miércoles, 20 de noviembre de 2024

LA RABIETA DE WENDY

LA RABIETA DE WENDY

MARIÁNGELES IBERNÓN VALERO

PRÓLOGO DE MANUEL MADRID

LA FEA BURGUESÍA

 


 

Enfrentar la lectura de un poemario es fascinante y difícil, y se hace más fascinante y difícil cuando se intenta una interpretación del mismo. A veces el universo simbólico que nos presenta su autor es demasiado personal y la elipsis que encubre los acontecimientos que desencadenaron los poemas es tan rotunda que resulta difícil, ya no hacerse una idea de lo que el poeta nos ha querido trasmitir, sino atinar siquiera en los círculos externos de la diana que pretendemos. Sin referencias que faciliten la hermeneusis, difícil es adentrarse por territorios inexplorados; aun así, si eso ocurriera, ¡bendita poesía!, porque aumentaría su carga de misterio, de fascinación, y el deseo de comprender e interiorizar los poemas. Cierto que sin indagar causas o proyecciones el poema es válido en sí mismo, pero también es cierto que si queremos transparenciar el alma de su autor nos hace falta algún hilo conductor que, a modo de hilo de Ariadna, nos permita llegar, a través del laberinto en que nos vemos sumidos, al centro de esa alma; quizá también necesitemos algún asidero que nos sirva de anclaje ya que, si no es de este modo, podríamos fácilmente perdernos. Aun así, incluso si nos perdiéramos en el océano de las polivalencias, nuestra lectura sería válida siempre y cuando hayamos conectado con la emoción que late en el fondo de las palabras con que el autor nos regala.

En La Rabieta de Wendy, su autora, Mariángeles Ibernón Valero, ha tenido a bien otorgarnos una serie de pistas para nuestras indagaciones, aunque, poeta con pudor, para no mancillar su desnudez, la puerta la ha dejado tan solo entreabierta. Me refiero a la puerta que da acceso a su corazón. Intentemos franquearla.

El título del poemario en sí mismo es muy significativo. Wendy refunfuña, se apesadumbra y enfada. ¿De qué o quién? Indudablemente de Peter. ¿Por qué? Porque Peter le ha hecho una faena o no ha estado a la altura de sus expectativas; Peter se desfasa, Peter se queda atrás, Peter retrocede en la perspectiva de su mirada. Así, el poemario tiene dos partes claramente definidas: 1) Cartas a Peter, desde las sombras; 2) Good bye, Peter. Ahí te quedas con Campanilla en el País de Nunca Jamás. La Rabieta de Wendy adopta, por tanto, el cariz de un reproche. Un reproche que la autora extiende, en un primer momento, tanto a Peter, y a todo lo que significa Peter, como a sí misma, ya que ella no queda al margen de los pequeños dardos que inflaman los poemas (en medio de los cuales, hay que decirlo, planea una ironía más o menos encubierta); en un segundo momento, ese reproche se generaliza cuando el azul, el azul verdadero, sigue mostrando la pervivencia del amor. Constatada la pervivencia del amor, cualquier reproche pierde su fuerza. Solo queda la alegría de vivir y la nueva anchura del horizonte que se muestra espacioso.

Dicho lo anterior, se puede decir algo más sobre La rabieta de Wendy, mucho más. El reproche proviene del desencanto, y, el desencanto, de las expectativas defraudadas. Si Wendy se enfada es porque Peter, aquejado de inmovilismo emocional, no ha despertado del sueño de la infancia, esto es, del sueño de la inocencia y de la falsa felicidad que le es pareja, de la ilusión. Tal estado de cosas se parece a un círculo infernal. Un amor enquistado termina no siendo amor y convoca las sombras. ¿Qué sombras? Las sombras de la soledad y la tristeza.



 

Querido Peter:

 

Sabes que nunca me gustó

la soledad…,

 

así comienza el poemario. Hay una inicial toma de consciencia (ya se sabe que para cambiar una situación primero hay que hacerla consciente), y enseguida la autora nos adentra por los mares de la noche y la tristeza:

 

Mi eco ya no es voz

en los mares habitados por piratas.

