven que eclosiona en flor. No lo olvidemos, Arthur es un vampiro, y pena de amor.


Búsqueda de sentido, pues, que es lo mismo que búsqueda de la verdad, que es lo mismo que búsqueda del amor. La originalidad del poemario consiste en que esta triple búsqueda se lleva a cabo desde el eje de la nocturnidad y de la sombra. Una de las víctimas pregunta al vampiro: ¿Es usted el maligno? Y la respuesta, a fuer de sincera, resulta tétrica y desconsoladora: No, tampoco soy el maligno. Mi mundo está lejos de él, como de Dios. Para que lo comprendas mejor, ni el uno ni el otro me dan cabida en sus reinos. Mi condena es vagar por el mundo sin otro fin que la soledad y mis ansias de ser como vosotros. Resultan tremendamente patéticas, por fútiles e imposibles, estas ansias por ser como un humano; un humano, sí, un ser débil, pero capaz de reír y alegrarse, de sentir la ternura y el afecto, de ser digno del amor y de la muerte. Sin embargo, a pesar de esta declaración, Arthur —digamos ahora la sombra de Arthur— resbala por el lado de lo luciferino; sólo así se puede entender la imprecación al innominable que encontramos en el poema XLV, y sólo así se entiende la definición, transida de tenebroso orgullo, que de sí mismo hace en el poema XXVIII. Es más, dicha soberbia luciferina se muestra con nitidez en otro poema, el XLVI, donde desde alturas celestes o de profundas tinieblas —cielo de sombra, cielo impostado—, sediento de sangre, el vampiro vigila y se cierne sobre el mundo: Soy la garra del águila/ que sobrevuela las gargantas,/ y mis alas me elevan/ hasta lo más alto del cielo. Por si fuera poco, como se delinea en el poema LII —y no creo forzar el texto—, Arthur, por oposición a lo satánico, se sabe una individualidad desgarrada, orgullosa, insomne y al acecho, vórtice de una luz tenebrosa; lo satánico —aquello que él desprecia—, en fiel contraste con su condición, no es más que la masa de lo torpe e inconsciente, un punto negro de estupidez insoportable. Imposibilitada la resolución crística entre lo luciferino y lo satánico, puesto que el estado vampírico la torna irresoluble, a lo largo de las páginas del poemario el lector comprobará cómo crece, anidada por la soberbia del espíritu, la condición del frío en ese ser, etéreo y corpóreo, sediento de sangre y lujuria, condenado a vagar sin término por los estratos más bajos del mundo intermedio.
Arthur es un vampiro que busca el sentido de su existencia, aquello por lo que él mismo puede ser verdadero, el lugar donde reconocerse y ser, la posibilidad de querer y ser querido. Pero la sombra tan sólo tiene la existencia de la sombra, por lo que tal búsqueda necesariamente ha de quedar frustrada, ¿o no? Este ha sido el empeño de Arthur: conquistar su existencia, disolverse como sombra, morir o vivir con una nueva vida a la que se pudiera llamar real, plena. Arthur ha insistido en ese empeño a lo largo de su vagar. Si ya en el poema II nos había advertido de su condena al perpetuo viaje, tal viaje concluirá en una huida definitiva de sí mismo, hacia el norte, hasta la inmensa noche polar de fríos glaciales. Ese viaje que comenzó en una recóndita selva, oscura y enmarañada, remota como el tiempo, terminará bajo la inmensa noche del polo:

Y se hizo el blanco y el silencio sobre la tierra. Allí, bajo la inmensa noche de los fríos glaciales me dispuse a dormir un largo sueño en aquel abrasador lecho de nieve.

Así termina este libro bellísimo, con un oxímoron precedido por una sonora sinestesia, quizá porque todo él no ha sido sino un oxímoron terrible. En el polo se intensifica el frío, que es lo mismo que decir que se intensifica la consciencia lúcida. Después de hacerse el silencio y el blanco, ya no es posible el color ni la palabra, porque el blanco contiene todos los colores y el silencio todas las palabras; después del clímax sólo cabe el silencio y el blanco, la albura total y silenciosa en la verticalidad abrasadora del polo donde se hace imposible toda sombra.
 Tras este final, a los lectores nos acosan las preguntas. En la noche vertical y absoluta del polo, ¿se disuelve la sombra individual en una gran sombra como el leve sueño en el sueño profundo? ¿Si la luz restallante en su esplendor resulta cegadora, no ocurrirá lo mismo, pero a la inversa, con la última noche, inmensamente azul y gélida? Por último: ¿Qué es la verdad? Antonio Soto eleva la respuesta desde la tarima de la sombra. El blanco toma la función de sustantivo y se iguala al silencio para formar una sinestesia. El silencio es blanco y el blanco es silencio, pero la nieve abrasa… ¿Tales expresiones aluden a una redención o a una eterna condena? ¿Se puede hacer consciente la sombra o la sombra inunda definitivamente la consciencia?


