sábado, 29 de abril de 2017

DESGUACE

Queridos amigos: Hasta la fecha he tenido cuatro accidentes de automóvil, y ninguno de ellos ha constituido una experiencia agradable; en dos de ellos sorprendentemente salí con vida, lo que me lleva a pensar que en las alturas alguien vela por nosotros aunque no seamos merecedores de ello. Se afianza mi fe en Dios cuando considero que perfectamente podía haber muerto y, sin embargo, no ocurrió aquel percance. ¿Qué me queda por vivir? ¿Qué me queda aún por dar?
En tres accidentes, los automóviles quedaron destrozados, hasta el punto de que la grúa los transportó directamente a un desguace. El primer automóvil que destrocé no quise verlo; el segundo, sí lo vi, pero no por mi gusto. Verlo destrozado me causó una gran tristeza, tanta que tuve que componer un poema para superarla. Por supuesto, ese dolor, junto a tantos, perdura aún a modo de cicatriz. Es el que sigue:




DESGUACE


En el desguace
la hierba es rala y crece
furtiva entre los hierros oxidados.
Raídas estructuras de metal
se amontonan al sol que las calcina;
tuercas, ruedas, asientos, faros,
bidones con aceite y manchas
de grasa pueblan el desahucio,
salpican este viejo cementerio.
Se pudren bajo el sol las amapolas
y en el hastío vuelan sucios pájaros.

Mi viejo coche se amontona allí,
en la chatarra y el abandono,
sin sombra y sin pinar
bajo el sol calcinado,
su descarnada herrumbre al cielo.
Todos los míos, los que ya se fueron,
yacen también amontonados.


Del libro “Otra vez la luz, palomas
Todos los derechos reservados.
Jesús Cánovas Martínez©


Ad astra per aspera.

miércoles, 19 de abril de 2017

SI TE DIGO LO QUE SIENTO...

SI TE DIGO LO QUE SIENTO…
ROSA RAYA CARRASCO



Rosa Raya Carrasco es todo corazón, por eso expresa sus sentimientos con un corazón a flor de piel y de boca que enlaza con una palabra bella y buena, esperanzada de la eclosión de una plenitud: el amor que tan vivamente siente en su pecho.

Como niña que espera un regalo, cada noche esperaba
que llegara tu mensaje, y que el teléfono vibrara…

Niña, sí; niña o adolescente, así es como tengo yo a Rosa en mi memoria, y la recuerdo como una cría especial, porque Rosa fue alumna mía. Era yo mucho más joven de lo que soy ahora y daba clases de filosofía en un instituto de Águilas (Murcia), con la mar al fondo presidiendo noches azules y días de sol. Fueron especiales aquellos años. Con una puesta al día en innovaciones pedagógicas, tuve una respuesta fenomenal por parte de mis alumnos, y la consecuencia fue que las dinámicas instructivas se hicieron muy amenas; de este modo, no tuve más remedio que quererlos porque ellos, tengo que decirlo, también me quisieron. En la suma de aquellos años el recuerdo de Rosa me llega envuelto con un perfume de bondad y hermosura. Por definición, las mujeres de Águilas, guapetonas y pícaras, están dotadas de una belleza propia, tanto interna como externa. Rosa no faltaba a la norma. Pero su belleza, por así decirlo, no era mediterránea, sino nórdica, walkirika; una belleza que sólo se puede dar entre las flores que pueblan los valles de las altas montañas, fragrantes de deshielo y de la primera pureza del sol de primavera. Rosa era esa flor; una flor desarraigada de una tierra alta y noble, trasplantada de repente a la Águilas marinera: piel blanquísima, ojos grandes de claridad celeste que al trasluz, según el juego de sombras y luces, podían mudar de verdes a azules, dos rosas por mejillas sobre la albura de la piel y una rubiez de pelo intensa. Enseguida me apercibí de aquellos detalles, y para singularizar a Rosa del resto de las rosas aguileñas le puse el sobrenombre de Heidi. Y, a partir de ese momento, fue mi Heidi.
Espero que ese profesor medio loco que yo fui no dejara una estela demasiado gravosa en una alumna que para él, junto al resto de sus alumnos, sus pestucillas, fue enormemente querida. Creo que no. Pero los años se suceden unos a otros y el profesor aquel, frisando ya el final de su carrera profesional, va y reencuentra a su Heidi en razón de uno de los motivos que se celebran descorchando una botella de cava: la publicación de un libro; concretamente, la publicación de Si te digo lo que siento…, el primer poemario de Rosa Raya que ve la luz.