 

Cuando se derrumba un mundo aparece la noche, esa noche por la que caminará Mariángeles, entre las sombras que son las ruinas del desencanto. Y se adentrará con presteza en esa noche, metáfora de la soledad y de la oscura tristeza que siempre se adjunta a la soledad, y caminará, mujer fuerte, sin arredrarse, esperanzada, hacia la luz del alba:

 

La noche es inmensa,

no tiene apenas luz;

aunque, frágil, camino

por las sombras.

No me reconozco,

tendré que esperar

de nuevo al alba.

 

Mariángeles rompe con un estado de cosas circular, con toda seguridad agobiante, que la oprimía, ya que algo ha cambiado en ella, y, al cambiar algo en ella, también ha cambiado algo en el mundo, sean las personas y afectos, de tal forma que la profundidad de su mirada sobre el mundo se ahonda y se hace más cierta: la máscara de la ilusión al ser suprimida deja paso a lo real. Por eso, en última instancia, tal y como yo lo percibo, este poemario, La Rabieta de Wendy, atiende a un ritual de paso. Paso no exento de sufrimiento, ya que a la autora se vienen abajo sus antiguos ídolos y se derrumban sus viejas preconcepciones, con seguridad un antiguo amor. Y eso duele. Sin embargo, tras el sufrimiento, late esperanzado el nuevo albor que preludia la posible mañana del verdadero amor.

 

Que tú y yo quisimos ser uno.

De eso no existe duda.

 

Después del pasaje, el renacimiento, la plena conscienciación del ser (como dirían los ingleses, la aprehensión del self) y la libertad del despertar:

 

Mi pensamiento se me cae a pedazos,

cuando pienso en la Wendy de ayer.

Ahora, la soledad me viste de azul,

azul libre de los océanos

y rojo de cereza madura.

 

Poemas de renacimiento llenan la segunda parte del poemario, Mariángeles de forma fenomenal, mágica y secreta, ha trasmutado el amor con minúsculas en un amor con mayúsculas. La herida cura; queda la cicatriz, pero el nuevo horizonte se presenta impoluto.

 

Imagino las cosas que se irán conmigo,

las que fueron reales y las que no.

Me atrevo a todo, aun sabiendo

que la vida tiene dientes que muerden,

pero también manos que dan amor.

 

 

                                   Jesús Cánovas Martínez©

                                   Filósofo y poeta.

                                              Ad astra per aspera. 

jueves, 3 de octubre de 2024

EL DÍA QUE NACÍ YO

 

EL DÍA QUE NACÍ YO

ANA MARÍA ALCARAZ ROCA

EDITORIAL MURCIALIBRO



Ana María Alcaraz Roca



        Con la impecable factura de la Editorial MurciaLibro se publica El día que nací yo de Ana María Alcaraz Roca, una biografía novelada de Enrique Piñana Segado, maestro durante la República, represaliado después de la Guerra Civil y habilitado en su profesión pasados muchos años de aquel, tristemente, desastre social.

«La historia vital de cualquier persona merece ser preservada para que alcance la dimensión más amada por el ser humano: la inmortalidad», nos dice la autora como primera frase del libro en el pequeño Introito con que abre los cortinajes de la narración. El Tiempo es quien habla y Ana María Alcaraz, en este caso, hace las veces de su paladín. El Tiempo es el río cuyas aguas nunca son las mismas, él hace y deshace, y en el caso de los seres humanos atiende a sus nacimientos y sus muertes; es él quien abre los ciclos vitales y quien los cierra, sabedor de que siempre la Muerte, al final, tendrá su última palabra. Y es que, acontecido su nacimiento, el ser humano sabe, o debería saber, que el acto más importante que le quedará por realizar será el de su propia muerte. Por eso la Muerte se erige como dadora de sentido, tal y como señala Ferrater Mora, muy en la órbita heideggeriana, en El Hombre y la Muerte: con su muerte la vida de un hombre se ilumina, pues todos los actos que este en vida haya realizado remiten y concluyen en ella. Ante tan drástico hecho, impotente posición es en la que quedamos los seres humanos, inermes ante nuestro trágico destino. ¿Trágico? No del todo; para un creyente la muerte es un puente hacia otra dimensión; para un agnóstico, ante la incertidumbre, o, para un ateo, ante la amenaza de la anhilación, la Muerte puede ser conjurada (por lo menos, de algún modo) por un libro: un libro que recoja o refleje su vida, porque lo que resulta cierto, y debido a lo cual se pueden rebatir los existencialismos demasiado pedestres, es que antes de morir vivimos. Y esto es lo que hace Ana María Alcaraz, conjurar la Muerte exponiendo una vida, la de Enrique Piñana.