Nadie busque en La sombra de Arthur un remanso donde se espacie la paz en la dicha que supone cualquier lectura contemplativa, donde venga la ternura con su mano a acariciar levemente el corazón, porque no lo hallará. Quien se acerque a sus páginas encontrará más bien cierta incertidumbre e inquietud en su alma, una zozobra que le hará mirar hacia atrás de reojo, cuando de noche ande solo, sintiendo el frío y la niebla, por las calles de una ciudad anónima alejada de cualquier confort; acelerará el paso y, mientras las oscuras farolas proyecten su sombra sucesiva, quizá alcance a ver aparecer la otra sombra, aquella que no ha sido convocada. Oirá cómo arrecia el ulular del viento, sentirá cómo le atrapa una extraña ventisca, un frío intenso, cómo sus vísceras se conmueven y le deshabita cualquier posibilidad de firmeza. Extrañas flores se desprenderán entonces de árboles misteriosos porque la noche le ofrecerá la copa donde se mecen inquietas sus pesadillas.
Lo dicho sobre este poemario estremecedor, seguro que es demasiado poco. El lector avisado, sin embargo, encontrará en él secretos que yo no he sabido ver. Pero ésta ha sido mi lectura. Traigo el siguiente poema como compendio y colofón de la misma:

Hermosa juventud, tienes el alma cansada.
Y tú, noche, no me abandones nunca.
Ni el helado aliento de una tumba
es comparable al frío que tú me das.
Existencia, dime la hora de mi muerte.
Ya es tiempo que esta pesadilla termine.
Id, demonios, a la búsqueda de otra maldad.


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Jesús Cánovas Martínez©

jueves, 3 de diciembre de 2015

UNA DECISIÓN DE REFORMA: BLANCA LUZ

UNA DECISIÓN DE REFORMA: BLANCA LUZ.



