viernes, 6 de noviembre de 2020

POR UN PAQUETE DE CELTAS

 

POR UN PAQUETE DE CELTAS

JUAN GIL PALAO

(Con prólogo de Francisco Javier Illán Vivas e introducción del autor)

EDICIONES IRREVERENTES S.L., 2019

 

 


Por un paquete de Celtas lo constituyen quince cuentos cortados a bisel, duros, broncos, de una esencial crudeza, acorde con el tema que tratan: la violencia en general y, con especial relieve, la violencia de género y doméstica; al hilo, Juan Gil Palao, aborda una serie de problemáticas colaterales en que el binomio amor/desamor adquiere una inusitada patencia. Si este es el fondo, la forma de la escritura se le acomoda como un guante al adquirir el tono de un realismo sin concesiones.

Paso a dar unas pinceladas sobre el libro, según las impresiones que me ha dejado su lectura.

 Lo primero que echo de ver es que en todos los cuentos se desprende una suerte de moraleja, una enseñanza para la vida o advertencia para caminantes, que bien harían si se detuvieran un momento y la ponderaran debidamente. En este sentido, Por un paquete de celtas cabría encuadrarlo en el género apológico, pues al terminar su lectura da la impresión que todo él en su conjunto apunta a la enseñanza que el autor quiere transmitirnos.

Desde esta perspectiva, los dos últimos relatos, aunque cada uno de ellos tenga su moraleja o enseñanza particular, me parecen conclusivos de la totalidad del libro, ya que en última instancia invitan a aprovechar los instantes de la vida que se escapan como granos de arena entre las manos.





En el penúltimo, cuyo título ya es bastante significativo, La vida fue un soplo, se nos invita a vivir bien la vida, a llevar una vida buena, plena, intensa, porque el tiempo pasa y no vuelve hacia atrás; por eso hay que actuar desoyendo cualesquiera tipos de estrecheces mentales, porque si en un momento determinado no se toma una decisión fundamental y se articulan los medios para llevarla a cabo (con especial relevancia si se trata de declararse a la persona amada), quizá sea tarde después y lo único que se pueda constatar sea el propio fracaso vital.

Ahora bien, si la vida es un soplo e indefectiblemente pasa, ¿cómo vivirla de un modo correcto? Esta es pregunta importante que el autor aborda en el último relato, Cabeza de chorlito (y supongo que, al ordenar el libro, Juan lo ha puesto en ese lugar a conciencia), el cual, dicho sea de paso, es uno de los más emotivos. En él aparece la figura del abuelo, tal y como la recuerda uno de sus nietos; a la par de una reivindicación del valor de la ancianidad, el relato está traspasado por una contenida emoción, un recuerdo, íntimo y entrañable, del abuelo y de los días ya idos para siempre, aunque de alguna manera intactos en la memoria y el corazón de quien escribe.

 

Mi abuelo es una de las suertes que la vida me ha dado, siempre me ha marcado mucho, y aunque se haya ido, para mi sigue viviendo, porque está siempre en la memoria y en el recuerdo, lo mismo que mi abuela, que le precedió unos años antes.

El paso de la vida es continuo, el tiempo implacable y los años pasan, más rápido cuanto más edad cumplimos. Y crecemos, y maduramos, y envejecemos sin darnos cuenta, despertándose recuerdos que parece que sucedieron ayer.

 

¿No parecen reminiscencias biográficas? Es de notar que de este abuelo no se dice el nombre, con lo que el autor resalta así su cualidad de arquetípico. Es el abuelo de todos los abuelos; un abuelo que, en definitiva, recordará al del lector si tuvo la suerte de tenerlo. Pozo de sabiduría para el nieto, con la trasmisión de una visión del mundo y, concomitantemente, de la serie de experiencias y tradiciones que conlleva, le inculca la virtud de la ponderación, tan necesaria para el buen vivir: ese juicio equidistante entre las cosas y los acontecimientos que no obedece sino a la bondad aquilatada por los años. El mejor sentido del término medio es una mirada buena sobre la gente y la naturaleza con que se apuntala el saber vivir, imprescindible para alcanzar la vida feliz. La Felicidad con mayúsculas posiblemente no exista en el mundo, aunque sí la felicidad con minúscula, humana, asequible a cada uno de nosotros en el sentido más aristotélico del término, y esto mismo es lo que Juan Gil Palao quiere evidenciar.



 No obstante, para llegar a esta sabiduría de vida y comprender la enseñanza que se desprende del último cuento, quizá debamos leer el libro y transitar por sus páginas en las que se nos van ofreciendo, de una u otra forma, las caras del desamor. Porque a mí entender o, por lo menos, en mi lectura, el autor incide en este desamor de manera obsesiva, y en el dolor y sufrimiento que produce, circunstancia quizá necesaria para poder llegar finalmente a la valoración ecuánime de la vida, y ponderar en sus justos términos eso que llamamos amor, que para Juan Gil Palao, adelanto, no es la ilusión placentera o emocional del momento.

Tal vez el cuento más bronco de todos, con las aristas más cortantes, sea el primero, sin lugar a dudas puesto a propósito en el inicio y que da título al libro: Por un paquete de Celtas. Con toda su crudeza, el autor nos muestra una familia desestructurada, donde siempre planea la amenaza, el grito y la posibilidad del maltrato no solo psíquico sino físico. Un padre violento que maltrata a su mujer y a sus hijos, envía a su hijo adolescente a que le compre un paquete de Celtas. El muchacho compra el paquete, pero algo le pasa por la cabeza cuando decide no volver a casa; de tal forma inicia una vida en solitario. Podría terminar aquí el relato, pero al lector le esperan una serie de vueltas de tuerca. Después de una serie de avatares, de una vida de trabajo, y de llegar a una estabilidad y solvencia económica, este muchacho, ya hombre, encuentra a la mujer que cree será su compañera para toda la vida. La sorpresa para él, y para el lector, es que esta mujer debido a su inestabilidad, tal vez debido a problemas de tipo psíquico, comienza a maltratar al protagonista hasta el punto de que la vida entre los dos, en la familia, pues ya han llegado los hijos, se hace insoportable. Los esquemas se repiten, pero por una especie de ley del espejo, a la inversa. Si antes su padre fue el maltratador; ahora cogerá las tornas su mujer, que le hará la vida imposible. Y nueva vuelta de tuerca: deriva este infierno en una falsa denuncia cursada por la mujer, asesorada por una abogada, al protagonista, con la consecuente detención de este. Por si fuera poco, no se le supone la presunta inocencia, sino que es él quien tiene que demostrar su no culpabilidad, con el consiguiente desgarro psíquico que esto le conlleva.

La enseñanza se desprende por sí sola, en la que no quiero insistir y dejo a la consideración del lector; aun así, y puesto que Juan Gil Palao invita a ello, no puedo dejar de lanzar unas preguntas: ¿Es correcta la actual ley de protección de la mujer (una discriminación positiva), que por otro lado no evita la violencia y las muertes de mujeres? ¿Más que un tratamiento judicial, y ya que son personalidades trastornadas las que protagonizan estos hechos, no cabría abordar estas problemáticas de otra manera, me refiero con la intervención del psicólogo o el psiquiatra? A este hilo resalto, tal y como hace el autor, que los maltratadores poseen una personalidad desequilibrada; sin embargo, habría que concluir que las víctimas, por no rebelarse y asumir el papel de víctimas sin más, también. Profundizar en esto sería entrar en un tema escabroso como el del sadomasoquismo. Los maltratadores, por lo general, tienen dos caras: la que ofrecen al público y la que ofrecen en casa: la que ofrecen en casa es la de la violencia y falta de respeto. Las víctimas suelen ser seres frágiles, obedientes, débiles, y lo último que están dispuestas a admitir es lo que les está ocurriendo; por eso fácilmente desoyen los consejos de familia y amigos.