En Si te digo lo que siento… el lector asiste, tal y como indica el título, a una confesión de sentimientos. Y añado: una confesión de sentimientos, aun con la supuesta elipsis de un destinatario único, que se dirige a él personalmente, elegido para la confidencia. Ya el título en condicional al que falta el consecuente deja una inquietud, un ligero tremolar en el ánimo de los lectores, y según avanzan sus páginas ese temblor se convierte en dolor del alma, tristeza y congoja, que dejan adivinar un corazón roto por alguna fatalidad que la autora vela a la vez que hace explícita. Hay en el libro un intenso anhelo de amor doliente, quizá porque Rosa, como muchos poetas, es una adolescente dilatada en el tiempo, una adolescente perpetua que sufre y siente, y espera, siempre espera, el amor. Así, en el breve poema cuyo título es Hasta el infinito y…, encontramos la siguiente declaración:

Si tuviera que elegir entre la vida y quererte…
Elegiría morir si el final fuese perderte.
 
Encuentro en este poemario sed de infinitud, de horizonte dilatado, sed y ansia de entrega. Con una femineidad entregada y a la espera, y un ansia de amor —aunque defraudada en algún momento, incólume de belleza y verdad—, Rosa se desborda en pasión:

Flota la lluvia en el ventanal
como racimos de gotas sostenidas,
sube lento en mi piel el caudal
cuando cada rincón de ti se me abalanza
sobre los cauces de mis ansias vivas…

Son versos que pertenecen al poema Esencia del deseo, para mí uno de los más vibrantes, junto A la deriva de ti, Locura, Habitar tus manos o La distancia de tus labios cada vez que me miras, me aniquilas la cordura…— exponentes de esta pasión rebasada de la que hablo. Pero entre los poemas donde se expresa la pasión carnal se intercalan otros de tono reflexivo, poemas que intentan comprender un fracaso y elevan la escritura a catarsis, tan indefectible como necesaria, para, de este modo, renovar la apuesta por el amor y poder seguir viviendo. Y porque la vida sigue, Rosa arde en llamas —en consunción de sí misma—, llamas con las que, de nuevo, dar vida al amor: …quiero quemar mi pasado en las llamas del corazón./ El fuego calma mi duda y la incertidumbre… Sea un poema reflexivo como La lluvia no siempre moja; en él Rosa utiliza la anáfora para expresar el no retorno ineludible de las cosas que fueron cotidianas, del tiempo otrora feliz, pero aun así, con la repetición del nunca —adverbio drástico de negación que enfatiza una imposibilidad— permanece un centro en ella intacto que aguarda, contra viento y marea, contra tiempo; un centro de intimidad permanentemente ardido de esperanza:

Nunca se podrá convertir una piedra en barro
por mucho que caiga la lluvia sobre ella.
Nunca se podrá volver a mirar hacia atrás
y hacer lo mismo que entonces…

En el poema las reflexiones caen como mazazos, sentidas, pensadas, albergadas y maduradas en ese centro íntimo del ser como un cúmulo de sabiduría pronto a licuarse, a convertirse en río, quizá de lágrimas. Y Rosa nos desvela el misterio, el amor que, aunque perdido, sigue agazapado, a la espera, en el centro de su corazón:

Nunca será igual la vida
sin tu presencia en mi oscuridad.

