domingo, 25 de septiembre de 2016

SOBRE LA DIGNIDAD

SOBRE LA DIGNIDAD




 “… Y, con frecuencia, los amigos del señorito Iván requerían a Paco, el Bajo, para cobrar algún pájaro perdiz alicorto y, en tales casos, se desentendían de las tertulias posbatida y de las disputas con los secretarios vecinos, y se iban tras él, para verle desenvolverse, y, una vez que Paco se veía rodeado de la flor y nata de las escopetas, decía, ufanándose de su papel, ¿dónde pegó el pelotazo, vamos a ver?, y ellos, el Subsecretario, o el Embajador, o el Ministro, aquí tienes la plumas, Paco, y Paco, el Bajo, ¿qué dirección llevaba, vamos a ver?, y el que fuera, la del jaral, Paco, tal que así, sirgada contra el jaral, y Paco, ¿venía sola, apareada o en barra, vamos a ver?, y el que fuera, dos entraban, Paco, ahora que lo dices, la pareja, y el señorito Iván miraba a sus invitados con sorna y señalaba con la barbilla a Paco, el Bajo, como diciendo, ¿qué os decía yo?, y, acto seguido, Paco, el Bajo, se acuclillaba, olfateaba con insistencia el terreno, dos metros alrededor del pelotazo y murmuraba, por aquí se arrancó, y, seguía el rastro durante varios metros…”

Inolvidable texto de la novela “Los santos inocentes” de Miguel Delibes, e inolvidable e impactante escena la de la película homónima de Mario Camus, genialmente interpretada por Alfredo Landa, en el papel de Paco “el Bajo”, y Juan Diego, en el papel del “señorito Iván”, donde el tema de la dignidad de la persona queda planteado con especial crudeza. Delibes, y así lo refleja la película, contrapone de forma brutal, antitética y sin posible solución, dos mundos, el de los señoritos y el de los lacayos; importa poco la calidad moral intrínseca de las personas, éstas son consideradas y obtienen su cualificación por su pertenencia a uno u otro mundo, y esto en razón de su nacimiento. Paco, “el Bajo”, y los suyos descienden a una condición infrahumana, donde su ser de personas les va a ser negado de forma flagrante y ofensiva por el otro grupo, el del señorito Iván y sus afines… A Paco, Régula, su mujer, Nieves, “la niña chica”, Quince, Azarías —inmejorable la interpretación de Paco Rabal—, personaje que representa la inocencia pura, no se les reconoce la dignidad, no se les reconoce su ser como personas; se les infravalora por el contrario, y, en consecuencia, se les humilla. Y esto nos conduce a nuestro tema, ¿qué es la dignidad? O, si se quiere, podríamos proponer otra pregunta: una persona, por el mero hecho de serlo, ¿es digna?, ¿hasta qué punto la dignidad es un atributo esencial de la persona?
Si echamos mano de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, ya en su Preámbulo, el primer “Considerando” nos resulta revelador al establecer lo siguiente: “Considerando que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana…” Tal principio se reafirma de manera contundente en el Artículo 1, al expresar: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.” No está demás, dado los tiempos que corren, recordar este tipo de principios y proclamaciones, pues si en algo ha contribuido nuestra civilización occidental al desarrollo moral de la humanidad ha sido con la plasmación de la Carta Magna de los derechos humanos, que no es poco.