Como si se reflejaran unos en otros, como si siguieran esa suerte de ley del espejo, se van desprendiendo y sucediendo los relatos del libro. Si en Por un paquete de Celtas, el resultado podríamos considerarlo casi feliz, porque el protagonista logra rehacer su vida, no sucede lo mismo con el siguiente Asturias, patria querida, que termina con un suicidio.



Son temas candentes los que se tratan, pero el del desamor siempre se significa de forma cruda; lo cual, como reverso, y como he dicho antes, lleva a ponderar de manera indirecta lo que sería el amor, el verdadero amor. De forma magistral el autor incide en el amor de pareja, el de un hombre con una mujer, en varios de sus cuentos. Aunque la ironía parece ausente en el libro, me ha parecido detectarla en el relato La novia de Braulio y, más aún,  en el que lleva por título Princesa. Me centro en este último. ¿Qué sucede cuando a una niña desde bien chiquitita la llaman princesa y le muestran un mundo que se pretende de color rosa? Que se lo cree. Se siembra así la simiente del fracaso. Cuando llega a mujer, la princesa se casa con lo que creía su príncipe azul, pero, resulta, que el príncipe no tiene nada de azul y menos de príncipe… y ese matrimonio deriva en un fiasco. El contacto con la realidad es durísimo. Aun así, Juan Gil Palao, por lo general, no quiere dejarnos con un mal sabor de boca y los protagonistas de sus relatos de algún modo rehacen su vida. La Princesa encontrará al hombre que la hará feliz, que ya no es un príncipe azul, sino sencillamente un hombre que  la quiere, la aprecia y la respeta.

Por último resalto la concepción que el autor tiene del amor, que hace especialmente explícita en el cuento que titula Amor virtual. Para Gil Palo el amor no consiste en una idealización de la relación de pareja y vivir en las nubes; el verdadero amor, para él, tiene un sentido práctico. De este modo, valora en sus personajes, a la par, la doble capacidad de rehacerse y de trabajo. Y, enlazando con lo dicho anteriormente, patentiza de forma unánime el axioma que se podría enunciar del siguiente modo: es necesario saber vivir para poder amar, y viceversa, quien ama necesariamente ha aprendido vivir. Los personajes de los cuentos que encuentran la dicha, o son prácticos o, a fuer de descalabros afectivos, se convierten en prácticos. Para el autor el verdadero amor tiene un tinte antiromántico porque es el que toca tierra en el día a día; es aquel que reconoce las heridas o errores del pasado, pero los siente como pasados; es aquel en el cual se comparten anhelos y esperanzas, pero también los problemas cotidianos con voluntad de afrontarlos y seguir adelante.

 

Llegó de inmediato la convivencia, el día a día, la intimidad, y el sexo de forma cotidiana. Se conocieron entonces en sus defectos, en sus miedos, en sus manías, en sus rarezas, en sus miserias, en sus partes negativas, en sus enfados y en todas sus conductas. Conocieron sus diferencias. Superaron todas las barreras, y supieron quererse. Comprendiendo que eran compatibles para pasar juntos el resto de sus vidas y reflexionando en que tal vez las cosas no pasen por casualidad sino por algo más lejano a lo imaginable.

 


No debo desbrozar más este libro, vivo y directo, casi ofensivo en algunas ocasiones; en otras, tierno y de gran dulzura. Tal cometido lo dejo al lector que seguro encontrará un auténtico placer en ello.

Juan Gil Palao trabaja en los juzgados de Yecla, es tramitador profesional y ha asistido a tomar declaración a numerosas personas que han pasado por las situaciones no del todo idílicas que aquí relata. Una experiencia vital y profesional, por tanto, corrobora la veracidad de sus cuentos, que son realistas al extremo y, desgraciadamente, en el día de hoy siguen ocurriendo con demasiada frecuencia.

Señalo, por último, que Por un paquete de Celtas fue galardonado con el X PREMIO INTERNACIONAL VIVENDIA VILLIERS DE RELATOS.

 

                                             Jesús Cánovas Martínez@

                                               Filósofo y poeta

                                               Ad astra per aspera

miércoles, 7 de octubre de 2020

NOTA DE JOSÉ LUIS MARTINEZ VALERO SOBRE "SOY DE TIERRA, TAMBIÉN DE CIELO, Y CANTO (ELEMENTAL TRATADO POÉTICO DE ORACIÓN)" DE JESÚS CÁNOVAS MARTÍNEZ

 NOTA DE JOSÉ LUIS MARTINEZ VALERO SOBRE "SOY DE TIERRA, TAMBIÉN DE CIELO, Y CANTO (ELEMENTAL TRATADO POÉTICO DE ORACIÓN)" DE JESÚS CÁNOVAS MARTÍNEZ



Querido Jesús, tu libro es raro y difícil, por lo que dices y por lo que se propone. Lo has publicado en el momento oportuno, ninguno lo es tanto como en estos días de confusión, donde el político es científico y el más ignorante presume de tener soluciones inmediatas. Me gusta el subtítulo, tratado elemental, no creo que pueda darse el superior, porque ese ya no será un tratado, sino una experiencia intransferible, aunque se escriba sobre ella.



La oración es calma y claridad, a veces angustia, pone las cosas en su sitio, para apartarlas, las deja justo donde corresponde, no es necesario que como aquellos que iban a los desiertos, las abandonemos. La lectura de tu libro me ha hecho plantearme ese hecho singular que llamamos oración.

¿Cómo orar? Esa voz personal, desprovista de toda solemnidad y prejuicio, donde nos encontramos desnudos,  que nace de nuestras raíces y que se resuelve en secreta conversación. La colocamos en palabras que son de todos, pero que,  ahora, se convierten en íntimas, como procedentes del corazón no de la boca.  

Palabras que han debido ser formuladas, casi en silencio, sólo murmullo, como hoja al viento, como perfume de romero en el monte. Qué difícil es decir callando.

Tenemos que recordar a Bécquer…A diario recurrimos a voces seguras, repetidas, cantos corales, pero la oración es personal, quizá debería decir que se producen desde la soledad, una soledad que no es abandono, sino que, como Job, tiene la certeza de que podrá ser escuchado. A veces es la angustia, la zozobra, a veces el éxtasis. El mar sería una buena imagen y, tú, la utilizas, vemos la espuma, el bucle de la ola y más abajo la quietud, que no siempre vemos. El mar es un misterio.

Cuando arrojamos una piedra a un pozo profundo, por un momento, mientras cae, es todo silencio, percibimos el silencio, ese espacio mudo que se parece al vuelo, un vuelo definitivo, destinado a caer, de pronto oímos el golpe seco y se rompe el encanto. Por fin, la piedra deja de ser pájaro y recobra su ser de tierra, descansa, se suma al montón, que los curiosos han ido depositando.

Imaginemos que, esa piedra, cuando sale de nuestra mano, es una palabra, a veces es una palabra, pero no esperamos el eco. En la oración el eco sería falso, nuestra palabra de un modo u otro, seguiría siendo la misma palabra. Hemos dicho que ésta que cae lo hace en silencio, la hemos lanzado en busca de no sabemos qué, quizá el fondo, lo profundo, pero sólo conocemos el golpe, a veces percibimos que este golpe es sobre el barro o sobre agua, aunque distinto, no nos importa, la palabra ha alcanzado su objetivo, advertimos la distancia. La piedra y la palabra son ahora expresión de esa distancia que hay entre el sujeto que emite y el supuesto receptor.

