miércoles, 18 de noviembre de 2015

UN MUNDO FLOTANTE

UN MUNDO FLOTANTE





Mientras mis padres esperaban que se les concediera la casa que habían solicitado en la colonia ferroviaria de las Casas de la Renfe, vivimos con los abuelos en el nº 8 de la carretera de El Palmar, al mismo cruzar el paso a nivel, un poco más allá del bar La Campana, enfrente de las Casas del Bachilla y del camino de Santo Ángel. La carretera de El Palmar no era como lo es ahora y tenía su pequeño encanto; adoquinada y flanqueada por inmensos y rumorosos plátanos de sombra, en los veranos, al atardecer, salían las familias a sus anchas aceras para tomar el fresco que traía la brisa.
            Recuerdo la casa de mis abuelos —acostumbrado al cuchitril de las Casas Baratas de Lorca— como inmensamente grande. Era de techo alto y de espaciosas estancias. Tenía un gran vestíbulo conforme se entraba, con una habitación adosada a su izquierda que hacía las veces de dormitorio de mis abuelos. Tras el vestíbulo, separado por unas cristaleras, el salón-comedor; recuerdo la gran lámpara de caireles que lo presidía, la mesa de roble con patas que acababan en garras, los cuadros en las paredes con las fotos de mis abuelos y de sus hijos, y de los abuelos de sus hijos, esto es, de mis bisabuelos. Me llamaba la atención una foto en especial: la de mi bisabuelo Jesús, a quien no conocí, muerto prematuramente a la edad de cincuenta años. En sepia deslucido se mostraba un busto con el rostro algo lateralizado de un hombre fornido —había sido un gigante de dos metros de estatura—, joven, con un innegable aire de familia. Vestía un gabán a cuadros y calzaba pajarita al cuello, pero lo interesante y lo que verdaderamente llamaba mi atención era el inmenso bigote, rizado, a lo imperial, que lucía por encima de su labio superior. Se contaban de él unas cuantas anécdotas, no del todo halagüeñas; la más traída y llevada por la familia era la que hacía mención a las persecuciones, ya al final de su vida, que realizaba por la casa detrás de la mujer, menuda y escurridiza, que le había dado quince hijos —catorce hembras y un varón, mi abuelo— con un cuchillo de cocina en ristre. En la foto, sin embargo, su rostro era amable, casi a punto de estallar en benigna sonrisa; por él la familia emparentaba con el muy ilustre Cánovas del Castillo, de quien había sido sobrino. Adosado al salón, y contiguo al de mis abuelos, había otro cuarto: el dormitorio de mis padres, con una cama con dosel de bronce troquelado. Arrancaba del salón un largo pasillo que servía de nervio de comunicación con las otras estancias de la casa. A su derecha, conforme nos adentrábamos, se sucedían la cocina, con fogón y aljibe; un cuarto habilitado para que pudiésemos dormir mi hermano y yo; otro cuarto, con trastos viejos, entre los que me llamaba la atención el zafero con espejo donde se afeitaba mi abuelo; otro cuarto con más trastos y, al final, un último cuarto, colindante con el aseo, muy tétrico y oscuro, que daba a un antiguo huerto invadido por la hiedra y otras plantas trepadoras que tendían sus zarcillos y hacían sobresalir una gran cantidad de campánulas azules entre los limoneros. Aquel último cuarto tenía cierto halo de tristeza contenida, y mi hermano y yo, en nuestras correrías y registros, evitábamos entrar en él; pero era éste el que se le había asignado a mi hermana como dormitorio y ella contaba cosas que mejor es callar de momento. Al otro lado del pasillo que servía de comunicación con las habitaciones descritas, separado por unas cristaleras, se encontraba el patio, con el retrete en un lateral —un estrado espacioso con dos agujeros redondos sobre el pozo séptico, cuyas tapas de madera había que destapar antes de ponerse en cuclillas para realizar las necesidades de la humilde condición humana— y, al fondo del mismo, cabe la puerta que daba al huerto, los restos de lo que en otros tiempos podía haber sido un gallinero. Traspasado el patio, una pequeña senda llevaba hasta la cercana acequia que discurría entre los cañizos, rumorosa de agua.


