MI
HIJA Y LA ÓPERA
JOSÉ
ANTONIO FRUTOS ROMERO
EDITORIAL
DÉDALO
Ya en el inicio se encuentra un párrafo con
el cual se capta la atención del lector y le deja atisbar un drama acontecido,
quizá una tragedia difícil de nominar:
Todavía
no había cumplido los veintiocho, aunque, por los acontecimientos sucedidos en
la última semana, su rostro había envejecido tanto que podría haber pasado por
un hombre dos décadas mayor.
Mi hija
y la ópera,
novela que supone el debut en el mundo literario de José Antonio Frutos Romero,
nos relata la historia de un hombre atormentado, Andrés Rosique, cuya vida
inesperadamente da un giro de 180º cuando parecía que había alcanzado un culmen
de satisfacción y realización personal. Un extraño accidente, cuyas
circunstancias no quedan del todo aclaradas hasta el final de la novela, siega
la vida de su joven esposa, Patricia, y de su hija de dos años, Susana. Tras el
accidente el protagonista sufre un episodio de enajenación que, literalmente,
le llevará a perder la cabeza; Andrés Rosique deseará morir y deseará dar
muerte, y el demonio de la ira saldrá de su interior de manera delirante.
Durante una semana vagará sin rumbo por los barrios marginales de Cartagena, y
vagará por las poblaciones y campos aledaños. Un hombre desesperado,
emocionalmente trastornado, apenas controla sus actos. Durante su vagar, Andrés
Rosique cometerá una serie de acciones de cuyas consecuencias, aun con el
posterior arrepentimiento, nunca podrá zafarse, porque hay acciones que en sí
mismas impiden el retorno a la paz; dichas consecuencias gravitaran en lo
sucesivo a lo largo del resto de su vida. Venderá la mansión que posee en una
zona residencial de Cartagena y se irá a vivir a Calasparra, cerca del
Santuario de la Virgen de la Esperanza, donde las masas boscosas de pinos
supondrán el remanso que necesita para perderse y olvidarse del mundo;
desatenderá el próspero negocio que regenta y lo malvenderá a una competencia
ruin y ambiciosa. Pocos serán los amigos que frecuenten su casa y su vida
naufragará entre la soledad, los sentimientos de culpa, el amor a la esposa e
hija fallecidas, y los atisbos y añoranza de lo que podría haber sido una vida
mejor, una vida feliz. Sin embargo, Andrés Rosique, de quien no puede huir es
de sí mismo. En su retiro pronto será conocido como El Leñador, y algunas de estas gentes calasparreñas, menos dadas a
eufemismos tranquilizadores, utilizaran otro apelativo para designarlo: El Loco.
En su naufragio personal, el protagonista
arrastrará a su hija menor, Violeta, a la sazón de seis meses de edad cuando se
desencadena la tragedia. Violeta no heredará la belleza de su madre ni se
parecerá a su hermana, una princesita rubia de ojos azules; por el contrario,
desde su nacimiento quedará marcada por un hemanginoma capilar congénito, una mancha de vino. A esto sumará una salud
delicada, un temperamento que se apunta difícil y la fealdad física; el autor
de la novela hace de ella el siguiente retrato:
Según
transcurrían las semanas, a la pequeña de la casa se le fueron arqueando las
cejas, el mentón parecía hundirse desalineando la mandíbula por su lado
superior y la nariz asomaba con singular prominencia desproporcionando aún más
las facciones. Aunque quizás, e independientemente de su mancha en el rostro,
su rasgo más peculiar era el de su irascibilidad. Lloraba o gritaba la mayor
parte del tiempo que permanecía despierta, caprichosa e inquieta, difícil era
el momento que parecía estar cómoda.
Violeta no ha nacido, pues, con una dotación
apropiada para que su vida transcurra por un camino sin altibajos franqueado
por árboles fáciles a la sorpresa del fruto y del goce; el equipaje que porta,
por el contrario, ya en la misma línea de salida, es tan lastimoso que en el
mejor de los casos puede mover a compasión. Y a este equipaje habrá que
añadirle la circunstancia de la soledad. El padre, en un primer momento, aun de
manera larvada, la odiará, ya que inconscientemente la culpará de su desgracia.