¿Y, si el pozo, estuviese hacia arriba? Ese pozo invertido, al que lanzamos la piedra, devuelve siempre la misma piedra, cae con más o menos fuerza, dependiendo de la fuerza de nuestro brazo. Esta piedra que podemos convertir en palabra, que es silencio, digo piedra, porque no hemos sabido formularla o porque no puede o no debe ser dicha, y que sólo puede ser silencio, que se aproxima más. Un no decir que dice más.

Pero, tú, has escrito un manual, una experiencia de ese silencio y necesitas traducirlo a palabras. El pozo, hacía arriba o hacia abajo, no responde o si lo hace es muy difícil de entender. Es el esfuerzo, el intento lo que aquí es fundamental. Nosotros somos el pozo.

Quiero decir que somos ese espacio en el que, gracias a la palabra y, naturalmente al silencio, se produce esa comunicación a la que llamamos oración. He elegido el pozo porque es riesgo, si no está señalado con facilidad podemos caer en él. Quiero decir que erraríamos el camino, es fácil equivocarse. Entonces el pozo se convierte en un lugar que nos aísla, el aislamiento puede darnos la seguridad de fortaleza. Podemos verlo a diario en el fundamentalismo: los otros no entienden, nosotros sí. Especie de egoísmo extremo, dogmático, que no ofrece duda alguna. Decía Juan Ramón: la duda no hay por qué curarla, la duda no es una enfermedad.

La oración nace de la duda.



Texto de José Luis Martínez Valero©


martes, 1 de septiembre de 2020

TREINTA CASTAÑUELAS PARA LONDRES

 

TREINTA CASTAÑUELAS PARA LONDRES

(La verdadera historia del bailarín Félix García y los Ballets Russes de Diághilev)

ANTONIO HERNÁNDEZ MORENO

Edición de autor. Murcia, 2019

Disponible en Amazon

 
















El pasado 27 de agosto tuve el honor de presentar en el Hotel Puerto Juan Montiel de Águilas el libro de Antonio Hernández Moreno Treinta castañuelas para Londres (La verdadera historia del bailarín Félix García y los Ballets Russes de Diaghilev), ante un público compuesto no solo por familiares y amigos del autor, sino, sobre todo, por amantes y curiosos del hecho musical que, dadas las restricciones impuestas por el COVID, podríamos considerar numeroso. El acto fue introducido por un improvisado toque de castañuelas en memoria de Félix García a cargo del bailarín José María Tomás, Chechu. Como colofón, tras la presentación del libro, siguió un concierto de música española llevado a cabo por un selecto elenco de músicos, cantantes y bailarines que han acompañado a Antonio Hernández Moreno a lo largo de los sucesivos conciertos homenajes a Félix García durante los últimos años.

Junto a Antonio Hernández Moreno, en la mesa estuvimos, Loida, hija del autor y traductora del libro al inglés, y el que esto escribe. Reproduzco a continuación parte de lo que se dijo sobre Treinta castañuelas para Londres:









 

El título del libro lo extrae el autor de una carta de Sergei Diaghilev, empresario fundador de los Ballets Rusos, a Manuel de Falla, poco antes del estreno del ballet El sombrero de tres picos en el Teatro Alhambra de Londres el 22 de julio de 1919, en que le pide lleve treinta pares de castañuelas con las que armar a los bailarines que van a participar en el estreno. Entre estos bailarines se encuentra Félix García, quien iba a representar el papel de Molinero y que, como asesor, ayudó en la coreografía y confección de determinadas danzas (con toda seguridad las jotas finales), pero que, sin causas que lo avalen o expliquen convenientemente, fue desplazado de su papel principal por otro bailarín, Leonid Massine, favorito de Diaghilev, para desempeñar dicho cometido. Tal affaire resultó crucial en la vida de Félix García. Encorajinado por el desplante, plausiblemente culmen del mobbing desencadenado en su contra, joven y temperamental como era, sufrió un episodio psicótico que tuvo unas gravísimas consecuencias. Antonio Hernández Moreno relata magistralmente hasta el detalle, con una gran fuerza expresiva, este acontecimiento dramático; en un país ajeno, desconocedor del idioma y, consiguientemente, con grandes dificultades para hacerse entender, Félix García será detenido por la policía de Charing Cross, e ingresado finalmente en el Horton Lane Hospital, psiquiátrico del condado de Epsom. Sin nadie que se haga cargo de él (los padres fallecieron prematuramente al poco de que viajara a Londres; los responsables de los Ballets Russes se desentendieron), Félix García es sepultado en vida en dicho hospital; a la sazón tiene dieciséis años de edad, y allí pasará los veintidós años restantes de su corta vida. Morirá el 18 de marzo de 1941 a la edad de 37 años, y será enterrado cinco días después en el Long Grove Cemetery de Epsom donde todavía yacen sus restos. Las pocas referencias que hay de él en los libros de historia de la música pasan deprisa sobre su figura, y apenas lo designan como Félix el Loco; sin embargo, el dramático percance que sufrió, su ingreso en el psiquiátrico y su muerte prematura, olvidado y solo, suponen el gran crespón negro en el estreno de El sombrero de tres picos.

Treinta castañuelas para Londres tiene como objetivo principal vindicar la figura de Félix García, encontrar su verdadero nombre (Félix García era el artístico), ponerle un rostro, darle una identidad; en definitiva, reconstruir su biografía y reconocerle su participación, y el consiguiente mérito, en el montaje coreográfico de El sombrero de tres picos. Esta puesta en valor del bailarín le ha llevado a Antonio Hernández Moreno la friolera de veinte años de ardua investigación, desde que tuvo noticia de su existencia hasta la publicación del libro. En el prólogo, el autor reconoce las dificultades de su tarea cuando expresa: “he tenido que recorrer muchos kilómetros y buscar en muchos archivos y bibliotecas, la mayor parte del tiempo sin obtener resultado alguno. La tarea no ha sido fácil. Era como buscar información de algo que no había existido u ocurrido, o como si su paso por la vida hubiese sido fugaz y fortuito”.

Aun así, con tantas dificultades, pero con un empeño tozudo, el libro ha cuajado y reconstruye de forma veraz la biografía de Félix García y la época en que esta se desarrolló, sin dejar de lado el trasfondo de bambalinas de los Ballets Russes de Diaghilev; para ello, el autor ha sacado informaciones de la prensa del momento, documentos (la mayoría inéditos) y testimonios de los personajes (compañeros de Félix) que conocieron al bailarín y con quien trabajaron.



La estructura de Treinta castañuelas para Londres es la de una novela policiaca. El primer capítulo se desarrolla en el contexto de la visita a Inglaterra, en enero de 1940, de un joven hombre de negocios español (alter del autor). Sus anfitriones deciden llevarlo a un concierto harto curioso en el Woodcote Park de Epsom, pues la mayoría de los asistentes son internos de los cercanos hospitales psiquiátricos. En medio de la algarabía que levantan ciertas piezas en los internos, el joven reconoce una voz que habla español; su curiosidad se dispara e intenta entablar conversación con dicho sujeto. Tal recurso literario, le permite a Antonio Hernández Moreno, al igual que la despertada atención del joven viajero imaginario, espolear la del lector. De esta forma, fortuita o anecdótica, comienza la trama de los hechos que sucederán a continuación (reales la mayoría, aunque con la adosada carga literaria), a la vez que quedarán plasmadas las indagaciones con anterioridad llevadas a cabo. El penúltimo capítulo cierra un círculo; en él volveremos a encontrar al joven empresario hablando con el responsable del psiquiátrico (Mr. Drew) acerca de Félix García. Y un año después de su primera visita, los datos que le faltaban para hacerse una idea de la totalidad de la vida (y de la muerte) del bailarín le quedan suministrados. El siguiente capítulo, y último, es un digno colofón de la obra, y refiere unas plausibles reflexiones de Maurice Ravel en su retiro de Ciboure (País Vasco francés a la vera de la mar) acerca de los hechos previamente narrados.