Con el buen tiempo, esto es, casi siempre, los críos jugábamos por las calles enzarzados en inocentes juegos: el escondite, el churro, media manga, mangotero, el ajo picao, los lirones —cuando era época—; entretenidos en hacer bailar el trompo o con un tejo ganar a los bambúes, o a las chapas o las bolas. Frecuentemente, antes de que nuestras madres nos cazaran para la cena, adosábamos un abejorro a algún infeliz, por lo que la fiesta solía terminar en caneo; luego nos despedíamos contritos con la clara intención de reanudar los juegos al día siguiente.
En lo que a mí respecta, ir al jardín de Floridablanca, más allá del paso a nivel y El Rollo, era hazaña de los domingos. Mi madre solía llevarnos a los dos pequeños, a mi hermano y a mí, a la iglesia de El Carmen; luego de la misa venía el merecido asueto. Pero tengo que decir que antes de ir a aquellas misas en El Carmen habíamos ido a las de San Pío X, parroquia a la que por ubicación pertenecíamos. San Pío X, enfrente de La Innovadora y muy cerca de La Fesa —fábricas que los críos frecuentábamos para robar melones o lo que se terciara—, se hallaba entonces al borde mismo de los huertos de limoneros pues Murcia era una ciudad mucho más chica de lo que es ahora.
Andaba yo por los ocho años y mis progenitores estimaron —más mi madre que mi padre—  que era momento para que hiciera la primera comunión. Un día mi madre me vistió a lo guapo, me cogió de la mano y me llevó, presurosa, a la iglesia de San Pío X. Entré con ella en la sacristía donde nos recibió el párroco. Supongo que mi madre llevaba algún tipo de discurso preparado, por lo que sucedió a continuación. El párroco era un hombre mayor, vestía sotana y recuerdo en él una actitud muy displicente. Mi madre quería a toda costa que aquel mes de mayo yo hiciera la comunión, y le dijo al sacerdote que el niño —es decir, el servidor—se encontraba preparado y conocía los rudimentos de la fe y las enseñanzas del catecismo. El párroco aludía que era imposible que el niño hiciera la comunión ese año, pues no había asistido a la catequesis preparatoria y, por tanto, ignoraba lo básico de la fe. Pero mi madre insistía en que el niño tenía esos conocimientos y que si no lo había llevado a catequesis se debía a la circunstancia del reciente traslado de domicilio. Fue entonces cuando el párroco le hizo una pregunta inquisitorial:
—¿Cuánto llevan ustedes viviendo en Murcia?
Mi madre le respondió sin vacilar:
—Dos meses.
Y ese fue el momento cuando yo, que todo el tiempo había estado callado, intervine:
—No, mamá, te has equivocado, no son dos meses sino siete.
Me movía la buena voluntad, ante el lapsus de mi madre, estimé que, para bien, lo mejor era enmendar aquel error. Yo sabía que los niños no debían intervenir en las conversaciones de los mayores, pero aquel flagrante olvido ante solemne persona, pensé, se debía corregir para que quedara reforzada la autoridad de mi ascendiente. Dije, pues, aquella verdad como un templo y callé.
Siguieron hablando, pero la conversación duró poco más. Pronto el párroco nos despidió y, a mi parecer, sino a cajas destempladas, con cierta frialdad. No podía ser:
—El niño no está preparado para comulgar —dijo el sacerdote con cierta hinchazón en la mirada.