Una noche cálida tomé un tren militar en la estación de Albacete, corría octubre del año 1981. Como lectura llevaba un libro de Herman Hess: Siddharta. A la noche siguiente, tras un día de asueto en Madrid, trasbordé a otro tren militar destino Pontevedra. Me dio tiempo a leer el libro, cambiar palabras con los compañeros reclutas y echar alguna cabezada. Desperté por Redondela, de amanecida. Pronto llegó el tren a Pontevedra. Unos soldados de la Vigilancia Militar a golpes de silbato hicieron que bajáramos los reclutas a toda prisa y, luego de formarnos en el andén, nos condujeron a unos autobuses cuyo destino era el C.I.R. nº 13 de Figueirido, a ocho kilómetros de la capital gallega, en la cima de un monte sembrado de rumorosos eucaliptos y añosos pinos.
En Figueirido hice mi período de recluta y, una vez concluido, allí me quedé de soldado. Supongo que como era licenciado en filosofía pura (en aquella época se denominaba así), y en algunos cuestionarios había puesto que, como destino, prefería ser jardinero y cuidar de plantas y matujos (resonaban en mí las lecturas de Rabrindanath Tagore) a organizador de tropa y cabecilla de asaltos, no sabían qué hacer conmigo. Tras una serie de avatares que en otro momento relataré y, como con certeza expresó un innumerable ciego, porque las leyes del azar son de hierro, me colocaron en la Sección de Personal a las órdenes del teniente Patiño. Fue un destino (el teniente Patiño era una buena persona) hasta cierto punto agradable, pero duró hasta que a toda la sección la metieron en el calabozo, el servidor incluido. A la salida de la vil prisión, y como castigo, a los integrantes de la denostada sección nos enviaron a Tropa. A mí me tocó la 5ª Compañía; como instructor de la misma y, pese a que no lo era, ejerciendo de cabo, terminé mis días de mili, ya corriendo noviembre de 1982.
Creo que no fui un buen soldado (en cualquier caso, tal circunstancia daría igual, puesto que cuanto más indisciplinado, gamberrete y pillo resultaba un soldado, más subía su consideración en los mandos). Me movían ciertas ideas para no serlo. Con veinticuatro años, acabada la licenciatura y con dos años de doctorado, tenía mis intereses puestos en realizar la tesis y opositar a profesor. Agotadas las prórrogas, tener que ir a la mili me partía el espinazo (y así resultó). Cuando fui a la Caja de Recluta con una desganada pregunta, las alternativas sobre mi destino militar resultaban claras: O me iba en octubre a Figueirido, o lo hacía en enero del año siguiente a Figueras. No había más (en aquella época el camino de la insumisión estaba poco transitado y ofrecía sus riesgos). Opté por Figuierido como mal menor, pues las fechas que encuadraban el período militar resultaban menos lesivas.
Aquel período de mili me trajo cosas buenas. Resaltaré dos: Conocí Galicia, tierra admirable y bella, y conocí la verdadera lealtad. En mi recuerdo siempre estarán aquellos paisajes de las Rías Bajas, la lluvia insistente, los paseos por la ribera del Lérez, el aroma de los eucaliptus movidos por el viento, los amaneceres y puestas de sol, las tazas de ribeiro, el pulpo a feira, los churrascos, Santiago, La Coruña, la pequeñina Pontevedra, Vigo. Y en cuanto a la lealtad, allí encontré amigos leales y ciertos que, aun con el paso del tiempo, llevo conmigo.
Pero no todo fue loable, y puestas las cosas en la balanza, ésta se inclina hacia un lado u otro según los determinados pesos que se pongan en sus platillos. También experimenté la bajeza humana, la traición, la humillación, la imbecilidad que supone lo que es absurdo. El choque con aquella realidad dura, impositiva y ciega, fue impactante, diría que traumático, porque mi mente no se amoldaba a las vivencias por las que tenía que pasar. Se me vinieron abajo muchas idealidades de repente; no digo esto como una justificación de mi posterior forma de actuar, sino como una realidad. Mi reacción fue visceral, pues ante tal estado de cosas, no se trataba tan sólo de aplicar la máxima de no salir voluntario ni para comer; por el contrario, había que escapar. Lo intenté y pasé por un tribunal médico que desestimó mis alegaciones; así las cosas, la única escapatoria posible resultaba la de la mente. Había que ponerla en otro sitio, y para ello venía en mi socorro un collarín (ya hablaré de él), el alcohol, las timbas, las escapadas del C.I.R. por un sumidero a mitad de la noche, las visitas furtivas a La Piedra. Llegó un momento que creía, y no sin razón, que me columpiaba en una cuerda floja, o caía sin remisión por una vertiente de vértigo que conducía hacía la depravación.
He sentido muchas veces la necesidad de expresar mis vivencias, las emociones que las acompañaban, las ideas que las movían, de forma poética. Sobre la altura de esos poemas, no me cabe a mí juzgar; quizá no merezcan la pena. Sé que el olvido se los tragará como se lo traga todo, pero eso ahora no importa: en su momento me sirvió escribirlos. Lo importante en nuestras vidas ocurre de repente, casi de forma sutil. Ya casi al final de la mili, opté por una decisión; le he sido fiel desde entonces. 


