sábado, 22 de junio de 2019

1314. LA VENGANZA DEL TEMPLARIO


1314. LA VENGANZA DEL TEMPLARIO.
FRANCISCO JAVIER ILLÁN VIVAS
M.A.R. EDITOR, 2019


Un conocimiento histórico riguroso y una prosa ágil y plástica, confieren a 1314. La venganza del templario, última novela dada a la luz por Francisco Javier Illán Vivas, la amenidad y la verosimilitud necesarias para que el lector disfrute de la lectura a la par que pueda entrar con segura mano en un tema tan escabroso y lleno de enigmas como la condena y consiguiente desaparición de la orden del Temple.
Estamos a inicios del siglo XIV, una época especialmente convulsa por la que pasa la cristiandad. La orden del Temple ya había perdido la custodia de los lugares santos (pérdida de Acre, último baluarte Templario, en 1291, donde murió en heroica defensa el Gran Maestre Guillaume de Beaujeau) y en 1302 se retira definitivamente a sus cuarteles de París. Son muchos los que la cuestionan y traman leyendas sobre la misma, y no pocos los que piensan que tal vez haya sido dejada de la mano de Dios; a esta sensación hay que añadir la cantidad de tesoros y posesiones de los que es poseedora. Estas circunstancias constituyen un campo abonado para que ciertos personajes con poder y sin escrúpulos entren en acción, la gran mayoría títeres del rey Capeto, monarca de Francia en aquel momento, que pasará a la historia como Felipe IV El Bello, y al que se le imputa la dudosa gloria de dar el golpe mortal a los Templarios.
La intriga se urde en las sombras. Felipe IV ha dado órdenes precisas para que durante la noche del 12 al 13 de octubre de 1307, viernes para más señas, sean capturados los caballeros del temple y requisados sus bienes en toda Francia (Parece que esa fatídica noche fueron apresados, junto con Jacobo de Molay, casi 3.000 caballeros sin resistencia alguna, de los cuales solo doce lograron escapar a la redada.) Comienza, de este modo, un largo calvario para los componentes de la Orden, que terminará siete años más tarde cuando su vigésimo tercero y último gran Maestre, Jacobo de Molay, junto con Godofredo de Charnay, maestre de Normandía, sean quemados vivos el 19 de marzo de 1314 en la isla de los judíos frente a la catedral de Nôtre Dame.

Hay que retrotraerse en el tiempo para intentar comprender la génesis de tan magno acontecimiento. A casi un siglo después del papado de Inocencio III, momento en que culmina el teocratismo medieval, en el seno del catolicismo se producen fuertes disensiones; la razón es porque, quebrado el sistema feudal, los reyes reclaman no solo una autonomía con respecto al poder papal, sino una efectiva toma de decisiones en lo que se refiere a los asuntos eclesiales. En lo que se refiere a Francia, Felipe IV El Bello es el rey que consolida definitivamente la monarquía en este país; pero se enfrentará para ello a un papa temible, de los que precisamente no han dejado alto el solio de Pedro, Bonifacio VIII, y, tras la muerte de este, en 1303, será quien nombre a unos papas satélites del trono de Francia, Bonifacio IX, y para lo que a nuestra historia concierne, Clemente V (1305-1314), auténtica marioneta en manos del rey Capeto. Este papa será quien traslade la sede papal de Roma a Avignon en 1307, propiciando así el futuro cisma, y quien, con sus sucesivas bulas (entre las que cobran especial importancia la Pastoralis praeminentiae, de 1307, como la Vox in excelso de 1312 —ambas reproducidas en la novela—), ayude al monarca a suprimir y confiscar los bienes de la Orden del Temple, bajo las graves acusaciones de “herejía, idolatría, brujería, sodomía y toda clase de blasfemias contra la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo.”
Los templarios eran incómodos para el rey francés. Para empezar, constituían un reino dentro de su reino ya que en sus ordenanzas se estipulaba que solo debían obediencia al Papa; a esta merma considerable del poder real sobre la Orden, se añadía la cantidad de préstamos monetarios que el monarca había solicitado a la misma y era renuente a devolver. Endeudado hasta las cejas, el colmo fue cuando, con motivo de las nupcias de su hija con el futuro rey de Inglaterra, Eduardo II, el monarca francés solicitó un nuevo préstamo a la Orden y este le fue denegado. Quizá fue ese el detonante por el cual los Templarios pasaron a ser sus acérrimos enemigos: si Felipe IV elimina a la Orden, deja de pagar las deudas; más aún, puede echar mano a los ingentes tesoros y posesiones que posee la misma. Personajes moralmente lisiados como Guillermo Imbert, hermano dominico confesor del rey y Gran Inquisidor del Reino, el jurisconsulto Guillermo de Plaisians, el canciller del reino Guillermo de Nogaret (un personaje más que inquietante por varias razones), amén de Beltrán de Got, el nombrado Clemente V, le ayudarán en tales propósitos.