Comprobamos que la dignidad aparece en la Declaración como un atributo fundamental de la persona, a la que se le otorga igual status que a la racionalidad o posibilidad de consciencia (rasgos por antonomasia definitorios de lo humano), hasta el punto que no podríamos considerar a nadie persona sino fuera digna. La dignidad, por tanto, no es un adorno a modo de añadido, sino que está de tal forma enraizada en la persona que forma parte de su entramado estructural. Por eso, desde lo antropológico, se puede entender lo social. Así, la dignidad aparece, a su vez, como la posibilidad del ejercicio de la misma libertad, de la justicia y la paz. Y es como si estas tres posibilidades (libertad, justicia y paz) dejaran de dormir en el baúl de las ilusiones y pasaran a ser realidades efectivas en los intercambios de la convivencia, si previamente queda admitido que el ser humano es portador de una dignidad insoslayable; si así no ocurriera, sencillamente no sería posible la tríada enunciada, bien entendido que la libertad en ejercicio, la justicia “de facto” y la paz social se autoimplican mutuamente. Más aún, descansando en la dignidad (en principio, el valor “per se” y la capacidad de merecimiento del ser humano), se sostienen el resto de los derechos y valores de los que éste es portador. Podríamos decir que los hombres somos iguales en derechos porque somos igualmente dignos como personas, y, como somos dignos e iguales, debemos comportarnos como hermanos, de esta manera, bajo la enseña de la fraternidad, puede surgir la paz entre los pueblos. Pero no hay nada nuevo bajo el sol, al fin y al cabo —y sin entrar en otras profundidades— estas consideraciones nos recuerdan la triple divisa de los ilustrados, eje sobre el que gravita la organización de la sociedad civil de nuestro mundo occidental: la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad.
Antes de seguir adelante, y puesto que hemos recabado la Declaración de los Derechos Humanos para apoyarnos en nuestra consideración sobre la dignidad humana, deberíamos aclarar las dos acepciones en que se toma ahí la palabra libertad y su consiguiente relación con la dignidad, en el Preámbulo y en el Artículo 1 citados más arriba. El primer “Considerando” toma la palabra libertad en el sentido de “libertad en la polis”, es decir, como la posibilidad de las “libertades externas”, sea en la realización de las elecciones tomadas, o en los ámbitos que, las fomenten o faciliten, se pueden llevar a cabo tales elecciones, las de libre asociación, libertad de prensa, libertad religiosa, libertad política, etc. Sin embargo, la palabra libertad en al Artículo 1 posee un sentido ontológico, alude a un carácter fundamental de la estructura del ser humano, y es entendida, de este modo, como libertad interior, intrínseca, psicológica, como algo íntimo y consustancial a su ser. En esta su segunda acepción la libertad se puede referir a la dignidad como principio de la misma: el hombre no podría ser digno (no podría merecer) si no fuera libre; por lo mismo, también puede ser indigno, si pervierte el uso de la libertad. Pero diciéndolo todo, y cerrando con ello un círculo, para que esta libertad sea efectiva, hay que ejercitarla, lo cual nos remite a su primera acepción. (En un futuro tengo la intención de abordar el tema de la libertad con más detenimiento.)
Habida cuenta de su importancia, volvemos, pues, a nuestra pregunta inicial: ¿qué es la dignidad?, ¿por qué tenemos en tan alta estima nuestra dignidad y estamos pronto a enfadarnos si se nos hiere en tal condición, pues es cierto que nadie quiere ser instrumentalizado en aras de los intereses de otro, ni humillado, ni rebajado, ni sometido a cualquier tipo de escarnio? Kant, en lo referente al tema que estamos tratando, definía al hombre como un “fin en sí mismo”, no como un medio. Pues, bien, en esto mismo consiste la dignidad del ser humano: en la valoración personal, íntima, de su propio ser, en la valoración que merece por el mero hecho de ser persona. El hombre, por su dignidad, posee un rango superior al resto de los seres del mundo, hasta el punto que no se le puede utilizar sin más; es merecedor de respeto, en definitiva, posee un valor.

¿Y qué es tener valor? Poder responder de la propia acción; poder responder de sí mismo. Quien es capaz de dar una respuesta de lo que hace, es libre, y, porque es libre, es responsable; pero cuando se responde de sí, se es digno, pues no responde por otro o desde otro, sino desde sí mismo. Esta reflexión nos lleva a precisar el hecho de que la dignidad no sólo implica la consideración que los otros deben a una persona, sino también la consideración que esa persona se debe a sí misma como fin, como acreedora de valor por el hecho de serlo. ¿En qué sentido? En el sentido que responde de sus actos y de sí mismo; no es otra cosa la responsabilidad. Y, una vez más, aparece la conexión de la dignidad con la libertad.
Sin embargo, al tratar este tema, hablamos también de otro concepto inextricablemente relacionado con el mismo: el de persona. Dignificar, en principio, consiste en tratar a alguien como persona. Ya sabemos que esto implica el respeto que los otros deben a libertad de alguien, y el respeto que cada cual se debe a sí mismo en cuanto ser libre, pero ¿qué es ser persona? Desde su sentido etimológico (“prosopon”, del griego, máscara, o “per-sonare”, del latín, lo que hace sonar), este concepto ha sufrido una serie de mutaciones; así desde una consideración externa, meramente social, se ha deslizado hacia un significado ontológico, fundamental; desde la imagen o rol, papel social que alguien desempeña y por el que se le considera en el teatro del mundo, hasta la designación de su esencia, ser en el que descansan las atribuciones de la racionalidad, la conciencia, la libertad, la dignidad, la identidad, la mismidad de su ser. De este modo, la persona, en la definición clásica de Boecio pasa a considerarse una sustancia individual de naturaleza racional (“naturae rationalis individua substantia”) Es una susbstancia individual, porque no susbsiste por otros, sino por sí misma, por lo que es independiente y autónoma: en ella descansa la posibilidad de la elección de su propia orientación en el mundo, su autorresponsabilidad. Posee, por lo mismo, un carácter de singularidad e irrepetibilidad, de intransferibilidad, como el del carnet de identidad. Y su naturaleza es racional, porque su atribución únicamente queda referida a los seres racionales. Lógicamente, la precisión y análisis de este concepto, nos llevaría a desarrollos más amplios, pero para lo que a nosotros importa basta con lo dicho, pues nos permite entender por qué la dignidad es un atributo esencial de la persona. Y, por lo expuesto, hay un paso a pensar que digno es quien merece ser exaltado, quien tiene un carácter de excelencia, de realce; quien posee decoro, gravedad en su comportamiento, quien ostenta un cargo de especial relevancia.

