jueves, 23 de abril de 2015

QUIJOTE LLEGA AL PLACIO DE LOS DUQUES

El poema inaugural de Transluminaciones y Presencias, poemario publicado en 2005, era Quijote llega al palacio de los duques. Quería, de esta forma, tributar un homenaje a Cervantes en el cuatrocientos aniversario de la publicación de su inmortal obra. Sin embargo, 2015 es un nuevo año cervantino, pues vuelve a ser su cuatrocientos aniversario, esta vez de la publicación de su segunda parte. 
Qué mejor día que un 23 de abril, fecha de nacimiento del genio literario, para recordar aquel poema. Es el humilde homenaje que yo puedo hacer a su figura. Hace alusión, como indica su título, a un episodio de esa segunda parte. La crítica social de la época se añade, despiadada e irónica, mas humana, como humano era Cervantes, con espléndida prosa.


QUIJOTE LLEGA AL PALACIO DE LOS DUQUES






I


Llegaron ese par de tontos, Quijote y Sancho, su escudero
ramplón y prosaico
—aunque fiel a la promesa
de una isla llamada Barataria—,
al palacio de los duques, al suntuoso palacio
de los duques donde se festeja el sarao licencioso
cada noche,
sea o no vigilia Pascual.
Ya se sabe: vivimos en un mundo excesivamente serio
al que le falta la risa, le falta
el poder terapéutico de la risa.
(Ríete de tu tristeza: cierto sentido de las proporciones
alcanzarás, tan necesario.)
Mas esto, la cantinela y el aviso, lo sabe muy bien el duque
—estudió en las universidades de Salamanca y Oxford—,
lo sabe la duquesa y hasta lo sabe
la corte de depredadores fáciles
que anidan a sus expensas.

Les falta la risa. Les falta la risa.




 II


Pronto las bromas se suceden
y se repiten con descaro.
Sufren los dos, caballero y escudero,
retóricas de pleonasmos y metonimias.
Si la simultaneidad se desarrolla en el tiempo,
algo tenue hay que escapa a las leyes del azar
y que se elige.
                          Ellos escogieron la prueba ridícula,
el ridículo espectáculo bochornoso:
el caballo Clavileño, para arrebatar el cielo,
los gatos lloviendo del tejado, en amorosa aventura,
y por último, el portentoso viaje de Sancho
a la isla llamada Barataria
y su gobierno, colmo de su anhelo.

Tinieblas espesas cubren su razón
pero Quijote ensaya la sabia conseja: los asuntos mundanos
no escapan a la férula de quien,
vencido de la realidad del mundo,
al fin correcto intenciones enmienda.
Buena copa exuberante
la Sabiduría precisa.
     
                                     Mas en compañía de duques
los capítulos se dilatan tediosos,
la monótona retahíla insulsa,
y tenemos la impresión de haber entrado en otro tiempo
extraño al tiempo de la vida.
Agotadas las retóricas figuras queda la otra,
la del caballero, la figura triste como un garabato,
la triste figura del caballero, como un garabato,
una sombra apenas que se desliza
por los álamos serenos de la noche.




III


No compensa comer en tallada mesa
cuando la que se añora es otra mesa,
otro el festín que se desea.
Aquí está Quijote, rodeado: a un lado,
el inocente bufón de Sancho; al otro,
la malicia del duque irreverente
y el resabio, por si fuera poco, intransigente
del sobrio eclesiástico,
“destos que gobiernan las casas de los príncipes”.

                                                                               El eximio
Cide Hamate Benengeli
en el capítulo veintiocho de la segunda parte explica
para aquél que sus oídos tiende:
“cuando el valiente huye,
la superchería está descubierta”.
           Mas no huye Quijote;
 nunca.

Próceres de este mundo con frecuencia olvidan
que de lo alto suspendida está la marioneta,
como sartal las perlas todas enhebradas,
por lo que es feliz el rey
cuando muere a manos de su torre.
Si donde abunda la carroña
buscador de la verdad se oculta,
lector suave y desocupado aprecia
la discreción del tranquilo amigo.
Al despertar del sabio
no sorprende lo inaudito:
que las montañas fueran otra vez montañas
y los ríos de nuevo ríos.