 Delimitado el marco histórico de la trama, la novela se centra en un personaje: un templario, cuyo nombre solo se nos revelará al final, ajeno a lo que está ocurriendo en Francia. El autor deja traslucir que es de origen aragonés y que debemos suponer que ostenta un alto rango en la Orden, pues el mismísimo Jacobo de Molay le ha encomendado una misión especial antes de sufrir la celada que le llevará a la hoguera. Apoyado en el conocimiento secreto que posee, el Gran Maestre ha descifrado en los textos sagrados, en especial en el Génesis y el Apocalipsis, que es llegado el tiempo de la recolección de determinado fruto. Parte el templario a tierras lejanas con tal misión, la recolección de dicho fruto, grabada entre ceja y ceja, y pasará por aventuras que no a todo mortal le están reservadas, ni todo mortal las coronaría con éxito. Pero el templario es alguien, valga la redundancia, con temple: un freile guerrero, diestro con la espada y cuya fe es inquebrantable. No en vano es denominado como sha nagba imuro, aquel que vio el abismo.
Regresa el templario a Francia tras siete fatigosos años de pericias con el objeto de su búsqueda a buen seguro dentro de su crumena. Sin embargo, se encuentra con un escenario que es de todo menos idílico para la Orden del Temple, cuyos caballeros o han huido de Francia, o han muerto, o se hallan prisioneros y sometidos a torturas. El Gran Maestre, Jacobo de Molay, a quien debe entregar el fruto recolectado para coronar con éxito su misión, al igual que otros grandes dignatarios de la Orden, se encuentra prisionero y sometido casi a diario a torturas insufribles. Ha confesado los cargos que se le imputan, pero también se ha retractado de ellos; la fortaleza del anciano está continuamente puesta a prueba por el odioso Guillermo de Imbert, el Inquisidor General del Reino. Felipe IV no se conforma con finiquitar la orden, quiere algo más; sabe de la misión de ese anónimo templario y a toda costa quiere sonsacar al Gran Maestre su paradero. Necesita ese fruto traído de lejanas tierras para afianzar algo más que su poder.

El templario decide rescatar a Jacobo de Molay y tomar venganza de los agravios inferidos a la Orden. En esta nueva misión se encontrará con dos benefactores inesperados, sin la ayuda de los cuales le sería imposible llevarla a feliz término. Aparecen así en escena la condesa D´Artois y Francisco de Beaujeau. La imponente condesa D´Artois, tanto por su belleza como por la fortaleza de su temperamento, representa a una auténtica Mata Hari de la época que jugará un papel fundamental en la trama de la novela, e introducirá al lector en un erotismo medieval no apto para almas cándidas. Francisco de Beaujeau, heredero de un antiguo linaje, pues es sobrino del que fuera Gran Maestre Guillermo de Beaujeau, se constituye, por expresa voluntad de Jacobo de Molay, en el depositario de las reliquias y tesoros del Temple, y cuya misión, casi imposible, será la de reconstruir la Orden en el exilio.
Fracasa el templario en el intento de rescatar a Jacobo de Molay, pero no en la venganza. Antes de la incineración del Gran Maestre, ya ha dado buena cuenta tanto de Guillermo de Nogaret, como de Guillermo de Plaisians; tras la muerte del Gran Maestre, llevará a cumplimiento la maldición que desde las llamas de la hoguera este ha lanzado contra los dos grandes artífices de la destrucción de la Orden: el papa Clemente V y el rey Felipe IV.
El autor, Francisco Javier Illán Vivas, hábilmente enhebra las peripecias del templario con los hechos históricos, en un oportuno ensamble entre lo que Unamuno distinguía como historia e intrahistoria. Nada, pues, rechina en la trama, a pesar incluso de los elementos fantásticos que en ella acontecen, pues el lector los percibe como naturales, acordes con los mitos medievales o con las leyendas que desde antiguo envolvieron a la Orden. A esto hay que añadir una forma de composición, a mí manera de ver, bastante afortunada. El autor va ofreciendo los sucesivos episodios por los que discurre la trama a modo de las teselas de un mosaico; le corresponde al lector ir encajándolas para que al final revelen su sentido de conjunto.

Añado, como coda, que 1314. La venganza del templario, obtuvo el Accésit del VI Premio Alexandre Dumas de Novela Histórica.

                                   Jesús Cánovas Martínez©
                                   Ad astra per aspera