LA CARA OCULTA DE LA
LUNA
Ana María Alcaraz
Roca
Editorial Pluma
Verde, 2019
El
mundo de la infancia es lunar y, como tal, está construido por la magia, esto
es, por unos esquemas de pensamiento que son alógicos, tremendamente simbólicos
y que significan el mundo como una totalidad donde cualquier cosa es posible,
pues en él se hace efectiva la interrelación entre lo imaginario y lo real; la
voluntad del niño se evade de la causalidad de hierro que concatena los
acontecimientos y crea posibilidades de sentido, propugna hechos, conexiones y
convicciones, que, si inverosímiles para el adulto, no se evaden a las íntimas
convicciones del infante. Hay en esta actitud una desmedida integridad: el niño
es inocente, y, por inocente, es puro. Sin embargo, tal inocencia pronto se
verá defraudada por el engaño.
La
luna efunde una luz prestada, por eso, tal luz es fantasmagórica y equívoca;
ilumina el mundo, pero en ese mundo se agazapan no pocas añagazas entre las
difusas sombras. La inocencia del niño le protege de determinados males, le
amortigua la crudeza con que tantas veces se muestra la vida, pero tal
protección, conforme deambula por paisajes muchas veces inhóspitos
paulatinamente va desmoronándose. El niño comienza a exigir respuestas claras a
sus demandas, quiere aventar las sombras y las dudas que poco a poco le van
habitando y terminan por confundirle. Las cosas no eran como él pensaba, máxime
si el adulto las disfraza con una verdad impostada. La luna muestra una faz,
pero tal faz es engañosa; posee otra cara, y en el niño crece tal certeza:
posee la luna una cara oculta que no muestra nunca. El niño entonces, al
percibir tal impostura, siente perplejidad.
Una
niña, Ana María Alcaraz Roca, nos abre su alma y nos cuenta sus vivencias, que
no por suyas dejan de ser paradigmáticas. Nos habla del paso de ese mundo lunar
de resonancias mágicas, a otro mundo, el solar, donde los objetos o vivencias
vienen definidos por contornos precisos, rotundos. En los poemas que componen La cara oculta de la luna aparecerá esa
tensión entre lo engañoso y lo real, entre la magia que cubre y encubre la
infancia y la objetividad del mundo del adulto, entre lo imaginario o alógico y
lo causal, entre lo simbólico y lo conceptual. Por eso muchos poemas parten de
la vivencia de un hecho por parte de Ana María niña y se deslizan hasta
alcanzar la forma conclusiva de una desvelación,
cuando el engaño haya sido puesto de manifiesto ante la nueva mirada de Ana
María adulta.
No
se hurta la ternura en tal proceso, ni la mirada condescendiente, ni a veces la
sutil ironía. Ana María gasta amabilidad ante los adultos engañosos, nunca
reproche; al fin y al cabo los adultos también tienen sus prisiones y no pocas
veces estas prisiones aluden a una precariedad material. En este sentido, me
gusta especialmente el poema que lleva por título La Muñeca, en cuyo inicio ya se nos advierte: Eran aquellos años pródigos/en penurias e infortunios. Tal muñeca,
que encanta a la niña, aparece una mañana de Reyes, pero, dotada de la magia de
los objetos, entrado el verano va desaparece… Tal vez el “Tío del Saco”/se la hubiese llevado a su guarida… Lo
curioso resulta cuando un nuevo seis de enero vuelve a aparecer, aunque con un
vestido diferente.
Temerosa,
la niña se entera de que los tres enemigos del hombre son el demonio, el mundo y la carne, por tal
razón, y para no pecar, se negará a comer carne en lo sucesivo. El aljibe que
diligentemente limpia el abuelo, esconderá un extraño y blanquinoso monstruo; a
un viejo molino destartalado, al
contemplar sus rotas alas desflecadas,/desterradas de los besos insomnes de la
luna, le insuflará el alma en su día deshabitada. Un cofre, cargado de años
y recuerdos, con los tesoros que transitan de generación en generación, donde
la abuela guarda las sábanas bordadas con
esmero/a punto de festón o con vainicas/que consumieron muchas de sus
horas/ante la luz caduca de un quinqué, le hace evocar esa antiguas manos como ramas de un almendro, la presencia adherida a los enigmas que
custodia. Un cofre, unas fotografías, unas conchas, misterios que evocan la
persistencia de los objetos frente al paso efímero de la existencia humana.
Ellos, los objetos, quedan; los ancestros, lo que fue, permanecen en cuanto
huellas de la dulce nostalgia del recuerdo que los evoca desde el tiempo de la
niñez tan definitivamente ido.
