DE
LOS CABALLOS QUE SE DABAN DE COCES EN LA CUADRA
Con esa gracia del bajo medioevo —edad a la
que Huizinga describe de forma gráfica como un gigante con cabeza de niño—,
refiere el infante don Juan Manuel uno de los consejos que el prudente Patronio
da al conde Lucanor. El conde tiene un enemigo que le ha inferido mucho daño,
pero al cual él también ha respondido causándole numerosos males. En éstas
entra en escena un tercer contendiente mucho más poderoso que los dos
enemistados con la pretensión de aniquilar tanto a uno como a otro. El antiguo
antagonista le pide al conde hacer las paces y unir sus fuerzas para luchar
contra este tercero, pues sólo así, argumenta, podrán vencerle; de lo contrario
sucumbirán ambos con toda seguridad. ¿Qué debe hacer?, se pregunta el conde
Lucanor, ¿aceptar la mano que le tiende su antiguo adversario para juntos
luchar contra el tercero, o simplemente despreciarlo por desconfianza y
afrontar por sí solo al nuevo contendiente que lo sabe de antemano más fuerte
que él? El fiel Patronio como resolución de tal dilema le propone que atienda
al exempla de los dos caballos que no
podían vivir juntos en la misma cuadra. Se pasaban éstos todo el día dándose
coces, y llegada la noche seguían dándose coces. No sabían qué hacer sus amos,
faltos de haberes suficientes para alojarlos en cuadras distintas, así que por
mediación del infante don Enrique pidieron el favor al rey de Túnez de que los
echara a un león. En medio de la pelea, cuando los caballos vieron al león,
atemorizados se acercaron el uno al otro y comenzaron a luchar contra el
enemigo común hasta que lo redujeron y consiguieron que volviera a la jaula.
Sorprenden los actuales políticos españoles
—con la loada excepción— que parecen tan insensatos como los caballos del ejemplo. Y esa insensatez va pareja al
desprecio supino que muestran a la ciudadanía. Así parece que algunos no
distinguen lo que pertenece a la esfera de lo personal de la esfera de lo
político y someten la toma de sus decisiones en función de la prelación de la
primera sobre la segunda, esto es, pesan en ellos, o lo parece, más las rencillas
de índole personal o los intereses de tipo partidista —o, por mejor decir, semipartidista—
que los intereses de la ciudadanía en general, y, en consecuencia, supeditan el
bien común a las finalidades miopes de tipo particular.
El caso es que retórica tienen estos señores
políticos. Los oyes hablar y ninguno ha hecho los deberes mal, sino muy al
contrario, la inmensa mayoría de ellos se congratula de su buena praxis y
resulta raro encontrar a alguno que reconozca haberse equivocado. Suelen, de
este modo, descalificar al contrario y cargarse de razones para mostrar lo
imprescindibles que son; sin ellos no funcionaría el sistema. Aquí hay gato
encerrado indudablemente; de forma irremediable es así que convocan la risa. Y,
desde luego, que esta situación, lo reconozco, da para el esparcimiento después
de una jornada de trabajo. ¡Qué placer, por la noche, antes de coger el sueño,
contemplar en cualquier tertulia de televisión a los periodistas apesebrados de uno y otro bando tirarse los
argumentos a la cabeza! Ahora bien, dicho lo precedente, también hay que
convenir, y esto es lo grave, que hay juegos que cuestan algo más que
dinero.
La ciudadanía habló el 20 D y volvió a hablar
el 26 J y lo volverá a hacer en unos nuevos comicios, y lo hará siempre que su
voz no se vea anulada. En la actualidad esta es su voz: un arco de
posicionamientos que van de un extremo a otro; a unos gustará más a otros
menos, pero ahí está expresada la voluntad de los españoles que, en una
democracia representativa, deben negociar sus ínclitos representantes. Porque
la democracia fundamentalmente es eso: la toma de resoluciones por medio del
diálogo. Este diálogo ha de ser inclusivo, nunca exclusivo, pues no se trata de
apartar a nadie ya que todos vivimos en la misma cuadra —perdón, quiero decir, estamos
en el mismo barco—, salvo a aquellos que de motu
proprio quieran excluirse. El pacto de mínimos se hace, por consiguiente,
necesario, y es de sentido común, pues cualquier persona normal que utilice su
racionalidad convendrá que hay algunos mínimos dentro del marco constitucional
en los que se pueden poner de acuerdo nuestros queridos políticos; de ahí a un
pacto sobre las materias que interesan a todos sólo hay un paso.
Insisto en la idea: puesto que ningún partido
tiene la voluntad de la mayoría —y parece que será así para largo—, el sentido
común impone pactar, y, pactar, ya lo sabemos, supone que todas las partes deben
de ceder en algo hasta alcanzar lo razonable —tal pacto, por supuesto, no dejará
contentos a todos, pero apuntará a lo razonable—. Dicho con otras palabras:
pactar quizá no sea elegir lo mejor según la perspectiva en la que se ha
situado cada cual, aun así será lo menos malo para el conjunto de los españoles.
Claro, claro, durante este momento de impasse el susodicho diálogo puede prolongarse
sine die, y más cuando parece que a
algunos no les duele —¿o sí?— y se enquistan en una determinada posición al
grito de: “¡Yo soy la verdad!”; grito que resuena y resuena de uno y otro lado
de los banquillos: “¡Yo soy la verdad!”. Tal vez consigan con esta actitud de
desprecio hacia el conjunto de la ciudadanía española que Europa, por ejemplo, entre
multas y congelación de fondos estructurales cierre el grifo de unos cuantos
miles de millones de euros. En realidad, de cara a lo boyante que va nuestra
economía y a sus mejores expectativas de futuro, también debido al despilfarro
y corrupción a los que ya estamos acostumbrados, tal coyuntura no debería
importarnos demasiado, pero como gesto de buena voluntad el monto de dicha
cantidad deberían pagarlo los políticos responsables con su sueldo, sus prebendas
y su patrimonio, es un decir.
Buscando un poco de consuelo abro el
periódico y leo que una nueva preocupación llena la agenda de nuestros
políticos: que las terceras elecciones para elegir gobierno no caigan en el día
de Navidad. Para quitarme pesares, paso unas páginas; otra noticia de enjundia:
el alcalde de cierto municipio echa adelante con la iniciativa de analizar el
ADN de las cacas de los perros con el fin de localizar a sus amos. Pliego el
periódico por surrealista, y pongo la tele para animarme un poco, con lo que
sea. Entonces me entero de que la Terelu se ha comprado unas bragas en un
mercadillo…
Yo no sé si tenemos lo que nos merecemos,
pero da que pensar. El león está a la puerta y aquí parece que nadie se entera.
Inmersos en su esfera de irrealidad siguen los políticos con sus dicterios y
tejemanejes. Para procurar remedio a esta situación creada por ellos mismos,
sería interesante que hicieran un curso sobre democracia, aunque fuera
acelerado, que les llevara a comprender el pensamiento de Aristóteles, Locke,
Montesquieu, Rawls o Habermas, entre otros. Quizá, y puesto que ya se han
ocupado de desterrar la filosofía de las aulas o, por lo menos, están en ello,
fuera conveniente introducirles el curso con algo simple y de fácil asimilación
antes de entrar a los fundamentos de la filosofía práctica. Podría ser la lectura
y comentario de El Conde Lucanor,
cuyo autor por cierto, de vivir hoy en día, en lo que se refiere a intrigas
políticas daría sopas con honda a toda la caterva de políticos descerebrados
que nos ingobiernan.
Todos
los derechos reservados
Jesús
Cánovas Martínez©
Filósofo
y poeta.
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