1314.
LA VENGANZA DEL TEMPLARIO.
FRANCISCO
JAVIER ILLÁN VIVAS
M.A.R.
EDITOR, 2019
Un
conocimiento histórico riguroso y una prosa ágil y plástica, confieren a 1314. La venganza del templario, última
novela dada a la luz por Francisco Javier Illán Vivas, la amenidad y la
verosimilitud necesarias para que el lector disfrute de la lectura a la par que
pueda entrar con segura mano en un tema tan escabroso y lleno de enigmas como
la condena y consiguiente desaparición de la orden del Temple.
Estamos
a inicios del siglo XIV, una época especialmente convulsa por la que pasa la
cristiandad. La orden del Temple ya había perdido la custodia de los lugares
santos (pérdida de Acre, último baluarte Templario, en 1291, donde murió en
heroica defensa el Gran Maestre Guillaume de Beaujeau) y en 1302 se retira
definitivamente a sus cuarteles de París. Son muchos los que la cuestionan y
traman leyendas sobre la misma, y no pocos los que piensan que tal vez haya
sido dejada de la mano de Dios; a esta sensación hay que añadir la cantidad de
tesoros y posesiones de los que es poseedora. Estas circunstancias constituyen
un campo abonado para que ciertos personajes con poder y sin escrúpulos entren
en acción, la gran mayoría títeres del rey Capeto, monarca de Francia en aquel
momento, que pasará a la historia como Felipe IV El Bello, y al que se le imputa la dudosa gloria de dar el golpe
mortal a los Templarios.
La
intriga se urde en las sombras. Felipe IV ha dado órdenes precisas para que
durante la noche del 12 al 13 de octubre de 1307, viernes para más señas, sean
capturados los caballeros del temple y requisados sus bienes en toda Francia
(Parece que esa fatídica noche fueron apresados, junto con Jacobo de Molay,
casi 3.000 caballeros sin resistencia alguna, de los cuales solo doce lograron
escapar a la redada.) Comienza, de este modo, un largo calvario para los
componentes de la Orden, que terminará siete años más tarde cuando su vigésimo
tercero y último gran Maestre, Jacobo de Molay, junto con Godofredo de Charnay,
maestre de Normandía, sean quemados vivos el 19 de marzo de 1314 en la isla de
los judíos frente a la catedral de Nôtre Dame.
Hay
que retrotraerse en el tiempo para intentar comprender la génesis de tan magno
acontecimiento. A casi un siglo después del papado de Inocencio III, momento en
que culmina el teocratismo medieval, en el seno del catolicismo se producen
fuertes disensiones; la razón es porque, quebrado el sistema feudal, los reyes
reclaman no solo una autonomía con respecto al poder papal, sino una efectiva
toma de decisiones en lo que se refiere a los asuntos eclesiales. En lo que se
refiere a Francia, Felipe IV El Bello
es el rey que consolida definitivamente la monarquía en este país; pero se
enfrentará para ello a un papa temible, de los que precisamente no han dejado
alto el solio de Pedro, Bonifacio VIII, y, tras la muerte de este, en 1303,
será quien nombre a unos papas satélites del trono de Francia, Bonifacio IX, y
para lo que a nuestra historia concierne, Clemente V (1305-1314), auténtica
marioneta en manos del rey Capeto. Este papa será quien traslade la sede papal
de Roma a Avignon en 1307, propiciando así el futuro cisma, y quien, con sus
sucesivas bulas (entre las que cobran especial importancia la Pastoralis praeminentiae, de 1307, como
la Vox in excelso de 1312 —ambas
reproducidas en la novela—), ayude al monarca a suprimir y confiscar los bienes
de la Orden del Temple, bajo las graves acusaciones de “herejía, idolatría,
brujería, sodomía y toda clase de blasfemias contra la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo.”
Los
templarios eran incómodos para el rey francés. Para empezar, constituían un
reino dentro de su reino ya que en sus ordenanzas se estipulaba que solo
debían obediencia al Papa; a esta merma considerable del poder real sobre la
Orden, se añadía la cantidad de préstamos monetarios que el monarca había
solicitado a la misma y era renuente a devolver. Endeudado hasta las cejas, el
colmo fue cuando, con motivo de las nupcias de su hija con el futuro rey de
Inglaterra, Eduardo II, el monarca francés solicitó un nuevo préstamo a la
Orden y este le fue denegado. Quizá fue ese el detonante por el cual los
Templarios pasaron a ser sus acérrimos enemigos: si Felipe IV elimina a la
Orden, deja de pagar las deudas; más aún, puede echar mano a los ingentes
tesoros y posesiones que posee la misma. Personajes moralmente lisiados como
Guillermo Imbert, hermano dominico confesor del rey y Gran Inquisidor del Reino,
el jurisconsulto Guillermo de Plaisians, el canciller del reino Guillermo de
Nogaret (un personaje más que inquietante por varias razones), amén de Beltrán
de Got, el nombrado Clemente V, le ayudarán en tales propósitos.