Entre el primer y penúltimo capítulo se cierra un círculo de indagaciones; en medio de los mismos se sucederán una serie de capítulos que son como teselas vivas de un mosaico, y digo teselas vivas porque, aunque adquieren su pleno sentido en el conjunto, cada uno de ellos desarrolla una temática autónoma, escindible del resto. A tal fin, Antonio Hernández Moreno ha suprimido el orden cronológico de los acontecimientos, sustituyéndolo por otro que podríamos considerar sentimental o moral que atiende más bien a la lógica de los personajes que hablan o interactúan. Para el lector, este orden, en un inicio, le resultará arcano o desconocido, pero conforme vaya avanzando en la lectura irá comprobando la fina arquitectura de tal ensamblaje. Interesante, en este estado de cosas, resulta resaltar el hecho de que cada capítulo va precedido de una entradilla que lo contextúa debidamente. Son necesarias para que el lector no se pierda: explican o proponen quién es el personaje histórico que habla, casi siempre en primera persona, y en referencia a qué. Al hilo, el decurso del relato se va enriqueciendo y ganando complejidad.




El empleo de esta técnica narrativa le permite al autor cargar la obra de perspectivas subjetivas según los diversos personajes que hablan o interactúan, de tal modo que Treinta castañuelas para Londres se convierte en una obra eminentemente poliédrica; y añado que con tal recurso no solo se resaltan las anécdotas o acontecimientos reales, sino que se dinamiza el texto, e incluso se consigue que el lector participe de forma activa en su conformación. En la obra se imbrican la psicología de los personajes con los hechos, la indagación histórica con la creación literaria y, en último término, lo imaginario con lo real. Esto dicho, vengo a precisar que el elemento imaginario en ningún momento sustituye al real, pues no lo contradice; lo complementa más bien de modo verosímil o fehaciente y ayuda a la coherencia del relato. Consecuentemente, en la obra cabe hablar de elemento imaginario, pero no ficticio; porque la realidad imaginada no se superpone o desplaza a la realidad de los hechos (valga la redundancia), sino que simplemente la complementa.

Estructura poliédrica, diferentes puntos de vista, controvertidas historias que se desarrollan bajo el paraguas de Diaghilev, quien protege o defenestra… Treinta castañuelas para Londres es un libro de investigación, es un relato novelado, es historia de la música, pero no es propiamente un ensayo, ni un novela, ni mera historiografía, ni aún menos musicología; es todo eso y algo más, posee un plus, y casi me atrevería a decir, por el mestizaje que alumbran los cruces de discursos y perspectivas mencionados, que inaugura un nuevo género literario. Antonio Hernández Moreno lo advierte cuando en el prólogo refiere:

“Lo más difícil ha sido la mejor manera de contar la historia… Por lo que siempre opté por un tratamiento novelado de los datos obtenidos por mi trabajo de campo y el uso infalible de la intuición musical que tanto recomendaba Pau Casals”.



Treinta castañuelas para Londres vindica la figura de un bailarín, Félix García, pero supone un retrato de época: el momento en que las vanguardias irrumpen en el arte, y de manera especial en el que inspiran Euterpe y Terpsícore. Músicos tan significativos como Falla, Ravel o Stravinsky; pintores como Picasso; bailarines como Nijinsky, Massine, Lydia Sokolova… se dan cita entre sus páginas. Y, entre una pléyade de personajes, no falta Alfonso XIII, el inductor de la composición de El sombrero de tres picos, adaptación para ballet de la obra de Pedro Antonio de Alarcón. En agradecimiento por la mediación que Alfonso XIII hace para liberar a Nijinsky de un campo de concentración durante la Primera Guerra Mundial, Diaghilev recoge el encargo de componer un ballet eminentemente español pero representado por rusos… Y ya lo sabemos: como asesor de los bailes españoles y, a la vez, participante de la obra, contratará a Félix García.

La danza se añade a la música por pura connaturalidad, y a la danza y a la música, se adjunta la pintura como imprescindible telón de fondo. La música la puso Falla, la coreografía Félix García (finalmente reconocido tras la investigación llevada a cabo por Antonio Hernández Moreno), y la pintura, decorados y trajes, ni más ni menos que Picasso. El sombrero de tres picos irrumpe con fuerza en el contexto musical de las vanguardias, y quedará en la historia como una de las grandes obras de la música de todos los tiempos, por primera vez representada por los Ballets Russes de Diaghilev.

Resalto, por último, en estas breves pinceladas sobre el libro, que el autor ha añadido unos Anexos al final donde aporta una serie de documentos y material gráfico con los que sustenta su investigación.



Agradezco enormemente a Antonio Hernández Moreno que me haya elegido para presentar su libro, Treinta castañuelas para Londres, por el honor que me ha hecho y por el aprendizaje que ha supuesto para mí de cosas que desconocía. Al considerar estas historias cruzadas que sucedieron en un pretérito, pero más aún al pensar en los personajes tantas veces anónimos que las protagonizaron, casi sin quererlo el corazón se me encoje un poco en el pecho. Imagino la troupe de los Ballets Russes dando tumbos por Europa y América, de un país a otro, de teatro en teatro, viajando en los vagones de tercera de los trenes de la época, o en carromatos de mala muerte, o en las bodegas de los barcos, deteniéndose lo justo en los hoteles o pensiones de las ciudades a que arriban, tantas veces en condiciones insalubres, asediados quizá por alguna plaga que otra de piojos. Llevan vidas trashumantes, arrastradas, bohemias en extremo; y ellos mismos poseen una dudosa catadura moral: amancebamientos de quita y pon, sexualidad exacerbada fuera de cualquier norma, rencillas, luchas despiadadas por conseguir un papel, acosos, traiciones… No sé por qué me viene a la cabeza El viaje a ninguna parte, la película de Fernando Fernán Gómez basada en su novela homónima, donde unos cómicos transitan de pueblo en pueblo por los páramos manchegos con la farándula a cuestas. Siento una gran tristeza a la vez que una admiración profunda por estos personajes anónimos de las troupes. Llevaron vidas miserables y trabajaron por una recompensa efímera, pasaron por la existencia de forma tan fugaz como un soplo que lleva el viento, nadie los recuerda; pero fueron capaces de elevar el espíritu, por encima de la materialidad y de cualquier miseria, a un nivel salvaje de deslumbrante belleza.

 

                                      Jesús Cánovas Martínez©

                                      Filósofo y poeta.

                                      Ad astra per aspera.

lunes, 24 de agosto de 2020

HOMENAJE A J. L. BORGES

 

HOMENJE A J.L. BORGES 

 

                        “En el espejo de esta noche alcanzo

                         mi insospechado rostro eterno”.

 

J.    L. Borges

 

 

 

            Simulador el ciego de las sombras

            circulares modela los infiernos;

            ya es Milton o ya es Dante, o es el juego

            del orden impasible de las rosas.