Muchos
son los poemas que pivotan entre un determinado engaño que albergaba la
infancia y, tras la anécdota relatada, concluyen con un rapto de racionalidad y
una moraleja que supone casi una advertencia para futuros navegantes; porque
los espejismos de la luna, en última instancia, pese a lo que un observador
poco avisado pudiera pensar, terminan por fraguar en Ana María un carácter
rebelde y tremendamente asertivo. Es la sana reacción ante tantas absurdas
líneas Maginot, ineficientes en sí
mismas, tal y como lo fue la original, que intentan delimitar lo posible de lo
imposible, el espejismo dado como veraz de la realidad entendida como ilusoria,
y en el fondo no suponen sino un límite a la propia libertad y al ser. Muy
ilustrativo me parece el poema que lleva por título La Raya Azul. La autora concluye de este modo dicho poema:
Por eso ahora,
con la irreverencia que me han prestado
los muchos años consumidos,
no hay rayas azules que no traspase
y, ay, del que ose siquiera dibujarlas.
Dentro
de la complejidad del poemario, el cual me llevaría tiempo deslindarlo, quiero
subrayar tan solo, como bien corresponde a una reseña, otra línea de sentido
que me parece importantísima. No es sino el enfrentamiento de la autora con la
muerte (tema este, por otra parte, que traspasa la totalidad de su obra
escrita); muerte que, desde el mismo inicio de La cara oculta de la luna está agazapada entre sus páginas y se
mostrará de manera más o menos patente, algo que no resulta extraño si pensamos
que la evocación forma parte de la sustancia del poemario. La luna es la pálida
del cielo, y su luz fría es trasunto de la muerte y de los muertos. El poemario
se enmarca entre dos citas significativas: en su inicio, la de García Lorca,
que nos muestra el rapto que hace la luna de un niño, al que lleva de la mano
por los cielos, y, antes del magnífico poema Velas con que termina, otra de Kavafis; en medio, una sucesión de
motivos a modo de tablillas que evocan el remoto pasado desaparecido en los
esteros del tiempo, polvo apenas del recuerdo en los ojos de una niña.
Son
tremendos los poemas Misina, La muerte de mi abuela, Dudas (por este orden). En ellos la
certeza de la muerte avanza, desde su primer e inopinado contacto con la niña,
al llevarse desesperanzadamente a su primera amiga de pelaje blanco y negro,
hasta el duelo y dolor que le producirá la extinción de los abuelos: en primer
lugar, la de la abuela, acuciada por el dolor insoportable de una terrible
enfermedad; en segundo, la del abuelo, querido y casi idolatrado por la niña,
cuyo presagio tomará la forma, silenciosa y dramática, de una personificación.
Cito el final de Misina:
Recuerdo con dolor
el amado tacto de mi
amiga
que adquiría la yerta
textura de las aguas.
Velé, entre caricias,
su agonía,
arena y lágrimas.
El cielo de febrero,
bondadoso,
colocó todo su azul
en la vidriosa
geografía
de sus pupilas
asombradas
y en las mías todo el
espanto
de la contemplación
primera
de la terrible cara
de la muerte.
La
luna tiene una faz oculta, y esta no siempre es amable… Aun así, la única
patria que tenemos es la infancia, pues para responder a lo que ahora somos
irremediablemente debemos preguntarle y encarar un diálogo con ella. Esto lo
sabe muy bien Ana María Alcaraz Roca. Quizá sea esta la razón por la cual el
poemario, al contemplar o vivenciar los de la autora, no solo remueve en el
lector adulto emotivos recuerdos, sino que adquiere un trasfondo metafísico de
inquisición y búsqueda del sentido de la propia vida. Impresiona de estas
evocaciones que todas ellas, por su carga de significado, son dignas de una
segunda memoria, de tal forma que suponen puentes tendidos entre cualquier
lector-contemplador y Ana María. Y aquí lo dejo.
Resalto,
por último, la dedicatoria de La cara
oculta de la luna. Ana María dedica el poemario a un ser muy querido y muy
pequeño todavía, a un ser con una gran promesa de futuro: me refiero a Ariadne,
su primera y, hasta la fecha, única nieta. Veo en este gesto un evidente guiño. Otra
infancia, nueva y por consumir, recibirá un precioso legado como un ariete
contra el olvido y contra la muerte, cargado de la experiencia, y de la
consiguiente sabiduría, de una abuela que ha vivido.
Jesús Cánovas
Martínez©
Filósofo y
poeta.
Ad astra per aspera.
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