SIRENAS
EN LA NIEBLA
ANA
MARÍA ALCARAZ ROCA
EDITORIAL
TOMBOOKTÚ
Conocí a Ana María Alcaraz Roca hace ya unos
cuantos años. Recuerdo que era noche de primavera avanzada o de inicios de
verano. En una edición de Ardentísima,
de las primeras, nos habían convocado a una serie de poetas para dar un recital
en San Pedro del Pinatar. Acabado el mismo, mientras tomábamos las consabidas
cervezas en una terraza, me presentaron a Ana. Resultaba que Ana había ido al
recital en el automóvil de otra poeta, pero a esta otra poeta le había salido
un plan o no sé qué, por lo que no podía volver por el mismo camino y, por
supuesto, le era muy incómodo o difícil devolver a Ana a su hogar. Sabido era
que yo me volvía a Cabo de Palos, por lo que la susodicha, al hilo que me
presentaba a Ana, me sugirió si la podía llevar a El Algar, localidad donde por entonces vivía mi nueva amiga, pues me cogía de paso.
Estas fueron las circunstancias “azarosas” en
las que conocí a Ana, y tengo que decir que para mí fue una gran suerte, pues a
partir de ese momento gané una amiga de las de verdad, sincera, noble, sin
ambages, de una pieza, como se dice, con la que en un futuro tendría que
realizar algunas andanzas y recorrer varios trechos en este, a veces, tan difícil
y truculento camino de la literatura. Y no sólo eso, sino también en el futuro
nos esperaban muchas escapadas lúdicas junto con su marido, Pepe Izquierdo, y
mi esposa, Mª José. Puedo decir que los dos matrimonios hemos pasado ratos de
auténtica fruición y en nuestras conversaciones han caído a nuestros pies
personajes demasiado encumbrados.
Pero he de decir que lo que en principio
fundamentó nuestra amistad fue eso precisamente: la pasión por la literatura. Después
puede ir descubriendo otros aspectos de Ana María que me agradaban: su
profesionalidad y buen hacer en su trabajo como maestra de primaria en un
colegio de Los Belones donde, al hilo de sus tareas docentes, actualmente dirige
la Biblioteca e imparte talleres de escritura; su entrega sin reservas a la familia,
la lucha por los suyos —y hablo de familia en sentido amplio ya que ella es la
mayor de tres hermanas— por los que se desvela; y es quizá esta percepción que
tuvo desde muy niña, de que había seres que de alguna manera dependían de ella,
que ha conformado en su carácter un alto grado de responsabilidad ante
cualquier tarea acometida… Ana es mujer de fiar, no traiciona, tiene palabra y
su palabra, cuando la pronuncia, la lleva hasta sus últimas consecuencias. Ana
es una mujer perfeccionista con un alto grado de sensibilidad, una mezcla
especial de dos virtudes que pueden, y de hecho lo hacen, dar lugar a
resultados sorprendentes; quien no la conozca lo suficiente puede quedar
despistado ante una aparente formalidad de trato, pero es eso algo que pronto
desaparece cuando emerge la Ana poeta, sensible, la Ana afable. Una Ana María
que siempre estará dispuesta a darlo todo por nada. Abrirá puertas, todas las
puertas del mundo; nunca se las cerrará a nadie.
Y tengo que decir más: Ana María tiene por
costumbre, casi por vocación, entregarse a causas perdidas, a ésas que otros
dan por imposibles u obvian debido al viejo prurito de la comodidad. Pero que
nadie se preocupe: Ana siempre se sitúa al lado de lo que estima justo, y lo
reivindica con pasión, casi lo exige; no tolera el desprecio al débil ni al
marginado, se subleva ante cualquier indicio de injusticia, de falta de
consideración, de oprobio. Entonces la sensibilidad se le sube hasta la
inteligencia, y esta inteligencia, a la vez que comprensiva de los muchos
factores que conforman los contextos de las cosas, es feroz y enormemente
incisiva. Es la suya una inteligencia que adelanta acontecimientos, que prevé,
que intuye. Si a todo esto le sumamos una gran capacidad de trabajo, consideraremos
que Ana María ha nacido para algún tipo de liderazgo, y de hecho lo ejerce,
pues no es mujer que se deje manejar con facilidad, y menos aún que esté
dispuesta a establecer un trato con lo que agrada al común, a la masa o aquello
que se deriva de las convenciones. Ana María Alcaraz vive en el futuro, no en
el presente, y si de vez en cuando recapitula el pasado, es para lanzarlo hacia
el futuro. Por esto su carácter, aun pactando con la realidad, es radicalmente
anticonvencional. A mí me agrada su forma de ser, por lo que la admiro y la
quiero, y tengo en un gran honor que me haya brindado su amistad. Y esta última
consideración, la hago extensiva a todo el mundo: Tenga la seguridad quien Ana
haya elegido como su amigo, que ha tenido una gran suerte, y que sin lugar a
dudas lo comprobará en el día a día y en el avatar de las circunstancias.