La vuelta a casa fue terrible, mi madre iba enfurruñada, sola con sus pensamientos, y no me dio la mano. No recuerdo lo que me dijo durante el camino de regreso, si es que me dijo algo, pero su actitud, tan diferente de cómo había sido a la ida, me confundió bastante. Como era muy ligera de manos, yo temía que en casa hiciera bailar la zapatilla. A su favor tengo que decir que mis temores no se confirmaron y no hubo zapatillazos, pero sí rapapolvo verbal.
—¡Cuántas veces te he dicho que los niños no deben intervenir en las conversaciones de los mayores! —me soltó la progenitora, ya en casa.
Y mi abuela le sirvió de refuerzo:
«Los niños no deben entrar en la conversación de los mayores». «Los niños deben estar callados». «Bla, bla, blá, bli, bli, blí... Bla, bla, blá, bli, bli, blí...». «¡Cuando hablan los mayores, los niños se callan!». « Bla, bla, blá, bli, bli, blí... Bla, bla, blá, bli, bli, blí...». ¡Qué cansinas!
Fundamentalmente, con apostillas de mal gusto, eso me recriminaban las dos, madre y abuela, pero yo no las reconocía; las veía como extrañas, transmutadas de repente en seres absurdos. Les faltaba estirarse de los pelos, y faltó poco. «¡Vaya con el cura!». «¡Con tantos sayales!». Y, en aquellas, se confesó mi madre a mi abuela. Le dijo que, tras mi intervención, los sofocos le iban y le venían y no sabía dónde meterse; en su vida había pasado tanta vergüenza.
La respuesta del párroco había sido inmediata a mis precisiones sobre las cuestiones temporales:
—Señora, en siete meses había tiempo suficiente para que el niño hubiera asistido a catequesis.
Me habían inculcado que los niños no debían intervenir cuando los mayores hablan, pero también me habían dicho que había que decir la verdad siempre, ¿en qué quedábamos? ¿Mi madre sentía vergüenza por la verdad? Y si la verdad debe prevalecer sobre la mentira, ¿qué había hecho mal para que reaccionaran, ella y mi abuela, de aquella manera? Mi padre, poco dado a trasegar con los curas, rio con ganas al enterarse de los términos en los que acabó la entrevista, que pasó a ser famosa durante un tiempo entre las comidillas familiares. ¿Las consecuencias? Mi madre dejó de asistir a las misas de san Pio X y, fervorosa, comenzó a decantarse por las de El Carmen.
No obstante, a pesar del affaire, mis progenitores no estaban dispuestos a cejar en el empeño de verme vestido de comunión aquel año, así que tiraron para Lorca con el fin de hablar con don José, el joven párroco de la iglesia de Cristo Rey, nuestra antigua parroquia. Don José fue amable; tan sólo les pidió una entrevista a solas conmigo. Me interrogó para sondear mis conocimientos bíblicos. Hizo que le recitara el Padrenuestro, el Ave María, la Salve, el Credo; me hizo preguntas sobre la historia sagrada, sobre la vida de Jesús; me preguntó sobre las cuestiones del catecismo:
—¿Cuáles son los enemigos del hombre?
—Los enemigos del hombre son tres: El demonio, el mundo y la carne.
—¿Qué son los pecados capitales?
—Los pecados capitales son los vicios a los que la naturaleza humana está principalmente inclinada, y se llaman capitales porque son capaces de generar otros pecados o vicios.
—¿Cuántos son?
—Los pecados capitales son siete: soberbia, avaricia, envidia, ira, lujuria, gula y pereza.
—¿Qué virtudes contrarrestan los pecados capitales?
—Los pecados capitales son vicios que se pueden contrarrestar cultivando sus virtudes correspondientes: Contra la soberbia, humildad; contra la avaricia, generosidad; contra la envidia, caridad; contra la ira, paciencia; contra la lujuria, castidad; contra la gula, templanza, y contra la pereza, diligencia.
Hablamos sobre el pecado, sobre la Iglesia, sobre la figura del Papa.
—Si el Papa peca, ¿se condena? —le pregunté a don José.
—Si se arrepiente, no.
—¿Pero y si no se arrepiente y muere en pecado mortal?
—¡Entonces sí!
Yo era muy preguntón. Vi la ocasión y asaeteé a preguntas al joven párroco; éste reía con frecuencia, pero no me dejó ninguna sin contestar.
Mi madre no mentía: Yo tenía conocimientos sobrados para hacer la primera comunión, aun sin pasar por catequesis. Don José se lo confirmó: «¡Ojalá que muchos adultos supieran lo que sabe el crío!». Y, mi madre, aquella frase pasó a exhibirla con cualquier motivo; se la recordaba a las vecinas, a la familia, a todo el que se le ponía a tiro: «Don José dice que el crío sabe más de religión que los adultos». Se sentía satisfecha de su hijo y paseaba su orgullo de madre sin rubor. Quedaba de este modo resarcida de la fatal entrevista.
Y yo me sentí feliz de hacer mi primera comunión en Lorca, la ciudad que yo quería y que tanto dolor me había costado dejar. Para aquel día mis padres compraron dos tortadas y unas cajas de refrescos y cervezas; el día anterior al evento la familia lo pasó haciendo pequeños bocadillos de atún, queso, anchoas, salchichón, chorizo, que después liábamos en fino papel. Todavía conservábamos la antigua casa, en el nº 5 de la calle Francisco Cayuela, y la fiesta se realizó allí, en mesas improvisadas con tablones y bancos de madera que mi padre sabría de dónde los trajo. Fue uno de los días más felices de mi vida. Recuerdo que cuando me confesé con don José, tuve que inventar algún pecado. Rascando en mi interior encontraba pocos de envergadura, así que, por si fuera cierto o no, confesé que había robado dos reales del bolso de mi madre y que había dicho palabrotos, aunque, ¡bueno!, cualquier cosa que fuera mala hizo las veces. Mi padre que creía en Dios, pero no en los curas —eso solía decir—, también se confesó. Preguntado por el joven sacerdote acerca de la razón por la cual no frecuentaba los sacramentos, le contestó que debido a su trabajo no tenía tiempo para ir a misa. Oír a mi padre, un hombre complejo y muy inteligente, comentar después aquella respuesta dándola por aceptable, me confundió; al igual que pocas semanas antes me había sentido confundido, cuando me debatí con dilemas y experimenté culpabilidad como consecuencia de una extemporánea intromisión en las conversaciones de los mayores.