 

            La torre que construye, Babilonia,

            devana especular entre sus sueños.

            ¿Es Borges o también esos reflejos

            de soplos que lo forman y lo borran?

 

            La norma de la trama, el laberinto,

            dispensa su memoria. La palabra,

            que signa y nombra, busca en la dudosa

 

            urdimbre del rumor del arquetipo

            el ciego innumerable, cuando traza

            arcos de la luz, vuelo de palomas.

 

 

            Jesús Cánovas Martínez©

            Del poemario “Transluminaciones y presencias”

            Ad astra per aspera


sábado, 8 de agosto de 2020

GLOSARIO DE LO PEQUEÑO

 

GLOSARIO DE LO PEQUEÑO

EDUARDO LÓPEZ PASCUAL

ASOCIACIÓN CULTURAL PUEBLO Y ARTE, 2020.

 



A MODO DE PEQUEÑO PÓRTICO

 

Sin estridencias ni artificios se derraman serenos los versos de Glosario de lo pequeño, poemario con el cual Eduardo López Pascual fundamentalmente hace un elogio de la sencillez, aunque de la mano de esa sencillez caminará también, hermanado, el amor —el amor a la vida y el amor al mismo amor—, expresado y manifestado en lo mínimo y lo pequeño.

Lo pequeño es hermoso rezaba el título de la obra de E. F. Schumacher donde se instaba a una relación con la naturaleza no agresiva y a una convivencia amena entre los humanos sin las prisas de la ambición, sin el desgaste del interés egoico, pues en ese cultivo de lo pequeño anidaba, según el autor, no solo la única posibilidad de la felicidad para el hombre, sino de su existencia futura. J. R. R. Tolkien en su monumental obra El señor de los anillos plasmaba estas mismas ideas en la sociedad de los hobbits, la pequeña raza de grandes pies cuyo contento únicamente consistía en vivir. Eduardo López Pascual vuelve a hacerse eco de esta sabiduría de vida y la canta en Glosario de lo pequeño, esto es, en la definición esencial que suministra, magistralmente cantada, de las cosas pequeñas por las que es grato vivir y que, en última instancia, son portadoras de la felicidad. De este modo, si en el poema programático del inicio el poeta comienza alabando las mínimas (Mínimas son las lágrimas que resbalanMínima es tu sonrisa regalada sin rubores… Mínimas son las manos que acaricio…), en el último, De obligado reconocimiento, vuelve a insistir de forma conclusiva: “…pero es verdad que a veces no importa/ el tamaño de las cosas, que nada sería más/noble que la minúscula señal de una norma,/la justa presencia de lo que amamos y queremos.” Ahora bien, si tal concepción de sentido aparece en el primer y último poema, en la arquitectura del libro no se hurta tampoco a su centralidad, pues ahí encontramos el poema cuyo título es precisamente ese: Lo pequeño es hermoso, y cuya estrofa axial pronuncia lo siguiente:

 

Luz, Dios, Fiel, Paz y Fe, y Tú,

palabras casi invisibles que apenas ocupan lugar,

y sin embargo mueven a un mundo que vibra

igual que un huracán preñado de magia.

 

En dichos versos se añade algo nuevo: lo pequeño es hermoso no porque sea pequeño sin más, sino porque, por pequeño y humilde, es portador de lo grande e inmenso.


La intencionalidad clara, al poeta le queda la insistencia, hasta el punto de hacer devenir dicha idea en percepción o tacto, en coseidad. Eduardo insistirá página tras página, poema tras poema, en hacer tangible con prontitud de consciencia tal certeza: solo en lo más pequeño se expresa lo más grande, porque lo grande solo puede expresarse en lo más pequeño. Ocurre así con esas palabras minúsculas, Luz, Dios, Fiel, Paz y Fe, y Tú, palabras casi invisibles, monosílabos, pequeños toques de voz, que sin embargo expresan una inmensidad inabarcable. En ello hay magia, circularidad emotiva que se roza con el tacto avezado del corazón. No se trata, pues, de dirimir con las ideas o comprender con el intelecto tal verdad, sino de sentirla profundamente como vertebración de la propia vida, como vibración del Amor. Y el poeta se lanza a tal aventura —hacernos sentir lo breve, lo mínimo, lo pequeño— trasmitiéndonos su propia experiencia.

De la Luz, de Dios, de lo Fiel, o de la Paz, o de la Fe, por la inmensidad que convocan, se podría decir todo o nada; esto es, si dijéramos todo, nos embargaría enseguida el sentimiento de carencia o impotencia, porque precisamente eso, todo lo que conllevan y a lo cual se refieren, no lo podríamos decir. Percibimos, pues, que nos traspasan, que nos inundan, que nos envuelven y dan un sentido trascendente a nuestro existir; pero nuestro drama, sin embargo, consiste en que no podemos encontrar una expresión exacta o descripción conveniente de aquello a que se refieren. Aun así, si no podemos decirlas, sí podemos cantarlas y expresar la dicha de sentirlas en el propio canto. Y es aquí cuando aparece el , y ese se hace necesario: un esencial sin el cual nuestro Yo no sería; un Tú de misterio y de contraste. Toda la inmensidad convocada se hace pequeña cuando cristaliza en el , y es entonces, por una magia desconocida, que ese con mayúscula termina por volverse un con minúscula, se concretiza, se objetiva, se torna reconocido.

Eduardo López Pascual reconoce la vida y el amor en las cosas pequeñas, o, dicho con otras palabras, reconoce que únicamente en el de lo pequeño se traslumina la inmensidad de la Luz o de Dios, o de cualquier otro monosílabo portador de lo inmenso e ignoto; por eso dialogará con el y lo convertirá en centro de su atención y de su canto. En primer lugar, aludirá a su más cercano, Eladia, su compañera, mujer única, que de modo manifiesto o velado transita, perenne, a lo largo del poemario. Ahora bien, tal y como sucedía en sus dos entregas anteriores —Sólo os diré que estoy vivo y Diario de un ingenuo que componen con Glosario de lo pequeño una suerte de trilogía emotiva—, el poeta se detendrá también en prodigar un gesto amable, una palabra amorosa, a familiares —el padre, la madre, los abuelos, hermanos, hijos, nietos— y amigos, a todos ellos, “los que están y los que se fueron con Dios”, envueltos en el misterio y la magia del amor. Pero definitivamente la palabra de Eduardo terminará por convertirse en franciscana cuando ese con el que ha establecido el diálogo mude de una referencia humana a otra referencia  y pase a envolver la naturaleza toda, tanto los seres animados como los inanimados, o incluso aquellos otros que son producto del artificio: la avecilla, la hormiga, el bravo riachuelo, la pelota de trapo, el viento, las olas, las montañas, las acequias, los libros, los pequeños parques, las palabras, la lluvia, la fuente de piedra, las rosas, el collar de dos vueltas… Glosario, vademécum de intenso Amor:

 

Amor es una brevísima palabra

en el idioma que hablamos, y sin embargo

guarda la historia más grande del hombre.

Sin ella tal vez no seríamos nada.

 

Amables poemas esperan al lector de Glosario de lo pequeño, cordiales, llenos de una intensa calidez, en los cuales la palabra se adelgaza a su mínima expresión, sin figuras que obstaculicen su amenidad. La forma expresiva del poemario es llana, porque con tal llaneza Eduardo pretende llegar de forma directa al corazón, tactando suavemente, acariciando, sin ningún tipo de estridencias que estorben. Quiero resaltar, en este sentido, el carácter de confesión que adquiere el libro, pues los poemas se desgranan como si fueran confidencias que se hacen a un amigo en voz baja, paseando por el sendero de un parque, o por la ribera en arco, flanqueada de cañares, que bajo la Atalaya conforma el Segura en derredor de Cieza, con promesa de futuros frutos.