La experiencia de la vida sentimental de la autora toma cuerpo en Si te digo lo que siento… y quedará expresada con la profunda sencillez de la sinceridad. El tiempo que discurre sin cesar y, en su discurrir, conlleva alegrías y tristezas, la madre sorprendida en un aroma de ropa limpiaGuarda, calma, la paciencia es su aliada,/ detrás del telón de que “no pasa nada”/ abarca océanos…—, la abuela, poblada de arrugas sabias, la hija, vida y albaCuando en un llanto llegaste a mi vida/ ya dejé de ser yo el motivo de mi existencia,/ justo en ese momento que ni sentía mi herida/ se traspasó entre mis brazos mi corazón…—, ese tiempo, ese tiempo limpio donde fluyen los sentimientos se irá cargando de los frutos seguros del amor. Por eso Rosa no escatima agradecimientos, padres, hija, hermana, familia, amigos, amigas de gran corazón, pero también a todos aquellos que la han animado a escribir, componentes del Club de lectura STEVIA, compañeros de trabajo, incluso amigos virtuales, que sin presencia física han estado más cerca que muchos, y, cómo no, a sus lectores, conocidos y desconocidos: A todos los que alguna vez me reservaron un espacio en su corazón.

Si dejáramos de sentir dejaríamos de vivir, es la primera frase que, en unas palabras introductorias al poemario, expresa la autora. Y es así, los sentimientos dan espesura a la vida; sin ellos ésta sería demasiado lineal y, en ese sentido, anodina. Los sentimientos nos salvan del engranaje a que nos someten las rutinas y crean un bosque donde la vida se espesa, hasta el punto de que, si no los tuviéramos, no seríamos humanos sino máquinas. Es, pues, un gran privilegio sentir, aunque ese sentir tantas veces nos produzca tan intenso dolor. Rosa Raya se desnuda de sí en Si te digo lo que siento…, y nos ofrece sus sentimientos puros —el bosque espeso que ha creado su amor—, ansiosos de ser comunicados, transidos de pálpito. Ahora bien, en este su bosque o laberinto, no hay zonas de sombra, porque las emociones con que nos toca, aun anidadas de tristeza, son benévolas, amenas, suaves, delicadas, muy femeninas, en donde las estridencias han quedado limadas —también sublimadas— por una renovada y definitiva apuesta por el amor y la vida.
Me queda por decir únicamente que cualquiera que lea este poemario, a lo que invito, salpicado con fotografías de Juan Pedro Sicilia que perfectamente armonizan con los poemas, se sentirá tocado en el corazón.

                       
Todos los derechos reservados.
                        Jesús Cánovas Martínez©
                        Filósofo y poeta.
                       