miércoles, 18 de noviembre de 2015

UN MUNDO FLOTANTE

UN MUNDO FLOTANTE





Mientras mis padres esperaban que se les concediera la casa que habían solicitado en la colonia ferroviaria de las Casas de la Renfe, vivimos con los abuelos en el nº 8 de la carretera de El Palmar, al mismo cruzar el paso a nivel, un poco más allá del bar La Campana, enfrente de las Casas del Bachilla y del camino de Santo Ángel. La carretera de El Palmar no era como lo es ahora y tenía su pequeño encanto; adoquinada y flanqueada por inmensos y rumorosos plátanos de sombra, en los veranos, al atardecer, salían las familias a sus anchas aceras para tomar el fresco que traía la brisa.
            Recuerdo la casa de mis abuelos —acostumbrado al cuchitril de las Casas Baratas de Lorca— como inmensamente grande. Era de techo alto y de espaciosas estancias. Tenía un gran vestíbulo conforme se entraba, con una habitación adosada a su izquierda que hacía las veces de dormitorio de mis abuelos. Tras el vestíbulo, separado por unas cristaleras, el salón-comedor; recuerdo la gran lámpara de caireles que lo presidía, la mesa de roble con patas que acababan en garras, los cuadros en las paredes con las fotos de mis abuelos y de sus hijos, y de los abuelos de sus hijos, esto es, de mis bisabuelos. Me llamaba la atención una foto en especial: la de mi bisabuelo Jesús, a quien no conocí, muerto prematuramente a la edad de cincuenta años. En sepia deslucido se mostraba un busto con el rostro algo lateralizado de un hombre fornido —había sido un gigante de dos metros de estatura—, joven, con un innegable aire de familia. Vestía un gabán a cuadros y calzaba pajarita al cuello, pero lo interesante y lo que verdaderamente llamaba mi atención era el inmenso bigote, rizado, a lo imperial, que lucía por encima de su labio superior. Se contaban de él unas cuantas anécdotas, no del todo halagüeñas; la más traída y llevada por la familia era la que hacía mención a las persecuciones, ya al final de su vida, que realizaba por la casa detrás de la mujer, menuda y escurridiza, que le había dado quince hijos —catorce hembras y un varón, mi abuelo— con un cuchillo de cocina en ristre. En la foto, sin embargo, su rostro era amable, casi a punto de estallar en benigna sonrisa; por él la familia emparentaba con el muy ilustre Cánovas del Castillo, de quien había sido sobrino. Adosado al salón, y contiguo al de mis abuelos, había otro cuarto: el dormitorio de mis padres, con una cama con dosel de bronce troquelado. Arrancaba del salón un largo pasillo que servía de nervio de comunicación con las otras estancias de la casa. A su derecha, conforme nos adentrábamos, se sucedían la cocina, con fogón y aljibe; un cuarto habilitado para que pudiésemos dormir mi hermano y yo; otro cuarto, con trastos viejos, entre los que me llamaba la atención el zafero con espejo donde se afeitaba mi abuelo; otro cuarto con más trastos y, al final, un último cuarto, colindante con el aseo, muy tétrico y oscuro, que daba a un antiguo huerto invadido por la hiedra y otras plantas trepadoras que tendían sus zarcillos y hacían sobresalir una gran cantidad de campánulas azules entre los limoneros. Aquel último cuarto tenía cierto halo de tristeza contenida, y mi hermano y yo, en nuestras correrías y registros, evitábamos entrar en él; pero era éste el que se le había asignado a mi hermana como dormitorio y ella contaba cosas que mejor es callar de momento. Al otro lado del pasillo que servía de comunicación con las habitaciones descritas, separado por unas cristaleras, se encontraba el patio, con el retrete en un lateral —un estrado espacioso con dos agujeros redondos sobre el pozo séptico, cuyas tapas de madera había que destapar antes de ponerse en cuclillas para realizar las necesidades de la humilde condición humana— y, al fondo del mismo, cabe la puerta que daba al huerto, los restos de lo que en otros tiempos podía haber sido un gallinero. Traspasado el patio, una pequeña senda llevaba hasta la cercana acequia que discurría entre los cañizos, rumorosa de agua.


Con el buen tiempo, esto es, casi siempre, los críos jugábamos por las calles enzarzados en inocentes juegos: el escondite, el churro, media manga, mangotero, el ajo picao, los lirones —cuando era época—; entretenidos en hacer bailar el trompo o con un tejo ganar a los bambúes, o a las chapas o las bolas. Frecuentemente, antes de que nuestras madres nos cazaran para la cena, adosábamos un abejorro a algún infeliz, por lo que la fiesta solía terminar en caneo; luego nos despedíamos contritos con la clara intención de reanudar los juegos al día siguiente.
En lo que a mí respecta, ir al jardín de Floridablanca, más allá del paso a nivel y El Rollo, era hazaña de los domingos. Mi madre solía llevarnos a los dos pequeños, a mi hermano y a mí, a la iglesia de El Carmen; luego de la misa venía el merecido asueto. Pero tengo que decir que antes de ir a aquellas misas en El Carmen habíamos ido a las de San Pío X, parroquia a la que por ubicación pertenecíamos. San Pío X, enfrente de La Innovadora y muy cerca de La Fesa —fábricas que los críos frecuentábamos para robar melones o lo que se terciara—, se hallaba entonces al borde mismo de los huertos de limoneros pues Murcia era una ciudad mucho más chica de lo que es ahora.
Andaba yo por los ocho años y mis progenitores estimaron —más mi madre que mi padre—  que era momento para que hiciera la primera comunión. Un día mi madre me vistió a lo guapo, me cogió de la mano y me llevó, presurosa, a la iglesia de San Pío X. Entré con ella en la sacristía donde nos recibió el párroco. Supongo que mi madre llevaba algún tipo de discurso preparado, por lo que sucedió a continuación. El párroco era un hombre mayor, vestía sotana y recuerdo en él una actitud muy displicente. Mi madre quería a toda costa que aquel mes de mayo yo hiciera la comunión, y le dijo al sacerdote que el niño —es decir, el servidor—se encontraba preparado y conocía los rudimentos de la fe y las enseñanzas del catecismo. El párroco aludía que era imposible que el niño hiciera la comunión ese año, pues no había asistido a la catequesis preparatoria y, por tanto, ignoraba lo básico de la fe. Pero mi madre insistía en que el niño tenía esos conocimientos y que si no lo había llevado a catequesis se debía a la circunstancia del reciente traslado de domicilio. Fue entonces cuando el párroco le hizo una pregunta inquisitorial:
—¿Cuánto llevan ustedes viviendo en Murcia?
Mi madre le respondió sin vacilar:
—Dos meses.
Y ese fue el momento cuando yo, que todo el tiempo había estado callado, intervine:
—No, mamá, te has equivocado, no son dos meses sino siete.
Me movía la buena voluntad, ante el lapsus de mi madre, estimé que, para bien, lo mejor era enmendar aquel error. Yo sabía que los niños no debían intervenir en las conversaciones de los mayores, pero aquel flagrante olvido ante solemne persona, pensé, se debía corregir para que quedara reforzada la autoridad de mi ascendiente. Dije, pues, aquella verdad como un templo y callé.
Siguieron hablando, pero la conversación duró poco más. Pronto el párroco nos despidió y, a mi parecer, sino a cajas destempladas, con cierta frialdad. No podía ser:
—El niño no está preparado para comulgar —dijo el sacerdote con cierta hinchazón en la mirada.