Y no podía ser de otro modo. Dicho minimalismo expresivo, que recuerda al mejor José Agustín Goytisolo o al mejor Gil de Biedma, es acorde con la sencillez pretendida y la trasmisión a baja voz de una sabiduría de vida. Glosario de lo pequeño es la confesión de un hombre que ha vivido y, desde su madurez, nos comunica su experiencia vital y nos invita a participar de la misma para romper ese cerco de soledad, que tantas veces nos oprime, y hacernos entender que en el fondo todos somos uno, que lo que uno siente lo siente otro, que amamos y nos dolemos de igual modo y merecemos el amor.

Solo quien ha vivido disculpa; solo quien ha amado comprende. La mirada de Eduardo sobre los otros es condescendiente; no hay en ella reproche alguno, no hay acritud, no se deleita en resaltar el defecto o lo negativo. Igualmente ocurre cuando interpela la naturaleza; de ella recoge lo amable, el triunfo de la flor y su perfume, o la brisa oreada que sosegada baja de los montes. El amor es silencioso, tal el himno que san Pablo entona en la primera de Corintios. En la belleza no hay estridencias. Eduardo aspira el misterio de lo pequeño y tranquilo lo interroga con las ventanas abiertas de su alma; entonces, silenciosamente, oye un susurro atardecido, largo y lejano, que le dice que la vida es bella, que merece la pena vivir.

 

Todo fue como un largo y lejano espejismo

iluminando las sombras de la tarde.

 

                                               Jesús Cánovas Martínez

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

miércoles, 11 de marzo de 2020

ANTES DE QUE LA LUZ ME FALTE


            ANTES QUE LA LUZ ME FALTE
         PEDRO JAVIER MARTÍNEZ
         LIBROS DEL MISSISSIPI Marzo 2020
 
Portada del libro. El "queísmo" del título ha sido intencional por parte del autor, una suerte de provocación.



Animaba Unamuno a leer novelas con un lápiz rojo en la mano para así poder subrayar los pasajes que nos parecieran más interesantes, e iba un poco más lejos cuando recomendaba que cada uno de nosotros debía ser artífice de su propia novela, esto es, que cada cual debía de novelar su vida y, novelándola, convertirla en verdadera vida. Y no le faltaba razón, pues solo vivimos aquellos acontecimientos a los cuales les damos un significado haciéndolos conscientes: no hay otro modo de vivir con autenticidad la vida humana. De esta forma el genial autor daba un espaldarazo al género literario de los Diarios, las Memorias, las Autobiografías, y yendo un poco más lejos, al género Epistolar y de Confesiones. Lo esencial de los relatos que aluden a estos géneros consiste en que el sujeto literario se corresponde con el propio sujeto que escribe, con el yo real o biográfico del autor.
Rescataba Unamuno, a mi modo de ver, el concepto hebreo de verdad, “emet”, que podríamos entender como lo que es sustancialmente real y auténtico, lo consecuentemente real sin apariencia y definitivamente consciente; y, por derivación, quien, por auténtico, porta la verdad: es la verdad. Ciertamente, en esta acepción, ninguno de nosotros somos o estamos en la verdad, pues la Verdad únicamente es Jesucristo, como Él a sí mismo se define; aun así, como humanos creados a imagen y semejanza de Dios, podemos apuntar hacia ella, es más, debemos apuntar hacia ella e intentar realizarla en nosotros, aunque ayudados en todo momento por la gracia divina.
Sin dejar de lado el contexto religioso, tan interesante, podemos deslizarnos hacia el literario, ámbito tan especial si de la búsqueda de la autenticidad hablamos, ya que en él tantas veces, aun bajo el artificio, pervive una interactuación entre el yo real del sujeto biográfico, el autor, y el personaje de la trama, que deviene tan real como el mismo sujeto que lo crea por el acto de creación de la escritura, hasta el punto de que sería difícil separar uno de otro porque uno y otro son el mismo. Creo firmemente que esta es la esencia de la novela; y ya desde la primera novela moderna. Me refiero a El Quijote, obra en la cual nos sería difícil desentrañar su personaje central del autor que lo pergeñó: Alonso Quijano, Cervantes, se convierte en hacedor de sí mismo al crear su otro, su alter, en tan vigoroso caballero andante, quien, a la postre, es el que perdurará y resistirá los embates del tiempo.
Pedro Javier y Josefita

Así es la cosa: hay un personaje, y a este personaje le suceden aventuras conforme navega por la temporalidad; estas aventuras, en el fondo, no hacen sino confirmarlo como tal personaje, identificarlo, significarlo, convertirlo en único, en él mismo. Pero si esto ocurre con la novela, no digamos con el género a que aludimos. En las Memorias y Diarios el autor se busca a sí mismo de forma explícita; hila recuerdos y vivencias, los ordena, y los convierte en el espejo de sí que le devuelve el tiempo. No me voy a detener en los numerosos ejemplos que ofrece la literatura al respecto, desde Los diarios de un escritor de Dostoievski a Los diarios íntimos, tanto de Baudelaire como de Borges o del mismo Unamuno, sin olvidar Las confesiones de san Agustín o los Diarios de Anais Nin, mencionando, cómo no, La vida de santa Teresa de Jesús; y, en lo que se refiere a las Memorias propiamente dichas, no me quedaré sin citar dos obras que para los poetas cobran especial relevancia: Confieso que he vivido de Pablo Neruda y La arboleda perdida de Rafael Alberti. A todos estos autores los anima el afán de conocerse, de serse; la literatura, entre otros, otorga ese irredento don de la veracidad.
Estamos frente a un género de especial cercanía, donde la literatura se vuelve tan íntima que se impregna y se entusiasma de una intensa cordialidad; el lado izquierdo del pecho del autor comienza a latir con más fuerza y, por ende, el del lector que se acerca a estas páginas. Hay algo que se emociona. Si antes he dicho que la literatura en general, y el género de que tratamos en particular, atiende al conocimiento de sí, a ese registro que el autor hace de su vida con la finalidad de serse,  añadiré que tal conocimiento no se refiere a un punto de vista meramente intelectual sino que involucra a la emoción, ¡y de qué forma! El autor, como un todo, echa a caminar (utilizando una manida metáfora, por ese mar proceloso de la vida), y no solo atiende a la descripción de lo que le ha sucedido para inferirle sentido sino que pasa a recrearse todo él al hacer partícipe su emotividad en tal empresa. Más aún, por esta emotividad, conquista su persona: por esta emotividad verdaderamente comprende la dialéctica establecida entre lo que fueron sus circunstancias y la voluntad que lidió con tales circunstancias.
Tiempo y voluntad, yo y circunstancias, realidad y deseo, tres formas de decir lo mismo. Alguien nace en un determinado momento de la historia, en una determinada sociedad, en una cultura, y asumirá un modo de ver el mundo, de circunstanciarse y tomarse como referencia ante el propio avatar de su vida. La novela, que es biográfica, ya está dispuesta; la vida, que es novela, sucederá de forma inevitable. La voluntad del sujeto se añadirá a la comprensión de sus circunstancias hasta el punto de que lo volverán responsable, sujeto ya no ficticio que atiende a su propia actuación en el teatro que le ha tocado vivir, esto es, devendrá en sujeto verdaderamente humano.
La familia al completo. De izq. a derecha: Arriba, Víctor y Pedro Javier; Sentados: José Antonio, Alejandro, Pedro Javier y Josefita.