IV


Orillado en la tarde silenciosa
su espíritu es cálido en la brisa,
y su aliento inmóvil y sereno,
pues Dulcinea nutre de su pecho.


Arriba, altos juegos de las nubes.


Del libro “Transluminaciones y Presencias”
Todos los derechos reservados.
Jesús Cánovas Martínez©

viernes, 10 de abril de 2015

EL DÍA DE LOS NÍSCALOS

EL DÍA DE LOS NÍSCALOS




Fue hace algún tiempo. Corría el mes de noviembre, y aquel día, como era costumbre, teníamos planeada una excursión. Esta vez nos daríamos un garbeo por la falda del Talayón. Echamos los palos y las mochilas en el Seat 127, y allá que nos fuimos. Las mujeres no tenían ganas de andar y se quedaron hablando de sus cosas.
El día era una maravilla; por la tarde, brillaba la luz aterciopelada del mes de los muertos, y sesgaba los contornos nítidos de los montes. Había llovido hacía poco, y las fragancias del tomillo y el romero pronto nos asaltaron. No era largo el trayecto. Remontando por el Campico de los Lirias, pronto salimos del asfalto y echamos por caminos de tierra poco frecuentados. A la vera de un pino aparcamos el automóvil.
Había que aprovechar el tiempo, las tardes son cortas en esa época, y queríamos dar una buena caminata. Con celeridad nos pusimos las mochilas a la espalda, cogimos los palos... Fue en ese momento que vi, entre la broza de un pino cercano, una suerte de botón brillante de color anaranjado, tirando a pálido. Con el palo quité las acídulas mohosas que lo ensombrecían y se me mostró en su esplendor un níscalo, un lactarius deliciosus, que se dice en bonito, como había tenido ocasión de leer hacía poco en un libro de micología.
—Loren, mira... ¡Un níscalo!
Lorenzo se acercó presuroso a inspeccionar el hallazgo. Puso su mirada escrutadora en él; le dio varias vueltas delante de sus ojos.
—Pues, sí; parece... aunque yo no soy muy experto en setas.
—¡Cómo que parece! Es un níscalo, ¿no lo ves? Y esta es la época de los níscalos.
Giré mi mirada, la deslicé ávida por los contornos cercanos a nuestros pies; removí con el palo. No se hizo de esperar el siguiente lactarius deliciosus. Ya se sabe que no hay dos sin tres, así que seguí removiendo... ¡Otro!... ¡Otro y otro!... ¡Estábamos en medio de un bosque animado de níscalos!
—Lorenzo, creo que sin pretenderlo hemos encontrado Las Minas del Rey Salomón.
A Lorenzo le entró una risita loca.
 Ya lo dicen los psicólogos, una vez abiertas las puertas de la percepción, todo es coser y cantar. Nos había tocado una gracia al aparcar justo en el lugar donde habíamos aparcado, una quebrada donde los pinos se sucedían, glamourosos, con su corte diminuta de níscalos, repartidos en pequeños grupos anárquicos.
Al tiempo que nos prometimos dejar la excursión para otro momento, sacamos unas bolsas de plástico del maletero del 127. No era cuestión de entretenerse contemplando la belleza del paisaje, ni en marchas sin destino definido. Ahora urgía recolectar el preciado hongo; en el futuro, y seguramente en el tiempo que restaba a nuestras vidas, no tendríamos una ocasión semejante.
Pronto las bolsas estuvieron llenas, pero había más níscalos, muchos más... ¿Estábamos dispuestos a permitir que la madre naturaleza, así como había tenido a bien hacerlos aflorar en medio de la soledad del bosque, de la misma manera los deshiciera en un silencio atormentado y sin provecho para nadie?... ¡Ah, el gato de Schrödinger!
Espoleada la codicia, la tarea recolectora adquirió tintes de epopeya. Una manada de jabalíes no hubiera actuado con tanto frenesí como lo hicimos nosotros. La remolienda fue de abrigo. Llenamos el maletero hasta la bandera, y aún cargamos el asiento de atrás del preciado tesoro.
Entre dos luces, con el fin de festejar la hazaña, nos dirigimos a Campico López. Tomándonos las cervezas de rigor en el único bar de la localidad, entablamos conversación con el señor mayor que nos atendió, un hombre huesudo y calvo que calzaba esparteñas. En un momento, cuando ya creíamos que nos habíamos hecho los simpáticos, Lorenzo le preguntó:
—¿Sabe usted si por aquí hay níscalos?
Dudó el hombre a la hora de responder, pero finalmente dijo:
—Este año ha llovido poco, y no han salido. Cuesta trabajo encontrarlos. Otros años salen, pero éste no.
La risa nos afloró loca y contagiosa, y aquel hombre se desconcertó.
—¡Pues ponga otras cervezas!