Que la dignidad personal es el soporte de la ética aparece como indudable si afinamos un poco más nuestro análisis. Si rescatamos los caracteres de libertad y racionalidad de la persona y los relacionamos con la dignidad, vemos que éstos se hacen efectivos cuando la persona pasa a ser dueña de su actuación y orienta su vida en orden a los valores que ha elegido. Por esto mismo los derechos humanos son la explicitación o concreción de la dignidad, hasta el punto que han de constituir los motivos a la vez que finalidades de toda actuación. Dicho claramente: porque es digno, el hombre es acreedor de derechos. Por otra parte, si el ser humano queda constituido por una integración de niveles (físico, psíquico y espiritual), sus derechos deben hacer alusión a estos mismos niveles, en los que se enraízan y fundamentan, y a los que explicitan y permiten su expansión, desenvolvimiento y realización. Como ser vivo, el hombre tiene derecho a la vida, a su integridad física, a disponer de los bienes necesarios para llevar a cabo su existencia. Pero podemos ir ascendiendo en la escala de sus derechos y precisar que también tiene derecho a su seguridad personal, a la inviolabilidad de su intimidad, a un trato respetuoso e igualitario con sus semejantes, al derecho a asociarse, al de recibir educación, al de participación en la vida cultural y cívica. Y también, subiendo otro nivel, el hombre tiene derecho a buscar la verdad, el bien y la belleza; tiene derecho a desarrollar su dimensión espiritual y religiosa. Derechos que así deben, o deberían, recoger las Constituciones de los diversos Estados.
¿Por qué se es digno? ¿En qué se puede fundamentar nuestra dignidad, en qué descansa? ¿De dónde nos viene este carácter, este don? La dignidad se presenta como un hecho, como algo constitutivo de la persona, pero, reitero la pregunta: ¿por qué somos personas?, y, más concretamente, ¿por qué razón somos dignos? Llegamos así a nuestra última reflexión sobre este tema. Considerado el hombre en la soledad de su finitud, resulta un ser patético y sobrecogedor, algo así como el acorde de un violín tristísimo que parte el aire quieto de la noche. Fundamentar en el propio hombre los valores que porta sería enclaustrarlos en la finitud, y, en consecuencia, sería contradictorio seguir manteniendo la universalidad de los mismos; a la postre, por finitos, serían imposibles, un vago sueño de la razón, una vaga ilusión que se desvanece pronta como el humo: nuestros valores, aquello que tenemos en más alta estima, estarían heridos por la muerte, y, la dignidad, como todo aquello que queramos predicar de la persona, serían valores absurdos. Si somos dignos, si de verdad somos dignos, tan sólo puede ser por el hecho de que la dignidad nos trasciende; se arraiga en nosotros, y aun así nos trasciende y convierte, de este modo, en algo absoluto, en algo que vale por sí mismo. En consecuencia: Si un hombre vale por sí mismo, si no es intercambiable por otro, si no se le puede someter por la fuerza, ni es sustituible, esto sólo puede ocurrir (y ahora viene algo importante: una transposición del discurso filosófico al teológico), porque es imagen de Dios. Por imagen divina, el hombre vale por sí mismo. La dignidad humana, en el mejor de los sentidos que podemos entenderla, nos remite a una filiación divina, pues sólo puede responder a un reflejo del amor de Dios. Como tal reflejo nos traspasa y nos trasciende. En un plano meramente horizontal, nos la debemos a nosotros mismos y a nuestros semejantes; no obstante, considerada en el plano vertical, puesto que la recibimos de Dios, tenemos la obligación de trasmitirla a los seres irracionales (es fácil ver en nuestras mascotas tal reflejo) e incluso inertes; de este modo la naturaleza toda queda dignifica por el amor divino. Así que, si el hombre es digno, Dios merece adoración porque, por su amor, es la fuente de la dignidad; la naturaleza toda, a su vez, por quedar dignificada, es deudora de respeto según la jerarquía de sus órdenes.