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                                               Jesús Cánovas Martínez©


martes, 10 de noviembre de 2015

ANCHE SE AL BUIO (AUN A OSCURAS).

ANCHE SE AL BUIO (AUN A OSCURAS). Edición bilingüe.
DIONISIA GARCÍA




Todo el mundo sabe, aun a oscuras, que el tiempo tiene algo de ficticio, porque si lo pensamos detenidamente, los acontecimientos todos, por paradójico que nos pudiera parecer en una primera consideración, están sucediendo en el mismo momento. Para que nuestra consciencia ordinaria de vigilia los registre, los identifique y comprenda, se hace necesario su desglose, su sucesión; sin embargo, a poco que apliquemos nuestro análisis, comprobaremos que esta sucesión es ilusoria. Hay graves rupturas, tremendos corrimientos, hiatos insalvables de un acontecimiento a otro, y aunque parece que estos se siguen como perseguidos, deberemos concluir que no es así. Todo está sucediendo en el mismo momento, y el aparente paso nos recuerda que aquello que sucedió en un remoto pasado es ahora cuando sucede, y que lo pasado y el mismo paso se nos hacen presentes de forma vívida, núbiles en el instante en que se ofrecen.
Sale el caminante y va hacia algún sitio, pongamos por ejemplo, y en su deambular por las calles de la ciudad contempla el primer brote de la primavera en un árbol ofrecido, y sigue caminando, se encuentra con un amigo y los dos hablan acerca de una próxima excursión que proyectan para el fin de semana, y sigue caminando, luego entra en una tienda y compra un artículo, sale y sigue caminando, mira el cielo, las calles, las caras de las gentes, se fija en el tornasol de la luz sobre algún escaparate, como un fogonazo le deslumbra y siente la gracia al pasar de unas muchachas, y sigue caminando; otro encuentro, un compañero de trabajo con el que habla sobre un tema, nada de particular, y sigue caminando, a veces siente tristeza, otras alegría, y sigue caminando, sigue caminando y de repente se encuentra en las afueras de la ciudad, por los caminos ignotos, frecuenta las veredas, ve pasar amenos los regatos del agua, desfilan ante su vista las fochas entre los cañares del río, y camina y camina...

He pasado los montes y las huertas,
también la tierra yerma y los gredales.
En ello estoy y allano la fatiga.

