miércoles, 7 de julio de 2021

EL TAXISTA ASESINO

 

EL TAXITA ASESINO

MIGUEL ÁNGEL DE RUS

M.A.R. EDITOR

 


Quien sea un recalcitrante roussoniano y crea que el hombre es bueno por naturaleza o, simplemente, apueste por la condición humana, debería de llevar mucho cuidado con leer esta colección de cuentos que toma nombre del primero de ellos, El taxista asesino, de Miguel Ángel de Rus, no fueran a tambaleársele los palos del sombrajo y después vinieran las madres mías. Porque lo que en estos relatos está en entredicho es eso mismo: la bondad, el sentido de lo justo, el valor de lo que estimamos bello, el amor, la verdad, la misma existencia… Quizá el hombre, y más aún, un hombre en sociedad o junto a otros hombres, no sea una bestia pacífica y benévola al estilo de los rumiantes, sino que, por el contrario, esté bendecido por las características de la alimaña. Miguel Ángel de Rus pone nuestros valores patas arriba y escudriña debajo de las alfombras para airear un poco de polvo y nada. Entre lo cotidiano se cuelan los espejismos; las cosas, los objetos, los seres humanos, las situaciones, son y no son, porque las apariencias toman cartas de verosimilitud en el mundo demasiado agónico que vivencian los personajes. Las situaciones absurdas se entrelazan con la linealidad de vidas previsibles para formar un entramado de crueldad y desconcierto. De esta forma el autor interroga a la existencia y le pide su sentido.

Podríamos pensar que El taxista asesino es un libro de corte existencialista, y no nos equivocaríamos. Pero esta primera impronta enseguida se colorea cuando ponderamos el uso de una figura que el autor adjunta con maestría y los existencialistas no estilan: la ironía. Si Miguel Ángel de Rus refiere una serie de casos de corte trágico que, por lo general, acaban en nihilidad; el recurso a la ironía los hace aceptables de alguna manera y los convierte, al despertar en el lector una sorpresiva sonrisa o, en el extremo, la carcajada, en una broma macabra: en un caso para reír que hace admisible el desenlace. Plantea el autor situaciones que, ¿por qué no?, pueden afectar al común, ya que en ellas cualquiera se podría ver involucrado por una suerte de lógica de la fatalidad y, al igual que los protagonistas de los relatos, caer en una espiral sin salida que en última instancia desemboca en la vivencia del infierno. Pero la ironía pone el dique de la distancia; son otros los que viven estos casos y no el simple, curioso y simpático lector, arrumbado como mero espectador de ese absurdo que convierte la sorpresa en necesidad.

La sociedad está corrompida y corrompe al individuo, de forma machacona se resalta esta tesis en el libro. La sociedad es dura, cruel en sí misma, porque no hay valor alguno que la sostenga, hasta el punto de que los personajes de los cuentos experimentarán una suerte de fatum o destino que les llevará hasta el crimen o el suicidio. No hay escapatoria ni redención posible a ese teatro de crueldad que vivencian, donde se erige como verdad casi absoluta la pirámide de la depredación; la locura acecha, el desconcierto, el desorden. Para el autor, la sociedad está compuesta por individuos solitarios donde uno más uno no son dos, sino que siguen siendo uno más uno; reivindica de este modo el valor del individuo y, consecuentemente, de forma indirecta hace una apología del mismo frente a la sociedad desalmada.

No sé si Miguel Ángel de Rus, haciendo alusión al primer relato de la serie (el cual da el tono de los demás) tenía en mente la película Taxi driver de Scorsese cuando lo escribió; pero sí es cierto que la portada del libro recuerda el film: ese taxi de color amarillo, salpicado de sangre, sobre el que emerge la cabeza de un individuo enfrentando los rascacielos de una ciudad anónima, y los cuentos, no sólo el primero, proponen diversas figuras de Travis Bickle, perdidas todas ellas en un embrollo donde el mal adquiere carta de presentación. Porque el mal está ahí, presente y patente; hecho que llevará al lector, casi sin darse cuenta a una serie de reflexiones inquietantes.