Todos los derechos reservados
Jesús Cánovas Martínez©
Filósofo y poeta

jueves, 15 de septiembre de 2016

MI HIJA Y LA ÓPERA

MI HIJA Y LA ÓPERA
JOSÉ ANTONIO FRUTOS ROMERO
EDITORIAL DÉDALO



Ya en el inicio se encuentra un párrafo con el cual se capta la atención del lector y le deja atisbar un drama acontecido, quizá una tragedia difícil de nominar:

Todavía no había cumplido los veintiocho, aunque, por los acontecimientos sucedidos en la última semana, su rostro había envejecido tanto que podría haber pasado por un hombre dos décadas mayor.

Mi hija y la ópera, novela que supone el debut en el mundo literario de José Antonio Frutos Romero, nos relata la historia de un hombre atormentado, Andrés Rosique, cuya vida inesperadamente da un giro de 180º cuando parecía que había alcanzado un culmen de satisfacción y realización personal. Un extraño accidente, cuyas circunstancias no quedan del todo aclaradas hasta el final de la novela, siega la vida de su joven esposa, Patricia, y de su hija de dos años, Susana. Tras el accidente el protagonista sufre un episodio de enajenación que, literalmente, le llevará a perder la cabeza; Andrés Rosique deseará morir y deseará dar muerte, y el demonio de la ira saldrá de su interior de manera delirante. Durante una semana vagará sin rumbo por los barrios marginales de Cartagena, y vagará por las poblaciones y campos aledaños. Un hombre desesperado, emocionalmente trastornado, apenas controla sus actos. Durante su vagar, Andrés Rosique cometerá una serie de acciones de cuyas consecuencias, aun con el posterior arrepentimiento, nunca podrá zafarse, porque hay acciones que en sí mismas impiden el retorno a la paz; dichas consecuencias gravitaran en lo sucesivo a lo largo del resto de su vida. Venderá la mansión que posee en una zona residencial de Cartagena y se irá a vivir a Calasparra, cerca del Santuario de la Virgen de la Esperanza, donde las masas boscosas de pinos supondrán el remanso que necesita para perderse y olvidarse del mundo; desatenderá el próspero negocio que regenta y lo malvenderá a una competencia ruin y ambiciosa. Pocos serán los amigos que frecuenten su casa y su vida naufragará entre la soledad, los sentimientos de culpa, el amor a la esposa e hija fallecidas, y los atisbos y añoranza de lo que podría haber sido una vida mejor, una vida feliz. Sin embargo, Andrés Rosique, de quien no puede huir es de sí mismo. En su retiro pronto será conocido como El Leñador, y algunas de estas gentes calasparreñas, menos dadas a eufemismos tranquilizadores, utilizaran otro apelativo para designarlo: El Loco.
En su naufragio personal, el protagonista arrastrará a su hija menor, Violeta, a la sazón de seis meses de edad cuando se desencadena la tragedia. Violeta no heredará la belleza de su madre ni se parecerá a su hermana, una princesita rubia de ojos azules; por el contrario, desde su nacimiento quedará marcada por un hemanginoma capilar congénito, una mancha de vino. A esto sumará una salud delicada, un temperamento que se apunta difícil y la fealdad física; el autor de la novela hace de ella el siguiente retrato:

Según transcurrían las semanas, a la pequeña de la casa se le fueron arqueando las cejas, el mentón parecía hundirse desalineando la mandíbula por su lado superior y la nariz asomaba con singular prominencia desproporcionando aún más las facciones. Aunque quizás, e independientemente de su mancha en el rostro, su rasgo más peculiar era el de su irascibilidad. Lloraba o gritaba la mayor parte del tiempo que permanecía despierta, caprichosa e inquieta, difícil era el momento que parecía estar cómoda.