La vuelta a casa fue terrible, mi madre iba enfurruñada, sola con sus pensamientos, y no me dio la mano. No recuerdo lo que me dijo durante el camino de regreso, si es que me dijo algo, pero su actitud, tan diferente de cómo había sido a la ida, me confundió bastante. Como era muy ligera de manos, yo temía que en casa hiciera bailar la zapatilla. A su favor tengo que decir que mis temores no se confirmaron y no hubo zapatillazos, pero sí rapapolvo verbal.
—¡Cuántas veces te he dicho que los niños no deben intervenir en las conversaciones de los mayores! —me soltó la progenitora, ya en casa.
Y mi abuela le sirvió de refuerzo:
«Los niños no deben entrar en la conversación de los mayores». «Los niños deben estar callados». «Bla, bla, blá, bli, bli, blí... Bla, bla, blá, bli, bli, blí...». «¡Cuando hablan los mayores, los niños se callan!». « Bla, bla, blá, bli, bli, blí... Bla, bla, blá, bli, bli, blí...». ¡Qué cansinas!
Fundamentalmente, con apostillas de mal gusto, eso me recriminaban las dos, madre y abuela, pero yo no las reconocía; las veía como extrañas, transmutadas de repente en seres absurdos. Les faltaba estirarse de los pelos, y faltó poco. «¡Vaya con el cura!». «¡Con tantos sayales!». Y, en aquellas, se confesó mi madre a mi abuela. Le dijo que, tras mi intervención, los sofocos le iban y le venían y no sabía dónde meterse; en su vida había pasado tanta vergüenza.
La respuesta del párroco había sido inmediata a mis precisiones sobre las cuestiones temporales:
—Señora, en siete meses había tiempo suficiente para que el niño hubiera asistido a catequesis.
Me habían inculcado que los niños no debían intervenir cuando los mayores hablan, pero también me habían dicho que había que decir la verdad siempre, ¿en qué quedábamos? ¿Mi madre sentía vergüenza por la verdad? Y si la verdad debe prevalecer sobre la mentira, ¿qué había hecho mal para que reaccionaran, ella y mi abuela, de aquella manera? Mi padre, poco dado a trasegar con los curas, rio con ganas al enterarse de los términos en los que acabó la entrevista, que pasó a ser famosa durante un tiempo entre las comidillas familiares. ¿Las consecuencias? Mi madre dejó de asistir a las misas de san Pio X y, fervorosa, comenzó a decantarse por las de El Carmen.
No obstante, a pesar del affaire, mis progenitores no estaban dispuestos a cejar en el empeño de verme vestido de comunión aquel año, así que tiraron para Lorca con el fin de hablar con don José, el joven párroco de la iglesia de Cristo Rey, nuestra antigua parroquia. Don José fue amable; tan sólo les pidió una entrevista a solas conmigo. Me interrogó para sondear mis conocimientos bíblicos. Hizo que le recitara el Padrenuestro, el Ave María, la Salve, el Credo; me hizo preguntas sobre la historia sagrada, sobre la vida de Jesús; me preguntó sobre las cuestiones del catecismo:
—¿Cuáles son los enemigos del hombre?
—Los enemigos del hombre son tres: El demonio, el mundo y la carne.
—¿Qué son los pecados capitales?
—Los pecados capitales son los vicios a los que la naturaleza humana está principalmente inclinada, y se llaman capitales porque son capaces de generar otros pecados o vicios.
—¿Cuántos son?
—Los pecados capitales son siete: soberbia, avaricia, envidia, ira, lujuria, gula y pereza.
—¿Qué virtudes contrarrestan los pecados capitales?
—Los pecados capitales son vicios que se pueden contrarrestar cultivando sus virtudes correspondientes: Contra la soberbia, humildad; contra la avaricia, generosidad; contra la envidia, caridad; contra la ira, paciencia; contra la lujuria, castidad; contra la gula, templanza, y contra la pereza, diligencia.
Hablamos sobre el pecado, sobre la Iglesia, sobre la figura del Papa.
—Si el Papa peca, ¿se condena? —le pregunté a don José.
—Si se arrepiente, no.
—¿Pero y si no se arrepiente y muere en pecado mortal?
—¡Entonces sí!
Yo era muy preguntón. Vi la ocasión y asaeteé a preguntas al joven párroco; éste reía con frecuencia, pero no me dejó ninguna sin contestar.
Mi madre no mentía: Yo tenía conocimientos sobrados para hacer la primera comunión, aun sin pasar por catequesis. Don José se lo confirmó: «¡Ojalá que muchos adultos supieran lo que sabe el crío!». Y, mi madre, aquella frase pasó a exhibirla con cualquier motivo; se la recordaba a las vecinas, a la familia, a todo el que se le ponía a tiro: «Don José dice que el crío sabe más de religión que los adultos». Se sentía satisfecha de su hijo y paseaba su orgullo de madre sin rubor. Quedaba de este modo resarcida de la fatal entrevista.
Y yo me sentí feliz de hacer mi primera comunión en Lorca, la ciudad que yo quería y que tanto dolor me había costado dejar. Para aquel día mis padres compraron dos tortadas y unas cajas de refrescos y cervezas; el día anterior al evento la familia lo pasó haciendo pequeños bocadillos de atún, queso, anchoas, salchichón, chorizo, que después liábamos en fino papel. Todavía conservábamos la antigua casa, en el nº 5 de la calle Francisco Cayuela, y la fiesta se realizó allí, en mesas improvisadas con tablones y bancos de madera que mi padre sabría de dónde los trajo. Fue uno de los días más felices de mi vida. Recuerdo que cuando me confesé con don José, tuve que inventar algún pecado. Rascando en mi interior encontraba pocos de envergadura, así que, por si fuera cierto o no, confesé que había robado dos reales del bolso de mi madre y que había dicho palabrotos, aunque, ¡bueno!, cualquier cosa que fuera mala hizo las veces. Mi padre que creía en Dios, pero no en los curas —eso solía decir—, también se confesó. Preguntado por el joven sacerdote acerca de la razón por la cual no frecuentaba los sacramentos, le contestó que debido a su trabajo no tenía tiempo para ir a misa. Oír a mi padre, un hombre complejo y muy inteligente, comentar después aquella respuesta dándola por aceptable, me confundió; al igual que pocas semanas antes me había sentido confundido, cuando me debatí con dilemas y experimenté culpabilidad como consecuencia de una extemporánea intromisión en las conversaciones de los mayores.