Portada de El día que nací yo

Ya que nos enfrentamos a una biografía novelada, el tema del libro como remedo de la inmortalidad no solo resulta interesante sino muy pertinente. Tanto Ana María Alcaraz como José Sánchez Conesa, cronista de la ciudad de Cartagena, copresentadores junto con  Belén Piñana, nieta de Enrique Piñana y profesora de Literatura, incidieron sobre el particular durante la presentación de la novela. José Sánchez Conesa, tomando como referencia al recientemente fallecido Paul Auster, señaló que el género biográfico, en el fondo, significaba la redención de la vida. La vida de cualquier ser humano, con sus luces y sombras, su brillo social o su paso anónimo entre las gentes, podrá ser tragada por el olvido, pero quedará su constancia en un libro, quizá el Libro, y, por tanto, si no la eternidad ansiada, alcanzará la permanencia procurada. En no pocas páginas el maestro americano se hace eco de esta idea (véase, por ejemplo, de forma dramática en El libro de las ilusiones, o, de manera no exenta de cierta negra comicidad, en Invisible). En sentido propio, ninguna vida es un camino hacia la disolución y el olvido, pues el sentido de cualquier vida no se encuentra en ella, sino, por la dimensión histórica y social que enmarca su devenir, fuera de ella, y se podría decir, por su dimensión trascendente, fuera del mismo Tiempo que la presidió. Tan interesante tema me recuerda a Unamuno, a quien no le daba la gana morirse y recomendaba fervientemente que cada ser humano compusiera con su vida una novela, o nívola, según él entendía.

Y es que, tal y como recomendaba Unamuno, esto es lo que hacemos con mejor o peor tino, de manera más acertada o menos, lo queramos o no, lo sepamos o no: novelar nuestra propia vida al construirla con nuestras decisiones y actos. Ahora bien, para que haya constancia de la misma, y para que la memoria la fije, se debe poner por escrito. Hay quien, en un momento dado escribe su autobiografía, y lo hace bellamente, rescatando recuerdos, reflexionando sobre ellos y contextualizándolos, hasta el punto de que se convierte en un testimonio de época, tal y como hizo Chateubriand en Las memorias de ultratumba; otros, sin embargo, tendrán la suerte de contar con un hagiográfo para tal rescate, como fue el caso de Alejandro con Quinto Curcio Rufo. Enrique Piñana Segado, casi cincuenta años después de su muerte física, la ha tenido con Ana María Alcaraz Roca, quien ha contado para esta labor, a parte de su particular investigación, con los imprescindibles recuerdos de la hija de Enrique, Manuela, y con los materiales y documentos custodiados por su nieta, Belén.

Enrique Piñana Segado


¿Cuánto sufrimiento puede soportar un ser humano sin quebrarse o morir? ¿Cuál es la medida de su resiliencia? Recién concluida la lectura de El día que nací yo, removidos los fondos de mis emociones, le puse un wassap a la autora para decirle que me había dejado un regusto muy amargo. Todo el sufrimiento de una generación clamaba desde sus páginas, porque independientemente del lado o la zona a que el destino o las circunstancias les hicieran pertenecer durante la Guerra Civil Española, la inmensa mayoría de sus componentes fueron inocentes y, en parecida medida les acometieron el sufrimiento, el miedo, el hambre y la absoluta precariedad. A esta generación rota que vivió el horror de la guerra y la consiguiente posguerra perteneció Enrique Piñana, a quien las circunstancias hostiles marcaron de forma onerosa por su gravedad. Debió de nacer un fatal día en que los astros estaban nublados y por el firmamento se deslizaba una mala luna. Así lo cantaba Imperio Argentina:

 

El día que nací yo

Qué planeta reinaría.