                                Ad astra per aspera

viernes, 14 de abril de 2017

UNA REFLEXIÓN DE SEMANA SANTA

UNA REFLEXIÓN DE SEMANA SANTA



En principio, la culpa humana no es infinita, pero si es debida a una ofensa inferida a Dios, sí es infinita. Quiero decir que si el objeto de una ofensa, por grave que ésta sea, es un ser humano, por ser éste una criatura y, en este sentido, portador de una finitud constitucional, aun habiendo sido creado a imagen y semejanza de Dios, la culpabilidad que podría engendrar aquel que la infiere tendería a extinguirse metafísicamente, o, por hablar de una forma que se me entienda, tendería a diluirse en la mar del olvido y desaparecer con el tiempo. Pero Dios es infinito; por tanto, la ofensa que se le hace toma el cariz de infinito, esto es, adquiere el carácter de permanencia. Y, dicho esto último, habría que matizar el primer aserto, ya que el hombre finito, en cuanto hijo de Dios, adquiere la dignidad de la infinitud. La conclusión es clara: la ofensa, no sólo a Dios sino al hombre mismo, toma el sesgo de la infinitud; la culpa derivada de ella también.
Ponderar la cuestión planteada creo que es importante, especialmente para un cristiano, porque si éste no lo hiciera tal vez pudiera caer, utilizando una expresión de Hannah Arendt, aunque dándole cierto sesgo, en una banalización del mal. Y esto sencillamente porque si para su actuación se apoya en una mera ética de intenciones olvidando la de las consecuencias, podría caer en errores de bulto, posiblemente irremediables, al derivar su acción de contextos ideológicos en sí mismos deformados. En ciertas ocasiones, incluso desde lugares desde los que no se debería oír, se oye cómo la cuestión del mal se reduce a motivos meramente psicológicos; se obvia la existencia del demonio, del tentador, y ese demonio se reduce a desajustes psíquicos, con lo cual, a la larga y a la corta, se termina negando cualquier tipo de sobrenaturaleza. Conclusión: el hombre pasa a ser el ombligo del mundo, y ese hombre, sin ninguna otra referencia, se considera único dueño de su destino, tanto de su felicidad como de su desgracia.
Desde mi inteligencia lega, no puedo estar menos de acuerdo con ese tipo de planteamientos; primero, porque teóricamente los considero erróneos, y segundo, porque pueden llevar, y de hecho llevan, a la actuación banal, esto es, a la actuación tontamente grave. El mal, fruto de un acto libre de la voluntad que opta por apartarse del designio divino, produce siempre consecuencias desastrosas. Debido a él cayeron los ángeles rebeldes, debido a él cayeron nuestros primeros padres, y debido a él crecen de forma entrópica las desgracias que sufre la humanidad. No me voy a detener en mostrar cómo los textos sagrados inciden en este pormenor, y cómo el diablo, entidad pervertida y pervertidora, azuza el desconcierto, porque tal eventualidad viene escrita en mayúscula, en negrita y, por si fuera poco, en subrayado.
Saldrá el teólogo de turno a decirme que debería callar sobre las cosas que no entiendo y que él, en razón de sus sesudos estudios, sí entiende, hasta el punto de que es depositario de la verdad. No lo contradeciré, sino tan sólo vendré a señalarle en estas fechas de Semana Santa el misterio del cristianismo. Dios, en un pequeño planeta del extrarradio de una galaxia entre millones de galaxias, se encarna en un ser inteligente y con voluntad: se hace hombre. Dios, infinito, asume la finitud humana, y lo hace para rescatar al hombre de la miseria y abrirle las puertas del cielo, en última instancia, para deificarlo. Pero la cosa no es fácil, puesto que su vida terrestre, tal y como la muestran los evangelios, se revela como una constante lucha contra el mal, en la que no sobran zancadillas, lazadas y profunda animadversión.  De poco vale que expulse demonios o resucite muertos como signo de su divinidad, porque al final, en el juicio más injusto de la historia, será condenado a muerte de cruz. Vir dolorum, así lo describen tanto Isaías como el salmo 22. Sin entrar en otras consideraciones, la paradoja divina sobrecoge; esa muerte, la sangre derramada de Jesús en la cruz, opera el rescate: la salvación de la humanidad.
Sería fruto de la ignorancia, quizá de la vanidad, pensar que ese tipo de seres, inteligentes y libres, capaces de la acción moral, entre tantos miles de millones de galaxias, por no hablar de la multiplicidad de los estados de existencia o de los mundos paralelos, tan sólo existen en un minúsculo planeta rocoso perdido en cualquier rincón del cosmos. Si es así, ¿qué necesidad tenía Dios de encarnarse y morir patéticamente en ese triste rinconcillo del multiuniverso?
Realmente sabemos tan poco, y aun con lo poco que sabemos, cabe la sospecha de un drama de dimensiones cósmicas. Hay aquí, en el gesto divino, algo más de lo que unos ojos miopes podrían ver. En mis entendederas, para que de tal manera Dios realizara el ajuste del desajuste, el desajuste no podía ser el meramente psíquico de algunos pequeños seres perdidos por ahí, sino más bien uno de raíces espirituales que afectaba de la totalidad del cosmos y también involucraba a esos pequeños seres; de lo contrario no hubiera hecho falta ni la encarnación ni la posterior muerte de la Segunda Persona de la Trinidad. La derrota de los demonios y del mal por ellos instigado exigía su sacrificio, la expiación de la culpa humana no era posible sin el concurso de Dios mismo… ¡casi nada!
A lo sumo, el infierno existe pero está vacío… ¡Ojalá!