Sin embargo, desde el carácter de Ana María,
o de la percepción que yo tengo del mismo —ella dirá— vengo a lo que me trae a
escribir estas palabras: suministrar una serie de pinceladas sobre Sirenas en la Niebla, su segunda novela
que ve la luz, según la percepción que yo he tenido de la misma.
Lo
primero que salta a la vista es su complejidad, tanto en su trama como en sus
técnicas narrativas, así también en la carga simbólica que porta y la cantidad
de ejes de sentido que se imbrican en la misma, algo que sólo ha podido ser
posible desde un gran trabajo de documentación y una dedicación exhaustiva a la
escritura. Dicho esto, después
de leer Sirenas en la Niebla queda un
sabor postromántico en la boca —a mí me lo ha dejado—, la sensibilidad
zarandeada desde la misma desolación con que comienza hasta su final, también
desolado y en niebla:
Una
niebla espesa como nata se aproximaba desde el mar y pronto envolvió los
contornos del paisaje con una gasa grisácea. No sé si fue el efecto opresivo de
aquellas nubes bajas o por mi decaído estado de ánimo, el caso es que se me
saltaron las lágrimas. Escuché el ulular de la sirena que sonaba desde el viejo
faro del promontorio alertando a los navegantes. Recordé las palabras del joven
Nikolakis y me deshice en llanto.
Pero frente a esta desolación interior,
aparece la esperanza. De este modo, rubrican el libro las siguientes palabras:
Pronto
comprendí mi gran error, avanzando con lentitud, una silueta familiar se
aproximaba. En su cara se dibujaba una sonrisa. Entonces supe que ya podía
levar el ancla y reanudar el rumbo pues una sirena orientaba mi navegación en
medio de la niebla. Quizá, con un poco de suerte, mi nave no volviese a
zozobrar.
Son palabras de Elena Guillén, la protagonista
que lleva el hilo conductor de la trama y quien previamente ha declarado que la evocación de un amor imposible es un
ejercicio, además de estéril, doloroso.
El Amor traspasará toda la novela, y
traspasará la niebla de la novela. Esta niebla invade a los personajes, que
desde sí mismos se eluden, nunca se muestran tal y como son, escorados todos
ellos hacia el naufragio, hacia el fracaso en el amor.
Desde su inicio se intuye un drama, una
historia confusa, trágica tal vez. Hay un misterio a desvelar, algo que se
prevé, que se presiente, algo oculto, la presencia de un secreto, quizá
horrible, de familia, que fascina al lector y se convierte en leit motiv o estrategia narrativa de Sirenas en la Niebla.
Elena
Guillén vive sola en la casa familiar de Los Arenales, sita al borde de una
playa frente a La Laguna, intentando reponerse de su fracaso matrimonial, una
relación toxica que se ha llevado por delante diez años de su vida. Quiere
reconstruir su vida, ha retomado sus antiguos estudios de Arte, pero la asolan
las pesadillas y el aullido del lebeche insistente contribuye a esa sensación
de sinsentido y soledad que anida en su alma. La decrepitud de la casa que
conoció días más felices, el antiguo jardín en cuyos arriates se secaron hace
tiempo las dalias y hortensias aumentan esa sensación. No queda nada de un
pasado que barre la arena y la niebla. Se confabula la naturaleza para reforzar
la sensación de pesimismo, la certeza de que todo intento de superación resulta
inútil, que cualquier lucha despiadada contra el destino está condenada al
fracaso. Algo dentro de mí me aconsejaba
—se dice Elena—: lucha, huye, sal de
este pantano, lame tus heridas al sol y toma cualquier senda; la que recorres
no sigue más allá, no te conducirá a ningún palacio habitado por un príncipe
que te hará feliz para siempre.
Con una velocidad de tempo adecuada, distendida en descripciones de intenso lirismo,
salpicada de diálogos pertinentes, la autora nos irá mostrando el pasado de
Elena, de su familia, enriquecida a finales del siglo XIX gracias al
tatarabuelo Leandro Conesa, un hábil comerciante que supo adaptar su negocio de
telas a la nueva pujanza económica, basada en el auge de la minería —la fiebre de la plata— en Mirabilia, la
ciudad del sureste español en donde se desarrolla su vida. Desde ese
tatarabuelo, casi figura mítica, artífice de la riqueza económica de la
familia, en línea descendente aparecen los ancestros de Elena, y con ellos
también aparece el pasado familiar que se conforma y gravita sobre la
protagonista casi como una amenaza. Son personajes que en sí mismos sufren una
incomunicación, esclerotizados; personajes atrapados en prisiones interiores,
herederos de algo oscuro que los constriñe y encierra en pequeñas celdas donde
se hace imposible la comunicación con los demás. Fracasados de alguna manera en
el amor, experimentando la vaciedad, cada uno de ellos tiene su particular
prisma con el que afronta la vida, su perspectiva, su casilla cerrada, y si
alguno de ellos aparentemente es proactivo viene finalmente, como el polvo que
se aposenta en los muebles viejos, a anclarse en una pasividad que en sí misma
es destructiva. Viven como autómatas, como zombies. Prisioneros de mecanismos
que no han elegido y de los que no son conscientes, todos ellos con una carga
de sufrimiento más o menos disimulada, que en cualquier caso, por demasiado
inmensa resultaría obsceno dejarla traslucir.