Es un hecho constatado que el caminante no camina solo: camina consigo mismo, esto es, camina con una multiplicidad de voces y miradas que van con él, y en él, y por él toman cuerpo, sentido. Porque el caminante camina con sus ideas, con sus emociones, con sus anhelos, con sus esperanzas y desesperanzas, que son las ideas, las emociones, los anhelos, las esperanzas y desesperanzas de toda la humanidad. Por eso, la paradoja: el caminante solitario, no es un solitario. Lo acompañan multitud de gestos, de palabras; lo acompañan los otros, los que fueron, los que son, y constantemente hablan y le hablan: en él, dentro de él, por él. Los espejos constatan la propia realidad de los espejos, tersos, y por sus imágenes discurren y destellan los unos en los otros; especulan callados y sonoros entre sus láminas; vuelven y se devuelven entre sí un eco, resonante, como un envite, a modo de palabra perdida. El caminante dialoga consigo mismo que es como dialogar con el mundo todo, porque el mundo todo en él vive, y en él toma referencia y se concreta. Es así. El caminante pasa bajo la luz que el sol dora; se sabe paso, mirada transitoria sobre el mundo, pero ese mundo especular y fluctuante no podría ser tránsito si el caminante no lo transitara, si a este no le afluyera a sus ojos. El caminante constata el suceder de las horas y los días, que son como el suceder de las calles, las plazas, los huertos, las tierras baldías o yermas o aquellas otras de frondosa verdura. Y se llena el caminante de preguntas, tal vez de respuestas, de respuestas solas, sin preguntas ya, porque estas últimas se han hecho innecesarias.
¿Hacia dónde se dirige el caminante? Aun a oscuras sabe que se persigue a sí mismo en pos de una meta diferida, y también sabe que todo lo que le ha sucedido, aun en su continuidad, solo tiene la hilazón de su propia mirada. Entre un acontecimiento y otro inmediatamente posterior constata un hiato portentoso, porque excluida la apariencia, su mirada es discontinua: el cielo que ve el caminante es un mismo cielo, aunque le recordaba otro; un mismo azul es el azul remoto, acontecido en un ayer, mas ahora recuperado en el único presente. Y es entonces que en su pecho le anida una punzada de extranjería. Su existencia, durante ese tránsito incesante, es vicaria, y así la percibe; el camino, su existir, solo existe en cuanto lo registra: caminante y camino son lo mismo, pero no son lo mismo.


Dionisia García sabe del camino, y sabe, tal vez como Kavafis, que el viaje no apunta a ninguna añorada Ítaca como fin, sino al viaje mismo, el laberinto acontecido de los mares y las islas, los puertos que se suceden, el resplandor de velas en lontananza, los interminables eslabones de una cadena férrea de días y de años; calles y más calles de una ciudad insomne, con niebla, oscura, y aun así, luminosa, porque el viajero no camina sino desde sí mismo hacia sí mismo, desde su centro hasta su centro, y este centro es inmóvil, pleno, permanencia en el Ser:

Luminosa mañana. Nada teme al olvido.
Yo celebro con ella la fiesta de las calles.
Poco más tengo cierto en esta vida breve
que comenzó otro día de hace ya muchos años.

Así comienza el primer poema de la obra, Mientras conmigo voy. La oscuridad que nos presenta Dionisia, esa niebla de preguntas en la que ella anda, se nos revela como una oscuridad luminosa de mañana, una celebración de la luz en su propio acontecer. No hay tiniebla si esta no es radiante, y los tientos del deambular de la poeta son los tientos de la misma luz que se busca a sí misma:

Me preguntas si creo, si busco otras verdades.
Aquí estoy viendo el mundo. Camino sin respuestas,
a la buena de Dios, que no es tan mala cosa.

Dios, el Dios que busca Dionisia, esto es, el Dios que busca el caminante, es un Dios viajero. Está en la luz que ilumina el mundo, no allende la luz ni al final del camino. Es el Dios que provee la dicha de vivir, que es la del caminar. Es este un Dios que acompaña sin preguntas, sin respuestas; está, simplemente está. Y camina con el caminante que lo busca aun a oscuras. Es esta la razón por la cual el título del poemario podría ser engañoso para un lector poco atento; la oscuridad es paradójica, diría que antinómica, porque a oscuras el caminante camina a la buena de Dios, y esto no es poco, no es mala cosa. La oscuridad se resuelve en presencia, en inmediatez que oculta a Aquel mismo que acompaña a la poeta. Dios acompaña: está ahí en cada gesto, en cada pliegue de la luz. Pero la luz no se atrapa, la luz no se abarca, aquí la paradoja:

Porque al final vences Tú, y aun a oscuras,
acompaña tu ausencia.