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                                   Jesús Cánovas Martínez©
                                   Ad astra per aspera

jueves, 13 de abril de 2017

OTRAS CAUSAS

OTRAS CAUSAS
GINÉS RECHE
Ediciones En Huida




Guardo recuerdos muy agradables de Oria, pequeña localidad del septentrión de la provincia de Almería, situada en la falda sur de la Sierra de las Estancias. Allí conocí a José Hierro en persona, a Félix Grande y a Antonio Carvajal. También conocí al poeta murciano afincado en Almería, Domingo Nicolás, junto a poetas de la talla de Julio Alfredo Egea, Pilar Quirosa-Cheyrouze, Ana María Romero Yebra, Juan José Ceba o José Antonio Sáez, y a otros cuantos que no nombro porque no es cuestión de extender el listado indefinidamente, con el peligro añadido de dejar a alguien en el tintero. Fue debido a los Encuentros de Poetas Almerienses —a los que nos adosábamos, por ese arte de birlibirloque y amistad, determinados poetas de la Región de Murcia—, organizados durante una serie de años sucesivos por Ginés Reche, el concejal de cultura de la localidad, quien me fue presentado por otro poeta de los que admiro y sigo, como no podía ser para menos: Antonio García Soler.
Aquellos Encuentros de poetas en Oria se extendieron desde el año 1991 a 1998, y el servidor que esto escribe tuvo el honor de acompañar, entre el coro de los teloneros, a aquellos grandes mencionados arriba, y pudo departir con ellos, comer, tomar cafeses o copas, fumar, cambiar impresiones e, incluso, soportar bajo una lluvia torrencial a un cantaor de Almería capital, más terrible que la terrible lluvia. El susodicho llegó a decir durante la cena previa a su actuación —mis oídos lo oyeron, puesto que me encontraba enfrente de él— algo de esta guisa: Cuando yo canto, hago callar a todo el mundo, y no desmintió el aserto. Acabada la cena, en ambiente distendido, estando el personal ocupado en los apacibles postres o saboreando la oportuna copichuela, tras la finura de un suave rasgueo por quien le acompañaba, el cantaor comenzó a dar unos berridos horribles. De repente se rompió el encanto, y bajo la espeluznante lluvia, donde el agua literalmente caía a cántaros porque era una gota fría, comenzaron a huir las personas de bien que se encontraban en el local, incluso, puedo decir sin faltar a la verdad, se atropellaron en el intento de alcanzar la única puerta de salida. Uno de los primeros en escapar fue el mismo Pepe Hierro, en cuyo honor se establecía aquel canto de agasajo, que, echándole valor, salió sin paraguas a la inclemente noche para aprisa dirigirse hacia el hotel donde pernoctaba. Tales recuerdos quedan para siempre en esos baúles queridos que archivan los desvanes de la memoria.

Las tres veces que asistí a aquellos Encuentros, salí hondamente impresionado. Una localidad de apenas un poco más de dos mil habitantes congregaba, junto a la pléyade de teloneros, poetas de fama internacional. El salón de la Casa de la Cultura, rebosante; las niñas del colegio, oficiando de rigurosas azafatas; el pueblo en vilo atendiendo lo que en verdad era una auténtica fiesta de la poesía; todo ordenado, perfecto, digno. ¿Cómo no emocionarse? Sí, ¿cómo no emocionarse cuando vi al abuelete, con sombrero y gayado, escuchar con atención solemne recitar a Hierro —un hombre pequeño, con cabeza de mogol y muy simpático—, con aquella su voz aguardentosa, Lope. La noche. Marta:

He abierto la ventana. Entra sin hacer ruido
(afuera deja sus constelaciones).
«Buenas noches, Noche».
Pasa las páginas de sombra
en las que todo está ya escrito.
Viene a pedirme cuentas…