Lo dicho hasta este momento (si desde un punto de vista teórico o filosófico correcto) quedaría falto de concreción o materialidad si inmediatamente no le insufláramos cierto soplo, relacional y vital; pues innegable es también, y cabe adjuntar, que cuando se sacan del cajón del corazón este tipo de escritos y se hacen públicos, se somete al juicio de los otros, los futuros lectores, la propia existencia. Hay, pues, una gran valentía en el autor ya que, al ofrecer su vida, queda expuesto al ojo crítico de los demás. Esto es de agradecer. Quien primero lo agradece es el autor, pues de esta forma propicia una catarsis transformadora de sí; la mirada del otro le sirve de revulsivo para alcanzar tanto el conocimiento como la posterior elevación de su persona. En segundo lugar, lo agradece el lector, porque la catarsis de que hablamos opera en los dos sentidos, autor/lector, de forma dialógica.
Pueden variar las caras o los contextos pero los esquemas existenciales suelen ser los mismos. Quien escribe de sí y muestra el periplo de lo que ha vivido, puesto que las experiencias fundamentales por las que podemos pasar son arquetípicas, ayuda a quien con mirada atenta se le acerca. El discreto lector siempre sacará algo de ese pozo de sabiduría envuelto muchas veces en anécdotas que parecerían triviales si no estuvieran dotadas de la oportuna profundidad. La memoria individual de cada uno de nosotros se engarza con una suerte de memoria colectiva de toda la humanidad, y lo que uno ha aprendido de las circunstancias por las que ha transitado sirven para otro, abocado a pasar por semejantes circunstancias. La memoria de uno sirve a la transformación de otro, porque, remachando una idea expuesta, aun siéndolo, en el fondo no es tan importante el conocimiento de sí como la transformación de sí por el conocimiento, único medio de llevarla a cabo humanamente.


Velada poética en el Casino de Murcia. De izquierda a derecha: José Luis Martínez Valero, Pedro Santamaría, Pedro Javier Martínez, Dionisia García y quien esto escribe.


Casa de Cutura Francisco Rabal de Águilas en la celebración del I Encuentro de Poesía ciudad de Águilas con el Grupo Espartaria de Poesía. De izquierda a derecha: De pie: Manuel Rodríguez de Vera, Pedro Javier Martínez, María José de Llanos, Pedro Felipe S. Granados, Joaquín Mateos, Mariano Valverde, Antonio Ortega, Antonio Soto, Reinaldo Jiménez, Juan Ramón Barat. En cuclillas: Clara Valverde (concejal de Cultura), el que esto escribe y Sergio Rodríguez.





   Pedro Javier Martínez en Antes de que la luz me falte, las Memorias en las que plasma su avatar por la existencia, nos sitúa en el atardecer de un tres de diciembre de 1932, fecha en la cual nace el sujeto que nos escribe de sí mismo. Y comienza la aventura:

Eran las horas del crepúsculo del sábado tres de diciembre de 1932. La tarde se adormecía templada en el otoño de Lores de la Majada, un pueblo del Sureste enclavado en el llano deltáico del Bajo Segura… La cigüeña me depositó al anochecer, tras transitar los oscuros túneles de la vida, en las seguras manos de Juana, la comadrona.

Certificado el hecho, continúan unas descripciones preciosas:

La casa que habitábamos la familia, en el centro del pueblo, una familia numerosa como he dicho, compuesta por mis padres, cinco hijos, tres hembras y dos varones, y dos tías solteras hermanas de mi padre, perteneció antes a los abuelos paternos. Era un caserón viejo, de gruesas paredes rezumando humedades y puertas altas y desencajadas por el abombamiento de la madera causado por la humedad.

Pedro Javier convoca al poeta que lo habita para ayudarse en la escritura. Fundamentalmente, hombre bueno y cariñoso, afable, brutalmente sincero, directo y socarrón como hombre del sur de la vega baja del Segura, tremendamente familiar, extiende sus afectos desde el corazón mismo de su familia, de su mujer, Josefita, y de sus cuatro vástagos, hacia el resto de familiares y amigos. Su prosa y su verso son frescos, vivaces, plenos de hallazgos, galantes tantas veces, a los que no les falta la ironía, punzante y traviesa, pero menos el corazón, el entusiasmo; benevolencia y sentido de la jovialidad los presiden. Salpicará estas Memorias de poemas que amenizarán el texto y, pertrechado de él mismo y de tales recursos, año a año irá desgranando impresiones y vivencias.
Pedro Javier Martínez el día que recibió el Premio Internacional de Poesía ciudad de Torrevieja.


 Comienza por su niñez, deteniéndose en ella, porque, no por pequeña o lejana deja de ser la verdadera patria del hombre; una niñez que transcurre en un contexto paradisíaco, un vergel en aquella época no contaminado, de rumorosos huertos donde sonaba el eco de la voz de Miguel Hernández, o la Oriola de Gabriel Miró, diocesana y eclesial, proyectaba su sombra de campanas y manteos, y donde el Segura, aquel Segral limpio y fluyente hacia la mar, se remansaba en playas proclives al baño.
Recital en Molina de Segura con motivo de la publicación de la antología poética "Diez de diez".

Pronto advendrá la guerra que los historiadores han llamado civil, pero que fue incivil. El niño con los ojos abiertos asiste a las tropelías que hicieron los milicianos en retaguardia; El Dandy, un cobarde por antonomasia, cae como una peste en Lores de la Majada, y la falta de valentía que es incapaz de mostrar en el frente, la vuelca en odio y rencor contra la familia de nuestro poeta, hasta que el padre, ocupado en ayudar a tanto necesitado, finalmente dará con los huesos en la cárcel; salva la vida porque termina la guerra pero su salud quedará resentida para el futuro. Acabada la fratricida contienda, tanto odio se volverá en contra de El Dandy.
Portada del primer libro de poesía: "Negro. Poemas para una novia muerta".

 Y los años de la posguerra… Nuestro poeta nos sigue descubriendo los entresijos y recovecos de su personalidad y, con especial gracia, nos relata su ingreso y estancia en el Seminario Conciliar de San Miguel en Orihuela. Hay fotos del niño con alba y roquete, pero, a decir verdad, no era esta, la eclesial, la vocación del futuro poeta; así que nos dice que salió del Seminario

poco menos que escopetado por culpa de las sorpresivas manifestaciones de un avispado compañero, que consiguieron dar al traste con mi incipiente pero nada convincente, según pudo constatarse más tarde, vocación sacerdotal.

No es mi labor como prologuista detenerme en los diferentes episodios de la vida de Pedro Javier, sus luces y sus sombras, sus alegrías y sus penas (ahí están, tras este prólogo, para que el lector las sopese y disfrute debidamente), sino la de hacer una apreciación de conjunto de sus Memorias. A mi modo de ver en ellas interactúan dos tipos de tiempo: el tiempo cronológico de los acontecimientos y el tiempo psicológico por el que el poeta hace diversas tomas de conciencia. Encontramos, en primer lugar, el tiempo de la infancia y primera juventud, que se ubica en Lores de la Majada (1932-1955); en segundo lugar, el tiempo que llamaré de la floruit, que sucede en la Ciudad Condal (1955-1972); en tercer lugar, el tiempo del retorno y del hogar, que se sitúa entre Alicante (1972-1985) y Águilas (1985- hasta la fecha).
Los dos Pedros Javieres, padre e hijo, en la presentación de "El navío que nos lleva", en el Aula de Poesía de la Universidad de Murcia.