¿Cómo puede acompañar la ausencia? Pues sí, acompaña, porque esta ausencia no es una ausencia abstracta, una ausencia de no ser, sino que es ausencia de Dios, que es como decir su Presencia, porque Dios es el que abarca, y como tal, no puede ser abarcado. La percepción del caminante que lo busca es de ausencia, pero cuanto más crece esa impresión, más crece la presencia de Dios. Presencia y ausencia —ecos de san Juan de la Cruz—; Deus absconditus y lejano, y, en cuanto más lejano, más cercano: La luz del día lo certifica siempre ahí. Dios arde en el día, pero los ojos quedan cegados para verlo, pues se deslumbran por la propia luz que de Él irradia:

Dios llega, no lo he visto,
y sé que ardió el presente de sus ojos.

 El caminante registra en sus ojos aquello que acontece, el gesto fugaz de esa luz de amanecida, las luces moradas del crepúsculo, el acontecer radiante del mediodía, la opacidad bruta de los cuerpos, su falta de transparencia, y el paso, aun a oscuras, en la niebla, el transito siempre en fuga hacia ese antes que se convierte en después y termina él también por desaparecer como impresión de la retina, pero no de la memoria.

Pasajeros de un único trayecto,
buscando en los espejos nuestra imagen perdida,
y encontrada también,
porque ya no es posible estar en las afueras.

 Porque la memoria fija, constata, recrea: pone un punto de permanencia allí donde la fugacidad había impuesto su reinado. Cede la niebla al transitar por ella. Sin embargo, la memoria no es de este mundo, no del mundo de los sentidos, sino del otro, de aquel que trasciende a los sentidos. Y por la memoria se recupera el pasado, lo que fue, por ella se sabe que lo que ha sido es y permanece, no de alguna manera, sino fijado fuera del tiempo, evadido de la temporalidad, esa que fue sombra que todo lo diluye.

  
…el corazón se adentra y busca en el recuerdo,
porque ya mi destino es volver la cabeza,
unir el trazo cierto de una pasión andada,
saber que nada llega si el mirar es sombrío.



En Anche se al buio (Aun a oscuras) queda subrayado con especial fuerza el carácter vicario de la existencia humana, la percepción que Dionisia García tiene del mismo. Con un ahondamiento de su mirada la poeta lo siente, y así lo tematiza, como símbolo o analogía pendiente de una resolución de sentido, cuyo carácter fundamental no es sino su propia transitoriedad. El poemario revela de forma sorprendente esta verdad: Lo que acontece, esos acontecimientos sucedidos inmediatamente por otros acontecimientos, no poseen nada en común, salvo el caminante y su mirada, esa que los registra de forma más o menos intensa, de forma más o menos oscura, como vividos o sucedidos. La metáfora, pues, está servida, y la paradoja, y la resolución de esta paradoja. Un tiempo ficticio que se registra en la mirada del caminante y pasa sin pasar, se resuelve cuando esta mirada se eleva y con ella eleva la misma temporalidad hacia el instante que no pasa, que no deviene. Hay niebla en este poemario; una niebla que se efunde, que envuelve, que cobra fuerza, aliento, vida, y termina por desgarrar y disolver cualquier tipo de preconcepción. La zozobra irá pareja a la búsqueda, a la confesión de la nesciencia, y aun así el ímpetu llevará a la pregunta o a la respuesta pura sin pregunta. La plenitud queda diferida, y no obstante se vivencia en el instante como única posibilidad, pues es el solo instante lo que catapulta a lo eterno.
¿Acaso un premio literario puede añadir o quitar algo a un poemario? Pienso que no, no puede; en todo caso lo que sí puede es añadir o quitar algo al propio jurado del premio, ya que es este el que otorga o niega las mercedes. Por eso, a los que llevamos años en esto de la poesía, no nos extraña que Anche se al buio en su momento no ganara el Premio Nacional de Poesía. Da igual, ellos se lo coman: justo por no haber ganado aquel premio el poemario resplandece por sí mismo.



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