O cuando Antonio Carvajal contó una anécdota: la emoción que sintió un pastor al oír por primera vez el inicio de la Soledad primera de Góngora, y cómo desde su sencillez, su albura o virginidad, captó, sin entender, el sentido del poema:

En que el mentido robador de Europa
—media luna las armas de su frente,
y el Sol todo los rayos de su pelo—,
luciente honor del cielo,
en campos de zafiro pace estrellas…

Y dijo Carvajal, que, estupefacto ante tan inesperado descubrimiento, tras sentir aquella belleza enervadora, desde su nubilidad, el pastor emitió juicio, certero y sentencioso: Son versos que tienen vuelo.


O con Félix Grande, en un almacén habilitado para que cupiéramos los poetas, después de cantar con las manos entrelazadas, un himno de libertad… ¿cómo no emocionarse si acabábamos de oír, en la voz de su autor, Las nanas de la metralleta?


A finales de septiembre, por aquellos años se hicieron en Oria las noches inmensas. Era una época donde confluían los días de vino y rosas, y acorde con la misma el servidor comía, bebía y… endechaba a diestro y siniestro, sin sospechar que a la vuelta de unos años, en una emboscada de la vida, varios putones desorejaos y algún mariconazo de tomo y lomo, lo calumniarían, lo injuriarían y destruirían su vida. Dicho lo cual, ¡pelillos a la mar! El daño hecho, opera la resiliencia, y mal que le pese a esa canalla, les estoy agradecido. En el fondo y en la superficie. No pueden ni imaginar lo que el servidor ha aprendido y crecido como persona desde el momento en que sobre él dejaron caer la infamia.
Pero en este post no vengo a hablar de los Encuentros en Oria, que merecerían un capítulo aparte, ni siquiera de mí, aún menos de cualquier tipo de gentuza —ya habrá ocasión, pues la pintan calva: tengo por ahí unos escritillos de tono pedagógico que están deseosos de salir a la luz pública y, aunque sin resolver el problema (calumnia que algo queda), ayudarán a esa gentuza a comprender algo que todavía no han entendido y que, seguro, hasta les hará reír—, porque me mueve otra intención, y muy loable, en razón de la cual si he mencionado lo anterior ha sido para enmarcar debidamente el libro del cual quiero dar unas pinceladas: Otras Causas, de Ginés Reche.
El artífice —ya lo he dejado dicho— de aquellos Encuentros de poetas, y, consiguientemente, el depositario del mérito a ellos obligado, no fue otro que Ginés Reche. Cuando organizaba aquellos días intensos de poesía, Ginés era un poeta oculto que esperaba su momento para eclosionar. Lo haría pasados unos años. Antes casó Ginés, y, tal vez, siguiendo una tradición, tan ancestral como consuetudinaria de la España del Sur, marchó para Barcelona. Allí pasó unos años con desigual fortuna. Pero la llamada de la tierra, de su tierra, era fuerte y terminó por regresar al pueblo que le vio nacer. Y allí reside, en Oria, donde trabaja y escribe poemas en las noches encendidas, cuajadas de estrellas.
He dicho que Ginés marchó, sí, pero al igual que si de un viaje iniciático se tratara, volvió. Pero al regresar a su tierra, ya traía unos frutos maduros de poesía: Huésped Extraño, poemario aparecido en 2007, por el que obtuvo el Premio Joaquín Benito Lucas de Poesía, y, Otras Causas, de 2016, que ya conoce su tercera edición, del que a continuación voy a decir algo.