En un libro que casi por casualidad cae en
sus manos, Epígonos del Movimiento Prerrafaelista
europeo, Elena Guillén descubre un pintor de finales del siglo XIX del que
se sabe poco de su obra y menos aún de su biografía: sólo quedan algunas
fotografías de su escasa obra pictórica, doce cuadros desaparecidos o
sepultados en viejas almonedas, y algunos apuntes biográficos, reconstruidos
gracias a la correspondencia que mantuvo con su maestro y mentor, William Waterhouse. Este epígono del
Prerrafaelismo del que apenas se sabe nada es James Philippe Hunter. Cautivará
a Elena de manera enigmática, premonitoria, y la niebla vendrá sobre la trama
de la novela y cautivará al lector.
Pronto a la protagonista sus padres le
participan que tienen la intención de vender un viejo palacete familiar, Villa
Mercurio, edificado por el tatarabuelo a las afueras de Mirabilia, el cual sólo
les causa gastos y resulta imposible de mantener. La madre le entrega a Elena
unas cajitas donde ha depositado una serie de objetos recogidos de la Villa que
intuye pueden interesar a la hija. En una de ellas hay libros de cuando era
niña; en otra encuentra las viejas artes de la bisabuela Renée, una vidente que
pasaba por bruja; finalmente, en la tercera, halla unos diarios escritos en
inglés por nanny, la niñera e
institutriz de la abuela Esperanza, que había llegado de Inglaterra a
principios de siglo huyendo de su familia por haberse enamorado de un muchacho
sin posibles. Elena abre la primera página de los Diarios y lee: Tower House, 1899, May.
La sorpresa es mayúscula cuando descubre que
aquel muchacho sin posibles del que se había enamorado la niñera de su abuela
no es otro sino James Philippe Hunter. Comunicará su descubrimiento a César
Pérez de Castro, catedrático de Arte con el que, a la vez que irá
reconstruyendo la vida de Margaret Hills, la niñera, se involucrará en la
investigación y rastreo de las pistas del pintor. En una incursión que hacen a
Villa Mercurio en busca de esas pistas, en un gabinete secreto, posiblemente
mandado construir por el bisabuelo Fulgencio para prácticas no del todo
ortodoxas, entre ellas las del amor, y quien acogió a Margaret recién llegada
de Inglaterra, descubren a modo de capsula del tiempo un cilindro de plata
ennegrecida; cuando después de sufrir una serie de avatares logran abrirlo,
encuentran en su interior cuidadosamente enrollado Flower passion, el cuadro más emblemático de Hunter del que sólo
quedaba una fotografía como testimonio, y que por la correspondencia de éste
con Waterhause se sabe que pintó en 1907.
Margaret Hills pertenecía a la alta sociedad
de Inglaterra y no sólo fue la amante de James Philippe Hunter, sino su musa e
inspiradora; sus rasgos se repiten insistentemente en toda la obra del pintor.
En Flower passion queda reflejada su
especial belleza, la cabellera de fuego y unos ojos esmeralda enmarcados en el
óvalo perfecto de la cara; en una de sus manos, la flor de la pasión. La
reconstrucción paulatina de la vida de Margaret significará de alguna manera el
reencuentro que hace Elena Guillén con una identidad perdida, la reedificación
de su propia persona.
Ana María Alcaraz Roca juega magistralmente
con los espacios y los tiempos, y también con las voces que oscilan de la
primera persona a la tercera. Y esta cadencia de espacios, tiempos y voces
inspirará a la novela agilidad, fluidez, a la vez que incidirá en un misterio
que se irá desvelando poco a poco como si de una trama policial se tratara. Se diferirá
su solución, lo que aumentará el interés del lector; mientras tanto nuevos
personajes irán apareciendo y formando parte de la novela.
Desde Mirabilia viajaremos al País de Gales,
pero también hacia otro tiempo: el final de la época victoriana. Recorreremos
viejos bosques de hayas prohibidos, lugares desolados y solitarios, casas
herrumbradas, abadías semiderruidas, mansiones donde habitan los fantasmas,
paisajes inhóspitos y salvajes que de alguna manera evocan un mundo gótico y de
nostalgia, desheredados de la presencia humana, donde la belleza y la
destrucción se darán la mano. Asistiremos a fiestas galantes en el Londres de
finales de siglo XIX, a la presentación de jóvenes a la reina Victoria; pero también
recorreremos la Mirabilia de principios de siglo XX, habitada, al igual que
ocurría en la vieja Inglaterra, por la desigualdad, la hipocresía social y la
impostura. Al final los espacios cambiarán y viajaremos a la Grecia actual, a
una pequeña isla de las Cícladas, Sikynos. Allí se nos revelará algo sorprendente.
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Jesús
Cánovas Martínez©
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