Violeta no ha nacido, pues, con una dotación apropiada para que su vida transcurra por un camino sin altibajos franqueado por árboles fáciles a la sorpresa del fruto y del goce; el equipaje que porta, por el contrario, ya en la misma línea de salida, es tan lastimoso que en el mejor de los casos puede mover a compasión. Y a este equipaje habrá que añadirle la circunstancia de la soledad. El padre, en un primer momento, aun de manera larvada, la odiará, ya que inconscientemente la culpará de su desgracia. Pero ese extraño y difuso odio pronto será trastocado por un amor sin reservas; un amor protector, de padre, indeleble, un amor que Andrés Rosique volcará de manera incondicional en ese ser débil y necesitado: Violeta, su hija.


Llegados a este punto podemos entender la mitad del título de la novela; el resto no será difícil si consideramos que a Andrés Rosique lo moverá, aparte de la que siente por su hija, otra pasión: la ópera. Su hija y la ópera, sus únicas motivaciones para vivir como así confiesa en un momento dado, pasiones que se convertirán en sentido con el que embellecer el mundo, fuerza con la que sublimar la monotonía de los días que se suceden y convertirlos en celebración.
 Un huérfano de madre, que desde su infancia ha trabajado duramente al lado del padre, un hombre práctico y poco dado a devaneos idealistas o poéticos —La vida es dura, así que ve aprendiendo, que yo a tu edad ya fumaba y me iba de putas, le contesta el progenitor cuando Andrés niño le comenta la humillación que ha sufrido en el colegio por unos compañeros—, en principio tiene pocas oportunidades de acercarse al mundo de la ópera. Acontecerá que el joven Andrés Rosique, como cualquier joven de su generación, sentirá una irrefrenable atracción por el rock. Muy pronto aprenderá a tocar la guitarra y con unos ahorros se hará con un piano de mesa de segunda mano. A pesar del poco tiempo libre de que dispone, de manera autodidacta aprenderá algo más que los rudimentos de la música, hasta el punto que con dos amigos terminará por formar un pequeño grupo, Los Prohibidos. Andrés compone canciones; no suenan mal, así que animado por los amigos decidirá actuar en un local. No contaba con que le tomaría el miedo escénico, y lo que se atisbaba como halagüeño triunfo terminará en un rotundo fracaso frente a la mujer que ama, Teresa.
El tiempo sigue su decurso. Aun independizado de la férula del padre, Andrés Rosique se convertirá en la mano derecha con la que su progenitor levantará un pequeño imperio de tiendas de informática. Triunfador en los negocios, fracasado en el amor, la soledad crecerá en su alma de forma paralela a su adicción por el whisky. Sin embargo, la música, a modo de jardín cerrado, seguirá siendo para él su secreto refugio, y del gusto por el rock imperceptiblemente se deslizarán sus gustos hacia los autores clásicos, más tarde a la ópera.
Una tarde de finales de verano, en la heladería donde al terminar la jornada suele tomarse unos whiskys, queda deslumbrado por la belleza de una mujer:

Ella, sabedora de su belleza y de la expectación que levantaba, aderezaba sus miradas con innegable coquetería, como si, cruelmente, quisiera jugar con todo aquel que tuviera la suerte de recibirlas. Andrés pensó que no valdría la pena perder el tiempo admirándola, cuando, sin querer, volvió a dirigir los ojos a la mesa; ella, preguntándose qué haría un tipo joven tomando una copa solo en una heladería, o por simple curiosidad, clavó sus ojos en él. Al coincidir su mirada con aquella expresión iluminada, los bajó de inmediato y volvió a levantarlos al instante en dirección a la chica que ya se había concentrado en remover su granizado.