Propongo una de ellas: un presupuesto axial del estado moderno es que debe garantizar el orden social y, en consecuencia, solo a él compete el patrimonio del ejercicio de la violencia. Pero ¿qué ocurre si no es así?, ¿qué ocurre si el estado es incapaz de garantizar el orden porque es incapaz de dar una oportuna respuesta a ciertos desmadres? Pues que tal aserto queda como una buena intención si acaso, o ni eso; constituye, quizá, algo interesante pero no efectivo al no impregnar la dimensión de la praxis. En los relatos que componen El taxista asesino tal presupuesto queda en entredicho con demasiada frecuencia. El buenismo excesivo o la cobardía encubierta, o la mirada que se pone de canto ante la injusticia, o la frivolidad o la hipocresía, o, peor aún, la acomodación conductual al discurso de lo políticamente correcto o socialmente aceptable, en sí conllevan el fracaso de una concepción de la sociedad y pueden desembocar en el drama; sin ir más lejos, a que a algún solitario le dé por dar la nota. De este modo ocurre con el taxista, un buen hombre de Albacete que ha estudiado Filosofía en la Universidad de Murcia, y el destino coloca, tras unos avatares no demasiado complejos, frente a un taxi; un hombre que podría haber sido aún más bueno y convertirse en un probo pater familias, pero la vida le da un extraño, sorprendente e irónico revés que deja su psique tambaleando. El deterioro de su personalidad será implacable y terminará produciendo un desenlace de cine negro a la española.

Recordando al mejor Camus, el hombre solitario de estos relatos se rebela y enfrenta contra la sociedad, cruel y absurda, pero no se queda reflexionando y lamentando su suerte, sino que pasa a solventar las injusticias o desajustes sociales con cuatro tiros que acierten en la cabeza o el pecho, o a navajazos en la tripa, o, incluso, a hachazos bien propinados en el costillar, o con el gollete roto de una botella de vino encajado en la nuca del oponente. O eso, o el suicidio.

Soy un hombre tranquilo —dice el protagonista de un relato—. De esos de los que la vida abusa a diario. Pero me habían puesto en el límite y nada de lo que pudiera pasar sería mi culpa. Hasta un punto llega el buen ciudadano y a partir de ahí solo pueden ser culpables los que abusan de él.

Y es que parece como si el mal estuviera incrustado no solo en la sociedad sino en nuestras células; como si portáramos una especie de gen que nos predispone hacia lo infame, tantas veces grotesco, y que el autor de forma despiadada convierte en motivo de risa al señalarlo con descaro. Parece como si Miguel Ángel de Rus con cada uno de sus cuentos nos susurrara al oído: “Si no podemos arreglar ni el mundo ni el hombre, riamos; algo se consigue. Por lo menos dulcificar la crueldad de la existencia”. Sabemos que la risa objetiva, nos aleja de la situación, difracta el sentido de los acontecimientos. Quien ríe no llora; se alegra aun en lo triste y absurdo, pero a la vez comprende la inanidad del vivir, la tontuna que supone involucrarse demasiado en las situaciones que le rebasan y que, si de alguna forma se podrían haber evitado, devienen con una necesidad propia.

En El taxita asesino el lector encontrará relatos crueles, escritos con un estilo directo y pocas concesiones a lo retórico, muchas veces violentos, puesta la carne en la viveza de la expresión y el impacto que pudieran producir en el lector, transidos por la ironía, por un humor negro que no los dulcifica sino que agrava su carga de desencanto. En ellos la sociedad queda cuestionada y el individuo queda cuestionado, hasta el punto de que el lector obtiene la impresión de un desmoronamiento o colapso total. Los personajes solitarios que bien a su pesar se erigen en protagonistas del absurdo de la crueldad, exceptuando dos de ellos que salvo por su bonhomía e ingenuidad (el del relato Ficticio y el de Júpiter muerto entre las olas), tampoco son ejemplos a seguir ni constituyen paradigma alguno de conducta. Y esos mismos personajes que he salvado terminarán presos de un desencanto letal que les durará el resto de sus vidas. Es la debacle, repito.