Pero ese extraño y difuso odio pronto será trastocado por un amor sin reservas;
un amor protector, de padre, indeleble, un amor que Andrés Rosique volcará de
manera incondicional en ese ser débil y necesitado: Violeta, su hija.
Llegados a este punto podemos entender la
mitad del título de la novela; el resto no será difícil si consideramos que a
Andrés Rosique lo moverá, aparte de la que siente por su hija, otra pasión: la
ópera. Su hija y la ópera, sus únicas motivaciones para vivir como así confiesa
en un momento dado, pasiones que se convertirán en sentido con el que
embellecer el mundo, fuerza con la que sublimar la monotonía de los días que se
suceden y convertirlos en celebración.
Un huérfano
de madre, que desde su infancia ha trabajado duramente al lado del padre, un
hombre práctico y poco dado a devaneos idealistas o poéticos —La vida es dura, así que ve aprendiendo, que
yo a tu edad ya fumaba y me iba de putas, le contesta el progenitor cuando
Andrés niño le comenta la humillación que ha sufrido en el colegio por unos
compañeros—, en principio tiene pocas oportunidades de acercarse al mundo de la
ópera. Acontecerá que el joven Andrés Rosique, como cualquier joven de su
generación, sentirá una irrefrenable atracción por el rock. Muy pronto
aprenderá a tocar la guitarra y con unos ahorros se hará con un piano de mesa
de segunda mano. A pesar del poco tiempo libre de que dispone, de manera
autodidacta aprenderá algo más que los rudimentos de la música, hasta el punto
que con dos amigos terminará por formar un pequeño grupo, Los Prohibidos. Andrés compone canciones; no suenan mal, así que
animado por los amigos decidirá actuar en un local. No contaba con que le
tomaría el miedo escénico, y lo que se atisbaba como halagüeño triunfo terminará
en un rotundo fracaso frente a la mujer que ama, Teresa.
El tiempo sigue su decurso. Aun independizado
de la férula del padre, Andrés Rosique se convertirá en la mano derecha con la
que su progenitor levantará un pequeño imperio de tiendas de informática. Triunfador
en los negocios, fracasado en el amor, la soledad crecerá en su alma de forma
paralela a su adicción por el whisky. Sin embargo, la música, a modo de jardín
cerrado, seguirá siendo para él su secreto refugio, y del gusto por el rock
imperceptiblemente se deslizarán sus gustos hacia los autores clásicos, más
tarde a la ópera.
Una tarde de finales de verano, en la
heladería donde al terminar la jornada suele tomarse unos whiskys, queda
deslumbrado por la belleza de una mujer:
Ella,
sabedora de su belleza y de la expectación que levantaba, aderezaba sus miradas
con innegable coquetería, como si, cruelmente, quisiera jugar con todo aquel
que tuviera la suerte de recibirlas. Andrés pensó que no valdría la pena perder
el tiempo admirándola, cuando, sin querer, volvió a dirigir los ojos a la mesa;
ella, preguntándose qué haría un tipo joven tomando una copa solo en una
heladería, o por simple curiosidad, clavó sus ojos en él. Al coincidir su
mirada con aquella expresión iluminada, los bajó de inmediato y volvió a
levantarlos al instante en dirección a la chica que ya se había concentrado en
remover su granizado.
Justo en ese momento suena en la radio un
aria, Nessum dorma, y Andrés la
asociará al amor de manera imperceptible, pues la flecha de Cupido, certera, ha
impactado en su corazón. Incapaz de abordar a la chica, la deja marchar con el
fin de establecer contacto en otro momento, al día siguiente quizá. Pero la
chica no regresará. Andrés insistirá, uno y otro día, con el ánimo de encontrarla;
indaga, pero nadie le suministra pistas. Después de su jornada de trabajo, Andrés
irá a la heladería las tardes de todo un año con la esperanza de volver a verla,
pero la enigmática chica no aparecerá hasta el verano siguiente.