Lo primero que llama la atención de Otras Causas es su minimalismo expresivo y un sorprendente juego de adverbios con los que a veces se cortan los versos a ras; lo componen poemas breves, casi haikus, en los cuales los espacios en blanco —el silencio— viene a formar parte de los mismos. Tal característica redunda en una amplificación de resonancias donde el lector, lo quiera o no, se ve involucrado como si fuera objeto de una provocación. Los poemas son enigmas, golpes de sentido de lo que su autor quiere expresar y transmitir, velado y desvelado tantas veces en forma de aporía; de este modo, la elipsis campea por el poemario hasta un punto extremo, erigiéndose en figura fundamental del mismo —esta característica, curiosamente, la encuentro de modo eminente en otros poetas almerienses como Domingo Nicolás o Antonio García Soler—. Ahora bien, mientras que la elipsis involucra al lector y convoca el enigma, la brevedad involucra el desamparo del autor, la incógnita que propone y ha de ser resuelta. Ésta aparece ya en el mismo título: ha habido causas, y no obstante existen otras causas. ¿De qué? ¿Por qué? ¿Para qué? La necesidad de entrar en la mente del autor, en su vida y en su emoción, se impone. A falta de claves que lo conduzcan por el laberinto donde debe de desentrañar ese ovillo de las interpretaciones, lo mejor que en un inicio puede hacer el lector será dejarse llevar por las emociones que se concitan en el poemario; luego indagará las causas añadidas:

Qué suficientes causas
traerán la doctrina
de tu cuerpo,
atracción limpia.
               Amor
por cualquiera
de tus esquinas.

Esa materia
en la escucha
del tacto,
               a veces.


En Otras Causas, Ginés Reche realiza una suerte de esteganografía del amor y el desamor, e incidirá, consecuentemente, en las causas y descausas del amor. Si el amor es universal, difícil sin embargo será comprender su vivencia si éste no se ha experimentado en singular y, tras una experiencia íntima de deseo y salida de sí, no se ha transubstanciado en el plural de la intimidad, esto es, del dos, porque, en definitiva, el amor se vive en un plural que sólo admite el dos. Ahora bien, dicho lo cual, cuando el amor se comunica, o se intenta comunicar, sólo se puede hacer en singular. A falta de esa experiencia íntima del autor que el lector análogamente sospecha debido a su propia experiencia, ofrece el primero, a manera de algoritmo para descifrar el mensaje que transmite, la secuencia misma de los poemas que integran Otras Causas, las cinco partes del poemario que de este modo adquieren un significado especial. No llevan nombre —los poemas, sí—, sino el romano que las diferencia, porque quizá Ginés considera que sea necesario mantener el enigma, suspendido entre las partes, que son como los espacios de silencio donde se insertan las causas, y sólo tras haberlos transitado, cuando el lector ha quedado impregnado de la emoción y belleza de los poemas, le advendrá la posibilidad de su desciframiento. Aun así, propone el autor al lector una dedicatoria, sin nombre, significativa, como hilo de Ariadna: Para ti que tanto fuiste.