Ya en casa, no cabíamos de contentos. Una vez realizada la selección, un montículo iridiscente de simpáticos lactarius deliciosus coronaba el poyo de la cocina. Hicimos el reparto: una buena tanda para Lorenzo y Marisa, otra para Blanca y el servidor. Pero como había tantos, intuimos que no podríamos dar cuenta de todos ellos, así que hicimos unos apartes en bolsas para regalarlos a los amigos. Dejamos un buen montón para la cena de aquella noche. ¡Con ajetes resultan chapó!
Blanca, mientras, los cocinaba, me hizo una pregunta capciosa:
—¿Seguro, Jesús, que son níscalos?
—¡Pues, claro! ¿Qué iban a ser si no?
—No sé... no sé... Es que sueltan mucha baba.
Efectivamente, Blanca izaba con la rasera unos cuantos, y una baba gelatinosa y abundante se desmoronaba hacia abajo.
—Eso es normal —le respondí a Blanca—. Ten en cuenta que los acabamos de recoger por lo que están repletos de zumo.
Las mujeres entraron en sospecha y comenzaron a poner peros allí a donde mi entender no los había.
—¡A ver si nos envenenamos!
—Si nos envenenamos, nos vamos a enterar el día después, porque yo me los voy a jalar —dije, algo sentencioso.
—¡Tú sí, pero yo no! —sentenció, a su vez, Blanca—. No me fío
—Nena —dije conciliador—, lo he mirado en un libro de micología y son níscalos.
—Bueno, si es así, y tú quieres comértelos, te los comes. Pero Marisa y yo cenamos otra cosa. ¡Mira! ¡Mira!, ¡mira la baba que sueltan! —y diciendo esto, alzó de nuevo la rasera.
—¿Tú que dices, Loren? —pregunté.
—Yo no digo nada, pero echan mucha baba.
—Bueno, yo me los voy a comer, con baba o sin baba, ¡y que cada uno coma lo que quiera! —zanjé cualquier posible discusión.
Lorenzo, por eso de no quedar mal, arrimó su plato a los níscalos, y como las mujeres no comieron, tocamos a ración doble. Ciertamente, no estaban tan sabrosos como yo esperaba, y hasta me resultaron algo insípidos, pero en conjunto no sabían mal. «De algo hay que morirse», mascullé para mis adentros mientras los jalaba.

En aquella época yo tenía un saque terrible; comía de todo y nada me hacía daño. Dormí plácidamente durante toda la noche. Al día siguiente, mientras se los elogiaba, repartí unas cuantas bolsas de lactarius deliciosus entre los amigos. A lo largo de la semana estuve jalando el preciado manjar: solos, con ajetes, en arroz, en tortilla, acompañando carne...
Lorenzo fue el único en sincerarse:
—¿No te has sentido mal?
—No.
—Pues yo he estado con retortijones... y de visitas al señor Roca.
—¿Cómo puede ser eso?
—Lo que cogimos no eran níscalos, sino boletos. Lo he preguntado a uno que conoce de setas.
Lorenzo me explicó las diferencias de bulto que había entre el boleto y el níscalo.
—De verdad, Lorenzo, que yo no he sentido nada.
—Los boletos, en sí mismos, y pocos, no hacen daño, pero en grandes cantidades producen trastornos digestivos. No soy el único que ha pasado por el trámite.
Caí entonces en la cuenta de la palidez de ciertas caras y en las miradas hoscas que había recibido durante esa semana. Sin embargo, la discreción, ese prurito de dignidad a la hora de reconocer que estamos hechos de fehaciente humanidad, pudo más que el lógico disgusto, y callaron... ¡A saber lo que dirían en la intimidad! «¡Te das cuenta de qué manera más tonta haces enemigos!», me recriminó Blanca. Por aquella época, yo pesaba mis cien kilos en canal, comía como un león, no me sentía gordo, ni me acometía ninguna flojera. La suerte que tuvimos todos los que deglutimos los supuestos níscalos fue que en la dichosa recolecta no entró ningún boleto de Satanás.