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                                               Jesús Cánovas Martínez©


martes, 10 de noviembre de 2015

ANCHE SE AL BUIO (AUN A OSCURAS).

ANCHE SE AL BUIO (AUN A OSCURAS). Edición bilingüe.
DIONISIA GARCÍA




Todo el mundo sabe, aun a oscuras, que el tiempo tiene algo de ficticio, porque si lo pensamos detenidamente, los acontecimientos todos, por paradójico que nos pudiera parecer en una primera consideración, están sucediendo en el mismo momento. Para que nuestra consciencia ordinaria de vigilia los registre, los identifique y comprenda, se hace necesario su desglose, su sucesión; sin embargo, a poco que apliquemos nuestro análisis, comprobaremos que esta sucesión es ilusoria. Hay graves rupturas, tremendos corrimientos, hiatos insalvables de un acontecimiento a otro, y aunque parece que estos se siguen como perseguidos, deberemos concluir que no es así. Todo está sucediendo en el mismo momento, y el aparente paso nos recuerda que aquello que sucedió en un remoto pasado es ahora cuando sucede, y que lo pasado y el mismo paso se nos hacen presentes de forma vívida, núbiles en el instante en que se ofrecen.
Sale el caminante y va hacia algún sitio, pongamos por ejemplo, y en su deambular por las calles de la ciudad contempla el primer brote de la primavera en un árbol ofrecido, y sigue caminando, se encuentra con un amigo y los dos hablan acerca de una próxima excursión que proyectan para el fin de semana, y sigue caminando, luego entra en una tienda y compra un artículo, sale y sigue caminando, mira el cielo, las calles, las caras de las gentes, se fija en el tornasol de la luz sobre algún escaparate, como un fogonazo le deslumbra y siente la gracia al pasar de unas muchachas, y sigue caminando; otro encuentro, un compañero de trabajo con el que habla sobre un tema, nada de particular, y sigue caminando, a veces siente tristeza, otras alegría, y sigue caminando, sigue caminando y de repente se encuentra en las afueras de la ciudad, por los caminos ignotos, frecuenta las veredas, ve pasar amenos los regatos del agua, desfilan ante su vista las fochas entre los cañares del río, y camina y camina...