Sí, herido de amor, la encuentra y, con sutileza, la aborda. La chica es una
veraneante y se llama Susana; viene a Cartagena a casa de unos primos. Andrés
cree que ha encontrado el amor de su vida, pero para su sorpresa pronto
descubre en Susana una coquetería en demasía conjunta a una frivolidad intolerable;
la belleza física no mantiene una correspondencia con la belleza interior.
Luego de una escena no exenta de comicidad —esta comicidad cogerá por sorpresa
al lector cuando menos lo espera, justo en las páginas donde se insinúa el
amor—, Susana, ahíta de alcohol, se duerme en la cama justo cuando van a
mantener su primera relación sexual. Andrés entonces cae en la cuenta de que no
la ama; ha sido deslumbrado por su belleza, pero no la ama. Ama a otra mujer:
Patricia, la camarera de la heladería donde va a tomarse sus whiskys. Deja una
nota a Susana, para cuando despierte, y sale disparado a la caza y captura de
Patricia.
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El autor con sus hijos, Adrana y Marcos. |
Mi hija
y la ópera
tiene una estructura operística, tras una obertura se suceden los tres actos en
los que se desarrolla el drama. La cuñada de Andrés Rosique, durante el primer
acto, relatará la infancia y juventud del protagonista hasta el fatal
acontecimiento que trastocará su vida. La voz de Violeta aparecerá en el
segundo y tercer acto, pues es ella, una vez muerto el padre, la que contará una
vida de soledad y expiación; y ella será la que, con su voz, redima al padre, y
al redimirlo, se redima a sí misma. El autor recomienda que durante la lectura
de algunas de las páginas de la novela se oigan los fragmentos de ópera que se
citan, o por lo menos se tengan presentes. Esto es porque el texto con
frecuencia se balancea al son de la música y para ser captado en su intensidad
se hace necesario que suenen ciertos fragmentos de óperas, por lo menos en el
interior de la cabeza del lector.
Invita la novela, en su traspatio, a varios
tipos de reflexiones. Por de pronto aparece una reflexión sobre la fealdad y,
concomitantemente, sobre la belleza. Tanto Teresa como Susana, de las que
Andrés quedará prendado durante un tiempo, son mujeres enormemente bellas, pero
para sorpresa suya, una vez que intima con ellas, les descubre un fondo
intolerable de frivolidad que no es otra cosa sino una suerte de vacío interior.
La belleza está en otra parte: la encontrará bajo el manto de humildad de
Patricia, quien trabaja de camarera para costearse sus estudios, y la
encontrará en Violeta, su hija, marcada por la fealdad física. Para Andrés,
haber encontrado esas mujeres verdaderamente bellas en un determinado momento
—se le han abierto los ojos de la percepción auténtica—, le supondrá alcanzar
una suerte de redención.
Con insistencia aparecen las fechas de los
acontecimientos, como si el autor quisiera registrar hasta el detalle los
hechos significativos de las biografías de sus personajes, casi todos ellos —dicho
sea de paso— marcados por un hado funesto, una secreta herida. Esta
circunstancia quizá se deba a los numerosos guiños que el autor hace a su
propio entorno vital; los nombres de los personajes, ciertas anécdotas, los
espacios geográficos que aparecen en la novela —incluso Manhattam, en un viaje
de Violeta— significan algo para él. Al hilo diré que conozco algo de la
biografía de José Antonio Frutos y sé que la armazón alrededor del amor filial no
responde a un recurso estético con el cual trabar una novela; supone una
verdadera preocupación del autor, un auténtico problema existencial para él.
En Mi hija y la ópera hay muerte y hay
vida, y parece como si el autor por su propio personaje quisiera alcanzar una
suerte de redención, porque este tema, el de la redención o expiación de una
culpa, de forma velada ocupa la totalidad de la novela. La estética, la
capacidad de valorar como bellas las cosas que en sí mismas son neutras, es
algo que en propiedad pertenece al ser humano; la música eleva al hombre sobre
el mundo, pero quizá por sí misma no suponga tal elevación que, en ella, y por
ella, se eluda un destino, un sentido: el enfrentamiento con la muerte.
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los derechos reservados.
Jesús
Cánovas Martínez©
Filósofo
y poeta.
Muchísimas gracias, maestro. Nunca te las di por este canal.
ResponderEliminarNo hay de qué. Un abrazo.
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