                              Todos los derechos reservados

                              Jesús Cánovas Martínez©

jueves, 2 de abril de 2015

ACERCA DEL SIGNIFICADO DE LA SEMANA SANTA

Este artículo apareció en La Voz del Resucitado, revista procesional de Cartagena (España), a la que ya he hecho mención en otras ocasiones, dirigida por José Luis García Bas. Supone una reflexión sobre el significado de la Semana Santa, el que, lógicamente, no se puede agotar con cuatro palabras.

 

 

ACERCA DEL SIGNIFICADO DE LA SEMANA SANTA




¿Qué es el Amor?… Dios, pues así se manifiesta al hombre, tal como recordó Benedicto XVI en su primera Encíclica: “Deus caritas est” (Dios es amor), apoyándose en la autoridad de san Juan Evangelista.. Hoy más que nunca, dada la crueldad del mundo donde vivimos, es de suma importancia recordar este aserto, cuestión central y eje que vertebra al cristianismo. El amor de Dios por el hombre es tan potente y radical, se expresa con tal fuerza que, de modo antinómico contradice hasta las mismas entrañas divinas, aplaca su justicia y como un don derramado le lleva al extremo de experimentar la muerte. No se expresa mejor el amor que muriendo por quien se ama. Y, ese extremo, es lo propio de la rúbrica divina. Pero esa rúbrica también es un misterio. Por esta razón, la Semana Santa es la fiesta grande del cristianismo. En ella se conmemora el gran acto del amor de Dios hacia el hombre: la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, el Verbo encarnado. “La caridad de Dios hacia nosotros se manifestó en que Dios envió al mundo a su Hijo unigénito para que nosotros vivamos por Él. En eso está la caridad, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo, víctima expiatoria de nuestros pecados”, recuerda la primera Epístola de San Juan (I Juan, 4, 9-10). Y San Agustín, en “La ciudad de Dios”, nos explica que este acontecimiento, la muerte de Jesús en la cruz, no es un acontecimiento más de la historia, sino que es el Acontecimiento, aquél que la verticaliza y le da su sentido, tanto hacia atrás como hacia adelante; hacia atrás, porque toda la historia del Antiguo Testamento apuntaba hacia ese momento; hacia adelante, porque la muerte de Cristo y su posterior resurrección inaugura un tiempo de gracia y de efusión de Espíritu que torna posible la reconciliación del hombre con Dios. Si con el pecado de Adán quedó vulnerada nuestra naturaleza, con la muerte de Cristo, segundo Adán, queda abierta la posibilidad de la redención, es decir, la restitución de la semejanza del género humano con Dios, y su consecuente deificación. Verdaderamente, al contemplar este misterio, nos ha de arrobar el temblor y el temor.
Dios se encarna por amor al hombre y por amor al hombre muere en la cruz: en esto consiste lo definitorio de la religión cristiana. El Amor ha sido llevado hasta el extremo, y puesto que, por Cristo, las puertas del cielo han sido abiertas para todos, se exige al cristiano el perdón mismo de su enemigo como consecuencia añadida. Pero quien primero perdona es Dios. «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen», ruega Cristo Jesús desde la cruz. Al Verbo por quien todo fue hecho, al Señor de la creación, se le corona de espinas y se le da un cetro de caña como símbolo de su poder, se le rinden honores de azotes para conmemorar que es el dueño de la vida, y, finalmente, a quien vino a restituir y salvar lo perdido, se le eleva a la dignidad del patíbulo; allí se le insulta y se le escarnece hasta la muerte. Este es el drama; la cruz se convierte en signo de contradicción: en locura de Dios. Dios se rebaja hasta el humus del suelo para salvar al hombre, pero por eso mismo Dios demanda del hombre una respuesta de amor. El amor, por consiguiente, pasa a ser el centro de la experiencia cristiana. Así lo canta San Pablo en los trece versículos del capítulo trece de su Epístola primera a los Corintios, de la que sería interesante transcribir el inicio: “Si hablando lenguas de hombres y de ángeles no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. Y si teniendo el don de profecía y conociendo todos los misterios y toda la ciencia y tanta fe que traslade los montes, si no tengo caridad, no soy nada. Y si repartiere toda mi hacienda y entregare mi cuerpo al fuego, no teniendo caridad, nada me aprovecha”.