He pasado los montes y las huertas,
también la tierra yerma y los gredales.
En ello estoy y allano la fatiga.

Es un hecho constatado que el caminante no camina solo: camina consigo mismo, esto es, camina con una multiplicidad de voces y miradas que van con él, y en él, y por él toman cuerpo, sentido. Porque el caminante camina con sus ideas, con sus emociones, con sus anhelos, con sus esperanzas y desesperanzas, que son las ideas, las emociones, los anhelos, las esperanzas y desesperanzas de toda la humanidad. Por eso, la paradoja: el caminante solitario, no es un solitario. Lo acompañan multitud de gestos, de palabras; lo acompañan los otros, los que fueron, los que son, y constantemente hablan y le hablan: en él, dentro de él, por él. Los espejos constatan la propia realidad de los espejos, tersos, y por sus imágenes discurren y destellan los unos en los otros; especulan callados y sonoros entre sus láminas; vuelven y se devuelven entre sí un eco, resonante, como un envite, a modo de palabra perdida. El caminante dialoga consigo mismo que es como dialogar con el mundo todo, porque el mundo todo en él vive, y en él toma referencia y se concreta. Es así. El caminante pasa bajo la luz que el sol dora; se sabe paso, mirada transitoria sobre el mundo, pero ese mundo especular y fluctuante no podría ser tránsito si el caminante no lo transitara, si a este no le afluyera a sus ojos. El caminante constata el suceder de las horas y los días, que son como el suceder de las calles, las plazas, los huertos, las tierras baldías o yermas o aquellas otras de frondosa verdura. Y se llena el caminante de preguntas, tal vez de respuestas, de respuestas solas, sin preguntas ya, porque estas últimas se han hecho innecesarias.
¿Hacia dónde se dirige el caminante? Aun a oscuras sabe que se persigue a sí mismo en pos de una meta diferida, y también sabe que todo lo que le ha sucedido, aun en su continuidad, solo tiene la hilazón de su propia mirada. Entre un acontecimiento y otro inmediatamente posterior constata un hiato portentoso, porque excluida la apariencia, su mirada es discontinua: el cielo que ve el caminante es un mismo cielo, aunque le recordaba otro; un mismo azul es el azul remoto, acontecido en un ayer, mas ahora recuperado en el único presente. Y es entonces que en su pecho le anida una punzada de extranjería. Su existencia, durante ese tránsito incesante, es vicaria, y así la percibe; el camino, su existir, solo existe en cuanto lo registra: caminante y camino son lo mismo, pero no son lo mismo.


Dionisia García sabe del camino, y sabe, tal vez como Kavafis, que el viaje no apunta a ninguna añorada Ítaca como fin, sino al viaje mismo, el laberinto acontecido de los mares y las islas, los puertos que se suceden, el resplandor de velas en lontananza, los interminables eslabones de una cadena férrea de días y de años; calles y más calles de una ciudad insomne, con niebla, oscura, y aun así, luminosa, porque el viajero no camina sino desde sí mismo hacia sí mismo, desde su centro hasta su centro, y este centro es inmóvil, pleno, permanencia en el Ser:

Luminosa mañana. Nada teme al olvido.
Yo celebro con ella la fiesta de las calles.
Poco más tengo cierto en esta vida breve
que comenzó otro día de hace ya muchos años.

Así comienza el primer poema de la obra, Mientras conmigo voy. La oscuridad que nos presenta Dionisia, esa niebla de preguntas en la que ella anda, se nos revela como una oscuridad luminosa de mañana, una celebración de la luz en su propio acontecer. No hay tiniebla si esta no es radiante, y los tientos del deambular de la poeta son los tientos de la misma luz que se busca a sí misma:

Me preguntas si creo, si busco otras verdades.
Aquí estoy viendo el mundo. Camino sin respuestas,
a la buena de Dios, que no es tan mala cosa.