Delimitado el marco histórico de la trama, la
novela se centra en un personaje: un templario, cuyo nombre solo se nos revelará
al final, ajeno a lo que está ocurriendo en Francia. El autor deja traslucir
que es de origen aragonés y que debemos suponer que ostenta un alto rango en la
Orden, pues el mismísimo Jacobo de Molay le ha encomendado una misión especial
antes de sufrir la celada que le llevará a la hoguera. Apoyado en el
conocimiento secreto que posee, el Gran Maestre ha descifrado en los textos
sagrados, en especial en el Génesis y
el Apocalipsis, que es llegado el
tiempo de la recolección de determinado fruto. Parte el templario a tierras
lejanas con tal misión, la recolección de dicho fruto, grabada entre ceja y
ceja, y pasará por aventuras que no a todo mortal le están reservadas, ni todo
mortal las coronaría con éxito. Pero el templario es alguien, valga la
redundancia, con temple: un freile guerrero, diestro con la espada y cuya fe es
inquebrantable. No en vano es denominado como sha nagba imuro, aquel que vio el abismo.
Regresa
el templario a Francia tras siete fatigosos años de pericias con el objeto de
su búsqueda a buen seguro dentro de su crumena. Sin embargo, se encuentra con
un escenario que es de todo menos idílico para la Orden del Temple, cuyos
caballeros o han huido de Francia, o han muerto, o se hallan prisioneros y
sometidos a torturas. El Gran Maestre, Jacobo de Molay, a quien debe entregar
el fruto recolectado para coronar con éxito su misión, al igual que otros
grandes dignatarios de la Orden, se encuentra prisionero y sometido casi a
diario a torturas insufribles. Ha confesado los cargos que se le imputan, pero
también se ha retractado de ellos; la fortaleza del anciano está continuamente
puesta a prueba por el odioso Guillermo de Imbert, el Inquisidor General del Reino.
Felipe IV no se conforma con finiquitar la orden, quiere algo más; sabe de la
misión de ese anónimo templario y a toda costa quiere sonsacar al Gran Maestre su
paradero. Necesita ese fruto traído de lejanas tierras para afianzar algo más
que su poder.
El
templario decide rescatar a Jacobo de Molay y tomar venganza de los agravios
inferidos a la Orden. En esta nueva misión se encontrará con dos benefactores
inesperados, sin la ayuda de los cuales le sería imposible llevarla a feliz
término. Aparecen así en escena la condesa D´Artois y Francisco de Beaujeau. La
imponente condesa D´Artois, tanto por su belleza como por la fortaleza de su
temperamento, representa a una auténtica Mata Hari de la época que jugará un
papel fundamental en la trama de la novela, e introducirá al lector en un
erotismo medieval no apto para almas cándidas. Francisco de Beaujeau, heredero
de un antiguo linaje, pues es sobrino del que fuera Gran Maestre Guillermo de
Beaujeau, se constituye, por expresa voluntad de Jacobo de Molay, en el depositario
de las reliquias y tesoros del Temple, y cuya misión, casi imposible, será la
de reconstruir la Orden en el exilio.
Fracasa
el templario en el intento de rescatar a Jacobo de Molay, pero no en la
venganza. Antes de la incineración del Gran Maestre, ya ha dado buena cuenta
tanto de Guillermo de Nogaret, como de Guillermo de Plaisians; tras la muerte
del Gran Maestre, llevará a cumplimiento la maldición que desde las llamas de
la hoguera este ha lanzado contra los dos grandes artífices de la destrucción
de la Orden: el papa Clemente V y el rey Felipe IV.
El
autor, Francisco Javier Illán Vivas, hábilmente enhebra las peripecias del templario
con los hechos históricos, en un oportuno ensamble entre lo que Unamuno
distinguía como historia e intrahistoria. Nada, pues, rechina en la trama, a
pesar incluso de los elementos fantásticos que en ella acontecen, pues el
lector los percibe como naturales, acordes con los mitos medievales o con las
leyendas que desde antiguo envolvieron a la Orden. A esto hay que añadir una
forma de composición, a mí manera de ver, bastante afortunada. El autor va
ofreciendo los sucesivos episodios por los que discurre la trama a modo de las
teselas de un mosaico; le corresponde al lector ir encajándolas para que al final
revelen su sentido de conjunto.
Añado,
como coda, que 1314. La venganza del
templario, obtuvo el Accésit del VI
Premio Alexandre Dumas de Novela Histórica.
Jesús Cánovas
Martínez©
Ad astra per aspera
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