Por el Amor se entiende la Encarnación del Verbo creador; sin embargo, un acto de amor aún más fuerte lo constituye su muerte en la cruz, acontecimiento por el que se derrama la gracia divina sobre el género humano. ¿Cómo podemos entender este misterio? San Pablo dice que “la doctrina de la cruz de Cristo es necedad para los que se pierden, pero es poder de Dios para los que se salvan” (I Corintios, 1, 18). Sin llegar a posiciones extremas como la de Tertuliano, en el siglo III d. C., que se expresan con la fórmula del “credo quia absurdum” (creo porque es absurdo) —“El Hijo de Dios fue crucificado: no es vergonzoso porque podría serlo. El Hijo de Dios ha muerto: es creíble porque es inconcebible. Sepultado, resucitó: es cierto porque es imposible” (De carne Christi, 5)—, podríamos hasta cierto punto, y según el límite de nuestra inteligencia, penetrar en este misterio, pues, al fin y al cabo, no es tan absurdo dar un fuerte aldabonazo en el corazón del hombre, ni tan absurdo es un Dios que se hace cercano y por amor al hombre pasa por el trámite de una muerte ignominiosa y luego, tras su anhilación, resurge, resucita. Cuando esto sucede sabemos que es Dios y que, efectivamente, está con nosotros y no nos abandona. Si así no fuera, ¿qué credibilidad tendría? Cristo ha muerto y ha resucitado, ¿y quién sino Dios tiene poder sobre la vida y la muerte? “Si Cristo no resucitó, vana es vuestra fe, aún estáis en vuestros pecados. Y hasta los que murieron en Cristo perecieron. Si sólo mirando a esta vida tenemos la esperanza puesta en Cristo, somos los más miserables de todos los hombres”, dice San Pablo en la primera Epístola a los Corintios, 15, 17-19. Pero Dios es el Viviente eterno, por eso Cristo, por el poder del Padre, resurge de la muerte, trasluminado en la totalidad de su ser: “Cristo ha resucitado de entre los muertos como primicias de los que mueren. Porque como por un hombre vino la muerte, también por un hombre vino la resurrección de los muertos. Y como en Adán hemos muerto todos, así también en Cristo somos todos vivificados” (I Corintios, 15, 20-22). La resurrección de Cristo, por tanto, cumple la promesa de la vivificación del hombre.
Sin embargo, dicho lo anterior, al considerar la resurrección de Cristo, debemos remontarla y seguir el itinerario inverso para comprender su amor: por su resurrección comprendemos su muerte, y, por su muerte, su amor, este es el orden. En este sentido a mí me gusta recordar una frase de Gaston Bardet, la que aparece en su libro “Il n’y a qu’un Chemin” (No hay más que un camino): “Después de haber remontado el curso de la vida de Jesús, después de haber sido encantados por su Resurrección, de habernos lamentado por su Muerte, se hace necesario reencontrar la fuente: Su Amor” Y esta es la tarea que tenemos pendientes los cristianos hoy: ir a la fuente de la Vida. No está de más recordar —como hace Benedicto XVI en la epístola citada—: el gozo que supone la existencia, pues Dios nos ha creado para el amor. La Semana Santa, de este modo, alumbra la experiencia cristiana: el gozo del amor, el cual conduce hasta el darse a sí mismo a la muerte. Sin embargo, de esa muerte amorosa se resurge, pues ésta se translumina en gloria: El Amor definitivamente vence la muerte.