Dios, el Dios que busca Dionisia, esto es, el Dios que busca el caminante, es un Dios viajero. Está en la luz que ilumina el mundo, no allende la luz ni al final del camino. Es el Dios que provee la dicha de vivir, que es la del caminar. Es este un Dios que acompaña sin preguntas, sin respuestas; está, simplemente está. Y camina con el caminante que lo busca aun a oscuras. Es esta la razón por la cual el título del poemario podría ser engañoso para un lector poco atento; la oscuridad es paradójica, diría que antinómica, porque a oscuras el caminante camina a la buena de Dios, y esto no es poco, no es mala cosa. La oscuridad se resuelve en presencia, en inmediatez que oculta a Aquel mismo que acompaña a la poeta. Dios acompaña: está ahí en cada gesto, en cada pliegue de la luz. Pero la luz no se atrapa, la luz no se abarca, aquí la paradoja:

Porque al final vences Tú, y aun a oscuras,
acompaña tu ausencia.

¿Cómo puede acompañar la ausencia? Pues sí, acompaña, porque esta ausencia no es una ausencia abstracta, una ausencia de no ser, sino que es ausencia de Dios, que es como decir su Presencia, porque Dios es el que abarca, y como tal, no puede ser abarcado. La percepción del caminante que lo busca es de ausencia, pero cuanto más crece esa impresión, más crece la presencia de Dios. Presencia y ausencia —ecos de san Juan de la Cruz—; Deus absconditus y lejano, y, en cuanto más lejano, más cercano: La luz del día lo certifica siempre ahí. Dios arde en el día, pero los ojos quedan cegados para verlo, pues se deslumbran por la propia luz que de Él irradia:

Dios llega, no lo he visto,
y sé que ardió el presente de sus ojos.

 El caminante registra en sus ojos aquello que acontece, el gesto fugaz de esa luz de amanecida, las luces moradas del crepúsculo, el acontecer radiante del mediodía, la opacidad bruta de los cuerpos, su falta de transparencia, y el paso, aun a oscuras, en la niebla, el transito siempre en fuga hacia ese antes que se convierte en después y termina él también por desaparecer como impresión de la retina, pero no de la memoria.

Pasajeros de un único trayecto,
buscando en los espejos nuestra imagen perdida,
y encontrada también,
porque ya no es posible estar en las afueras.

 Porque la memoria fija, constata, recrea: pone un punto de permanencia allí donde la fugacidad había impuesto su reinado. Cede la niebla al transitar por ella. Sin embargo, la memoria no es de este mundo, no del mundo de los sentidos, sino del otro, de aquel que trasciende a los sentidos. Y por la memoria se recupera el pasado, lo que fue, por ella se sabe que lo que ha sido es y permanece, no de alguna manera, sino fijado fuera del tiempo, evadido de la temporalidad, esa que fue sombra que todo lo diluye.

  
…el corazón se adentra y busca en el recuerdo,
porque ya mi destino es volver la cabeza,
unir el trazo cierto de una pasión andada,
saber que nada llega si el mirar es sombrío.



En Anche se al buio (Aun a oscuras) queda subrayado con especial fuerza el carácter vicario de la existencia humana, la percepción que Dionisia García tiene del mismo. Con un ahondamiento de su mirada la poeta lo siente, y así lo tematiza, como símbolo o analogía pendiente de una resolución de sentido, cuyo carácter fundamental no es sino su propia transitoriedad. El poemario revela de forma sorprendente esta verdad: Lo que acontece, esos acontecimientos sucedidos inmediatamente por otros acontecimientos, no poseen nada en común, salvo el caminante y su mirada, esa que los registra de forma más o menos intensa, de forma más o menos oscura, como vividos o sucedidos. La metáfora, pues, está servida, y la paradoja, y la resolución de esta paradoja. Un tiempo ficticio que se registra en la mirada del caminante y pasa sin pasar, se resuelve cuando esta mirada se eleva y con ella eleva la misma temporalidad hacia el instante que no pasa, que no deviene. Hay niebla en este poemario; una niebla que se efunde, que envuelve, que cobra fuerza, aliento, vida, y termina por desgarrar y disolver cualquier tipo de preconcepción. La zozobra irá pareja a la búsqueda, a la confesión de la nesciencia, y aun así el ímpetu llevará a la pregunta o a la respuesta pura sin pregunta. La plenitud queda diferida, y no obstante se vivencia en el instante como única posibilidad, pues es el solo instante lo que catapulta a lo eterno.
¿Acaso un premio literario puede añadir o quitar algo a un poemario? Pienso que no, no puede; en todo caso lo que sí puede es añadir o quitar algo al propio jurado del premio, ya que es este el que otorga o niega las mercedes. Por eso, a los que llevamos años en esto de la poesía, no nos extraña que Anche se al buio en su momento no ganara el Premio Nacional de Poesía. Da igual, ellos se lo coman: justo por no haber ganado aquel premio el poemario resplandece por sí mismo.



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