En el primer tiempo el poeta explora el mundo, todo es novedad y los acontecimientos, aun los terribles, suceden bajo la férula de la inocencia; es el tiempo de su formación en un sentido amplio del término. Pedro Javier descubre su vocación poética y gana su primer concurso literario con el poema Polvo de olvido en 1949, el jurado está compuesto por numerosas personalidades literarias y lo preside Antonio Sequeros. Haciendo la mili en la ciudad del Aire de San Javier pergeña un poemario y, ni corto ni perezoso, se lo envía a un poeta admirado, Dámaso Alonso, por entonces Director de la Real Academia de la Lengua. Y Dámaso Alonso le contesta, felicita al poeta y recomienda al padre que lo deje ir a la Ciudad Condal para cursar estudios de Literatura.
Portada de "Padre, enséñame a ser corrupto".

El segundo tiempo, supone en la biografía del poeta una explosión vital. Recién llegado a Barcelona, frustrada la posibilidad de matricularse en Literatura, cambia de planes y lo hace en Periodismo. Desempeña los más diversos empleos, desde portador de sacas en Correos a periodista en La Vanguardia, empleado de Banco y, finalmente, corrector de pruebas, traductor y representante de la editorial Caralt; Pedro Javier se multiplica, toma contacto con numerosas gentes del cine y del teatro y representa alguna obra teatral, así como participa en determinadas películas, de las que cabe resaltar Trigo Limpio de 1962 junto a Ismael Merlo y Nuria Espert. Conoce a los poetas que, transcurrido el tiempo, pasarán a la historia literaria como la Generación del 50, de un modo particular a Goytisolo, Carlos Barral y Gil de Biedama. Entretanto, especialmente significativa es la noticia que le llega de la muerte del padre y el consiguiente viaje que realiza a Lores de la Majada. En una tertulia donde se dan cita escritores y artistas se fijará en una chica rubia y de ojos azules, Josefita Albentosa Llofríu; la rondará con poemas y, el 13 de septiembre de 1972, fecha de especial significado, frisando los cuarenta años, se casará con ella, la mujer que le acompañará en lo sucesivo. Enseguida comenzaran a llegar los hijos, cuatro vástagos como robles: Pedro Javier, Alejandro. José Antonio y, el benjamín, Víctor Manuel.
Portada de "Rastreando tus huellas".

El tercer período ocupa los espacios de Alicante y Águilas; en él se nos revela un Pedro Javier, familiar y hogareño, preocupado por los suyos y atento con las necesidades de la familia. Emma, una de las dos tías de Josefita (la otra es Victoria), solicita la ayuda del joven matrimonio; por lo que, sin pensarlo dos veces, deciden vender los dos pisos que tienen por la zona de Pedralbes y se desplazan a Alicante, donde en el barrio de San Blas montarán una librería, Lucentum; y ahí tenemos a Pedro Javier de librero. El matrimonio pronto entra en contacto con el grupo con el grupo Hermes, y bajo la guía de dos maestros, Saturnino Cabrera y Pepe Carrión se adentrarán “en los rudimentos de asuntos impactantes”. Interesante es el relato donde el poeta cuenta cómo llegó a convencerse de la existencia de la vida en el más allá; el pequeño Víctor, al que le cuesta dormirse, de repente ve a los pies de la cama “a un señor que se parece a un santo”; era el padre de Josefita, recién fallecido.
III Encuentro de Poesía ciudad de Águilas en la Casa de la cultura Francisco Rabal de Águilas. De izquierda a derecha: Pedro Vera, Antonio García Soler, Juan Luis López Precioso, Juana J. Marín Saura, quien esto escribe, Juan Ramón Barat, Pedro Javier Martínez y José Luis Abraham López.

A nuevas instancias de la tía Emma, la familia vuelve a trasladarse. Esta vez a Águilas donde el matrimonio termina por fijar su residencia y donde el que esto escribe (casi recién llegados ellos, recién llegado él, a esa ciudad que abre sus dos alas en la luz del Mediterráneo) los conoció allá por el año 1986. Si en la Ciudad Condal Pedro Javier ya había publicado sus tres primeros poemarios (Negro: poemas para una novia muerta; Tú, en mi mano derecha; Hay una paz que espera), esta última etapa supone el período de los frutos. Se suceden ininterrumpidamente las publicaciones y premios literarios de nuestro poeta: ¡Padre, enséñame a ser corrupto!, Poeta en la cocina, Una dulce manera de morir, Alborada del gozo, Rastreando tus huellas: Reflexiones ante Cristo crucificado y otras. Entre los premios, por su importancia en el panorama internacional, resalto en especial el Premio Internacional Poesía de Torrevieja de 2003, concedido por su poemario Jinetes de lo impuro, cuyo jurado estaba presidido por Caballero Bonald. En el año 2013, Pedro Javier recibe una gran alegría; el motivo es que su primogénito, dirigido por el profesor Francisco Javier Díez de Revenga, termina su tesis doctoral sobre la obra del padre. No puedo terminar esta sección sin hacer mención al emotivo poema que nuestro poeta compuso en el cien aniversario de su madre, fallecida poco después, el cual queda reproducido en estas páginas.
Pedro Javier y Josefita.

Y, al final de todo, con tanto bagaje escrito como vivido, ahí lo encontramos, en su despacho, hilvanando la escaleta para sus Memorias, cuyo título será, a sugerencia de Josefita, Antes de que la luz me falte, primer verso de un profundo poema, tras el cual el poeta decide comenzar a escribir:

Eran las horas del crepúsculo del sábado tres de diciembre de 1932…

 Aunque Pedro Javier me cita en varias ocasiones (ya desde cierta tertuliana noche que denominaré la noche de la micción), al pedirme que le companga este prólogo para sus Memorias me ha hecho un gran honor, pues de esta forma ha querido participarme en su vida más íntimamente. Un sentimiento de una gran responsabilidad me traspasa porque sé que no es un libro más del amigo (cuya obra publicada me precio de conocer, también parte de la sin publicar, y he tenido la gustosa oportunidad de reseñarla en tantas ocasiones). Este es un libro de trascendencia especial; es el libro en que humanamente todo él se ofrece, abierto el corazón, como hombre que grita: «¡Familiares, amigos, aquí me tenéis, formad parte de mí!», y tiende los brazos de su vida, intensa y compleja, dilatada en el tiempo, pletórica de acontecimientos y vivencias, ya desde la más tierna infancia, a todo aquel que de repente se encuentre con estas páginas. ¡Qué más diré, salvo que con su vida Pedro Javier ofrece su obra, proteica, rica en temas y registros! Aquí está, a la vuelta, palpitante, ávida por entregar sus dones.
Cartel anunciador de "Antes que la luz me falte"

He disfrutado, he aprendido; ahora siento a Pedro Javier más cerca. Por tales razones invito a todo el mundo a demorarse e estas Memorias con la certeza de que le serán de mucho provecho.
No quiero dejar pasar esta oportunidad para agradecer profundamente, a Pedro Javier y Josefita, el matrimonio amigo, la bondad que tuvieron al acogerme en su casa numerosas tardes ante la taza humeante de café, departir conmigo, sencillamente hablar, estar, cuando un episodio especialmente doloroso me puso en el brete de la locura, o casi (tenía a Plutón encima de mi Sol natal). Espero no haber defraudado la amistad que tan generosamente en su día me brindaron, y que está haya crecido, madurado y dado sus frutos.

                                    Jesús Cánovas Martínez©
                                   Filósofo y poeta