Me vienen a la cabeza, no sé por qué, al escribir estas impresiones acerca de los relatos de Miguel Ángel de Rus, esos consabidos versos, tan traídos y llevados, de aquel sabio medieval, hedonista y cínico, el Arcipreste de Hita, cuando aconsejaba:

 

Como dice Aristóteles, cosa es verdadera:
el mundo por dos cosas trabaja: la primera,
por aver mantenençia; la otra cosa era
por aver juntamiento con fembra plasentera.

 

Dos exigencias, a saber, son las que ocupan los afanes de un hombre según el Arcipreste: la mantenençia y la fembra placentera. De esta misma opinión, después de lo dicho, parece que es Miguel Ángel de Rus, y, en este sentido, algún mueble intenta salvar. Así aparece ese toque epicúreo que como perfume salpica el desconcierto de los relatos: el elogio de los placeres del buen yantar o buen beber, pizcas hedonistas que se muestran como reales ante lo falsario o frívolo del vivir. Pero estas pequeñas guindas de refinamiento, con que son salpicadas las páginas de El taxista asesino, no son óbice de lo que sucederá después, y no es de extrañar que a una magistral clase de enología suceda la inevitabilidad del crimen. 


 

¿Y acerca de las fembras plasenteras?, ¿qué nos dice el autor? Miguel Ángel de Rus aborda el tema de la mujer y del amor desde una perspectiva eminentemente masculina, aunque, para variar, desencantada. La idealización de la mujer es lo primero que cae; nos presenta mujeres de carne, por no decir carnales, sacudidas, frente a las máscaras de seducción que utilizan, por los mismos vientos de nihilidad que los hombres. Unas veces son un mero objeto de deseo; otras superan por su frivolidad a los hombres en los ardides de la crueldad. El hombre y la mujer, llamados a entenderse, resulta que no se entienden. Fracasa en el intento de encontrar mujer mediante una página web ese hombre que desde un entorno rural se desplaza a la ciudad, y se hacen trizas las ilusiones del enamorado de una mujer marmórea, una escultura de refinamiento y clase, al descubrir la verdad que planeaba sobre la ficción, el espejismo y la máscara. Podríamos abundar sobre el tema, pero prefiero dejarlo ahí. Remito al lector al último de los cuentos, La belleza interior, donde la ironía se riza con el sarcasmo. Este último relato es apoteósico, digno broche de oro y culmen de El taxista asesino. Ríes porque no puedes llorar, pero la situación con la que nos enfrenta el autor es espantosa. Salvaje. Brutal. ¿Viaje, sin posible vuelta atrás, al origen del mundo?

No quiero terminar esta breve recensión sin resaltar la admiración que el autor siente por Villiers de L'Isle-Adam, a quien a modo de homenaje dedica un microrelato, El último beso, en el cual a la muerte la viste de amada. El lirismo se aúna con la fatalidad y la tristeza, y la brevedad confiere la intensidad necesaria para que no nos perturbe.

            Muchos más recovecos y detalles de los que aquí he sugerido puede encontrar el lector de El taxista asesino. Va de su cuenta. Por mi parte, si antes he citado al Arcipreste de Hita, retrocedo un siglo en el tiempo y voy con Gonzalo de Berceo, y vengo a pedir para nosotros, autor y lectores y todo quisque que se apunte, un vaso de bon vino.

 

Quiero fer una prosa en román paladino,
en cual suele el pueblo fablar con so vezino;
ca non so tan letrado por fer otro latino.
Bien valdrá, como creo, un vaso de bon vino.

 

Este vaso puede ser perfectamente de un generoso y envejecido armagnac.

 

                                               Todos los derechos reservados.

                                               Jesús Cánovas Martínez@

                                               Filósofo y poeta.

                                               Ad astra per aspera.