Es interesante ponderar con detenimiento el significado de la Semana Santa para no caer en una confusión bastante común, propia de nuestra época: la de medir todas las espiritualidades por el mismo rasero, muy en la onda de ese sincretismo que pulula en nuestra enrarecida atmósfera. Sea un aviso para navegantes: No es lo mismo una determinada espiritualidad desde la óptica del animismo, desde la del vedânta o desde las religiones del Libro. Y, en el contexto de las religiones del Libro, aun asumiendo sus semejanzas, una espiritualidad es la del Judaísmo, otra la del Islam y otra diferente la del Cristianismo. De entre todas ellas, sólo ésta última nos revela que Dios se ha hecho hombre y ha muerto para salvación nuestra.
Cierto es que de esta religión del Amor algunos han hecho todo lo posible para desmentirla, y desde su propio seno, lo que adquiere una mayor gravedad; en el nombre de Dios se han cometido, —y se siguen cometiendo, ¡ay!—, instrumentalizaciones y tropelías de todo tipo. Pío VI, en este sentido, advertía de que el humo del infierno ha penetrado en la Iglesia. Ahora bien, si hay cristianos que llevan este nombre pero son indignos, también es cierto que su indignidad sólo cabe imputarla a ellos mismos, no al cristianismo como tal ni al conjunto de los fieles. Sería absurdo, por otra parte, negar que el Amor no supera la ley del Talión y que tanto San Juan de la Cruz como San Francisco de Asís o Teresa de Calcuta, por ponderar unos santos conocidos, no dignifican al género humano. El problema planteado, por tanto, elude simplificaciones al uso, demagogias harto fáciles que a veces sorprenden por la frecuencia con las que se oyen. La Verdad es Una, y no puede ser de otro modo, pero nos penetra en diferente medida según nuestras disposiciones. Decir esto es lo mismo que decir que el cristianismo es ecuménico, por lo que en él difícilmente pueden acomodarse posturas sectarias; de aquí se sigue que quien pretenda negar su catolicidad simplemente se engaña. Dicho con otras palabras: no se puede dialogar con quien niega el diálogo.

Para terminar este pequeño artículo quiero hacer una mención, aunque breve, al sentido cósmico de la Semana Santa. Si es difícil precisar históricamente la fecha del nacimiento de Jesús, no ocurre lo mismo con la de su muerte y, así, podemos reconstruir con bastante detalle lo que ocurrió en aquel mes de Nisân del año treinta y tres. Las visiones de Ana Catherina Emmerich, en las que se inspira la película La Pasión de Cristo llevada al cine por Mel Gibson, son un correlato sorprendente y preciso a la investigación histórica. Ahora bien, independientemente de los momentos reales en los que acontecieron el nacimiento de Jesús y su posterior muerte, éstos se celebran en fechas claves del calendario. La Natividad se hace coincidir con el solsticio de invierno, momento en que los romanos conmemoraban al sol invictus. Hasta ese momento los días se venían acortando y parecía que las tinieblas triunfaban sobre la luz, pero en el momento de máxima tiniebla, el sol renace e invierte el proceso: los días comienzan a crecer. El significado metacósmico de este acontecimiento es claro: la luz no puede ser vencida por la tiniebla. Dios, simbolizado por el sol, es invencible; es más, aparece un plus: ese sol que renace nunca había muerto, por lo que propiamente no renace de un fondo de tinieblas, sino que lo hace de lo alto. Ahora bien, en esa dialéctica de la lucha de la luz contra las tinieblas, la Semana Santa tiene una significación precisa. Es una fiesta que se sitúa en un punto importante del calendario —al igual que ocurría con la de Natividad—, concretamente, en el equinoccio de primavera; y, el día de los días, el de Viernes Santo, se hace coincidir con la primera Luna llena pasado este equinoccio (de ahí la movilidad de la fiesta). La carga simbólica de su significación resulta clara: la luz ha triunfado definitivamente sobre las tinieblas, pues ahora el tiempo del día rebasa al de la noche. A ello se añade el despertar de la primavera y la efusión del Espíritu que, tras su resurrección, Cristo nos envía.


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