Guiándome por las imágenes que concitan los poemas, al primer espacio de silencio de Otras Causas le pondré un nombre: Cuerpo, y añadiré, Cuerpo de deseo, atracción de la carne que lleva al beso y al vuelo. Al segundo espacio, en el cual se concitan la sed con los labios, lo llamaré eso mismo: Sed y Labios. Aprendí a ser templo/ en tus labios, expresa el autor en el poema que lleva por título Fuera de la mirada. El deseo incipiente de la primera parte, termina por fraguar en un intenso erotismo, un erotismo limpio, donde la amada queda descubierta en su nudez, con el tacto de unas manos intensas de amor que buscan el conocimiento, a tientas, a caricias: Otra forma de amar/ encontrada en tu cuerpo:/ aprender de las manos/ lo hermoso que es quererte. Alegría de lo núbil, del descubrimiento. La sed sentida sólo se aplaca bebiendo en la copa ese vino espeso y fuerte que es el amor, la bebida con que se aplaca el deseo o la mar que impregna la estación del estío, esto es, la estación que suma más amor al amor: Sin saberlo,/ yo veraneaba en tu boca,/ tendida/ al sol de agosto. Acontece así la pérdida de la propia identidad de aquel que ama, cuando se diluye en la amada y sólo vive en ella, por ella y para ella. Y el lenguaje se vuelve plural entre los labios; así encontramos la siguiente imagen: tus labios/ diluyen las palabras,/ las miradas y el tiempo. Labios en donde se bebe la sed, recurrencia a la que vuelve el autor en vaivén de olas o marea: He quedado desnudo/ al borde de tus labios. O: Bebe, bebo, y brindamos, en la sed devorante. O también con el oxímoron: Bebiéndote, sufrí la sed. Porque el deseo no se aplaca, se enciende con cada sorbo: Cada día nos vemos/ más cerca de la boca. Figuras orales que rayan el erotismo, entrevisto, explícito y velado al mismo tiempo, de deseo y desnudez, un canto puro donde se enviste la forma del amor, la apertura a lo ignoto, a la alteridad que se desea incorporar al propio ser y sólo se incorpora en la pérdida de sí, perdiéndose definitivamente en los contornos difusos del otro ser.
Si en el primer y segundo espacio de silencio se alude al cuerpo, el tacto y la sed, en donde los labios y las manos concitan su especial danza de amor y erotismo, en el tercer espacio aparecerán las imágenes visuales; los labios poco a poco serán sustituidos por los ojos, y el tacto cederá ante un toque de inteligencia. Los ojos propondrán una objetivación que ese encuentra en la distancia, una ruptura, una pérdida, algo que se busca: el tú, el tú objeto del amor, se distancia del yo del sujeto que se creía infinito al sentirse perdido en el territorio ignoto del otro ser: En tus ojos perdí/ la patria de nuestras miradas. Los labios distan: Confines/ donde tus labios:/ el jugo/ de un silencio. En el laberinto de los puntos cardinales, el intenso amor cede y se oculta, como las palabras que lo comunican: Distancian las palabras/ que recorren el humo,/ el cenicero. Y el amor se vela en noche, porque aparece la incomunicación: Te amaré detrás/ de tu silencio oscuro. Y así acontece la plena causa del desamor, explicitada con una anáfora:

Mi soledad
en tu piel.
Mi soledad
en tu cuerpo.

El cuarto espacio del poemario incide en la soledad del desamor, en el naufragio del amante que no encuentra a la amada; gestos mecánicos, caricias o tacto, ya no aluden a la emoción prístina, al encuentro gozoso. Aunque se vivencia el sexo, aparecen luces ciegas que preludian el drama. Hay una rápida transición de motivos desde el poema que lleva por título La siguiente colinaEn vertiente de sombra, una noche desnuda, una estrella en el sexo/ dispara su luz ciega— al poema tan inquietante como su título, CelosTuve el combate/ cuando te abracé sucio/ de polvo y de palabra—. Por eso el poeta se convierte en una ciudad de mendigos, pronto al naufragio y al otoño inclinado, en la lluvia de un precio, desasido de sí y del amor que lo sostenía.
En el quinto espacio de silencio toma forma el desasimiento, la huida y la posterior reflexión.


No diré más. Quien quiera saber tiene el poemario a su disposición. Añadiré únicamente que los poemas que integran Otras Causas están trabajados con la pericia del relojero, estructurados y reestructurados, y a duras penas, con musicalidad en florecimiento —algunos se ofrecen a ser cantados— contienen una emoción que escapa por sus silencios, el bagaje poético, amplio, del propio autor.
Seguramente me he equivocado al proponer esta lectura de Otras Causas, porque el conocimiento de las otras causas, aun de las posibles, propiamente compete a Ginés Reche. Pero, ¡bueno!, si me he equivocado, mejor así, puesto que será acicate para que el futuro lector encuentre nuevas interpretaciones que desmientan la mía, y quizá desmientan —¿por qué no?— la del mismo autor. En cualquier caso entrará por un territorio de emoción intensa, de elipsis y silencio, donde seguramente, alguna vez se sentirá perdido y tenga que recomenzar el camino que creía trazado. Eso no desmerece el poemario, lo ensalza: redunda en la riqueza de Otras Causas, causas pronto a sumarse a nuevas causas.

                                              
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                                               Jesús Cánovas Martínez©
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