Justo en ese momento suena en la radio un aria, Nessum dorma, y Andrés la asociará al amor de manera imperceptible, pues la flecha de Cupido, certera, ha impactado en su corazón. Incapaz de abordar a la chica, la deja marchar con el fin de establecer contacto en otro momento, al día siguiente quizá. Pero la chica no regresará. Andrés insistirá, uno y otro día, con el ánimo de encontrarla; indaga, pero nadie le suministra pistas. Después de su jornada de trabajo, Andrés irá a la heladería las tardes de todo un año con la esperanza de volver a verla, pero la enigmática chica no aparecerá hasta el verano siguiente.
Sí, herido de amor, la encuentra y, con sutileza, la aborda. La chica es una veraneante y se llama Susana; viene a Cartagena a casa de unos primos. Andrés cree que ha encontrado el amor de su vida, pero para su sorpresa pronto descubre en Susana una coquetería en demasía conjunta a una frivolidad intolerable; la belleza física no mantiene una correspondencia con la belleza interior. Luego de una escena no exenta de comicidad —esta comicidad cogerá por sorpresa al lector cuando menos lo espera, justo en las páginas donde se insinúa el amor—, Susana, ahíta de alcohol, se duerme en la cama justo cuando van a mantener su primera relación sexual. Andrés entonces cae en la cuenta de que no la ama; ha sido deslumbrado por su belleza, pero no la ama. Ama a otra mujer: Patricia, la camarera de la heladería donde va a tomarse sus whiskys. Deja una nota a Susana, para cuando despierte, y sale disparado a la caza y captura de Patricia.

El autor con sus hijos, Adrana y Marcos.

Mi hija y la ópera tiene una estructura operística, tras una obertura se suceden los tres actos en los que se desarrolla el drama. La cuñada de Andrés Rosique, durante el primer acto, relatará la infancia y juventud del protagonista hasta el fatal acontecimiento que trastocará su vida. La voz de Violeta aparecerá en el segundo y tercer acto, pues es ella, una vez muerto el padre, la que contará una vida de soledad y expiación; y ella será la que, con su voz, redima al padre, y al redimirlo, se redima a sí misma. El autor recomienda que durante la lectura de algunas de las páginas de la novela se oigan los fragmentos de ópera que se citan, o por lo menos se tengan presentes. Esto es porque el texto con frecuencia se balancea al son de la música y para ser captado en su intensidad se hace necesario que suenen ciertos fragmentos de óperas, por lo menos en el interior de la cabeza del lector.
Invita la novela, en su traspatio, a varios tipos de reflexiones. Por de pronto aparece una reflexión sobre la fealdad y, concomitantemente, sobre la belleza. Tanto Teresa como Susana, de las que Andrés quedará prendado durante un tiempo, son mujeres enormemente bellas, pero para sorpresa suya, una vez que intima con ellas, les descubre un fondo intolerable de frivolidad que no es otra cosa sino una suerte de vacío interior. La belleza está en otra parte: la encontrará bajo el manto de humildad de Patricia, quien trabaja de camarera para costearse sus estudios, y la encontrará en Violeta, su hija, marcada por la fealdad física. Para Andrés, haber encontrado esas mujeres verdaderamente bellas en un determinado momento —se le han abierto los ojos de la percepción auténtica—, le supondrá alcanzar una suerte de redención.
Con insistencia aparecen las fechas de los acontecimientos, como si el autor quisiera registrar hasta el detalle los hechos significativos de las biografías de sus personajes, casi todos ellos —dicho sea de paso— marcados por un hado funesto, una secreta herida. Esta circunstancia quizá se deba a los numerosos guiños que el autor hace a su propio entorno vital; los nombres de los personajes, ciertas anécdotas, los espacios geográficos que aparecen en la novela —incluso Manhattam, en un viaje de Violeta— significan algo para él. Al hilo diré que conozco algo de la biografía de José Antonio Frutos y sé que la armazón alrededor del amor filial no responde a un recurso estético con el cual trabar una novela; supone una verdadera preocupación del autor, un auténtico problema existencial para él.
 En Mi hija y la ópera hay muerte y hay vida, y parece como si el autor por su propio personaje quisiera alcanzar una suerte de redención, porque este tema, el de la redención o expiación de una culpa, de forma velada ocupa la totalidad de la novela. La estética, la capacidad de valorar como bellas las cosas que en sí mismas son neutras, es algo que en propiedad pertenece al ser humano; la música eleva al hombre sobre el mundo, pero quizá por sí misma no suponga tal elevación que, en ella, y por ella, se eluda un destino, un sentido: el enfrentamiento con la muerte.

                                              
Todos los derechos reservados.
                                               Jesús Cánovas Martínez©

                                               Filósofo y poeta.