Por donde quiera que voy

Qué mala estrella me guía.

 

Nacido en el barrio de la Concepción de Cartagena, huérfano de un Capitán de Infantería de Marina y el mayor de cuatro hermanos, Enrique pronto ingresó en el Colegio de Huérfanos de Guerra de Guadalajara donde recibió una sólida formación que en el futuro le capacitaría para desempeñar la profesión de maestro, y donde poco a poco fue desarrollando una vocación paralela convertida pronto en pasión: la de poeta.

Enrique Piñana fue un maestro-poeta como sus propios correligionarios lo llamarían a sus espaldas. Hombre de principios, de trato respetuoso, católico practicante, de gran moralidad, su bonhomía pronto le llevó a remediar, en la medida de sus posibilidades, las carencias que tenían sus alumnos. Ahora bien, ser maestro y ser poeta, en los tiempos que corrían era un binomio explosivo.

Después de unos años de interinaje, obtuvo plaza en Vertientes, pedanía de Cúllar, en el altiplano granadino, en el fatal año de 1936, durante el cual la guerra mostraría su faz de despropósitos. Enrique, para conjurar sospechas y mantenerse al margen de las embestidas de la maquinaria asesina que operaba detrás de las trincheras, se afilió al Partido Socialista y a su sindicato afín, la U.G.T., en su sección de Trabajadores de la Enseñanza, y como especial salvoconducto se valió de la poesía. Sin embargo, ocurría que en Vertientes el Frente Popular solo había conseguido cuatro votos, mientras que en Cúllar había ganado por holgada mayoría; tal circunstancia provocó el recelo de los socialistas de Cúllar quienes veían en Vertientes un nido de fachas. Este recelo cuajó en problemas de abastecimiento de víveres para los habitantes de la pedanía y en molestas incursiones de milicianos a la caza de gentes de derecha. Bien titula Ana María Alcaraz el capítulo donde habla de estas tropelías Caminando al borde del precipicio, pues Enrique Piñana fue puesto a prueba por el destino y como un funámbulo tuvo que caminar por encima de un abismo. Para salir al paso a los problemas de abastecimiento se fundó en Vertientes la Sociedad de los Trabajadores de la Tierra y Enrique ocupó el cargo de secretario-contador (no podía ser de otro modo debido al analfabetismo reinante), Asociación que fue un refugio para muchos ya que sus integrantes se juramentaron para no divulgar la ideología política de ninguno de ellos. Aun así como la Delegación Municipal de Abastos de Cúllar les negaba reiteradamente la cuota de alimentos preceptiva, los de Vertientes tuvieron que constituir una Cooperativa para el Consumo, con la que aliviar su precaria situación. Por otro lado, con estas iniciativas, en Vertientes no hubo saqueos de haciendas (salvo la del Cortijo Vigueras por parte de los de Cúllar que Enrique no logró evitar y en el cual no se involucró) y se consiguió algo todavía más importante: evitar los terribles paseos que los milicianos llevaban por su cuenta burlando el poder central. En Vertientes no hubo muertos en las cunetas, e incluso Enrique Piñana, jugándose el tipo, escondió en su casa al sacerdote y al jefe de Falange al abrigo de los que venían a matarlos.

Un momento de la presentación


Tiempos duros los de la guerra en que Enrique no fue al frente debido a su miopía; aunque, después de guerra, le acechaba un largo periplo de miseria y desdichas, de una dureza aún mayor que la anterior. Maestro, poeta (publicados algunos poemas comprometedores) y perteneciente al bando perdedor: no pintaban buenas cartas para nuestro protagonista. Como medida cautelar se le suspendió de empleo y sueldo y enseguida se le montó un doble proceso: un Sumarísimo Consejo de Guerra en Cartagena por “auxilio a la rebelión” y, de forma paralela a este, fue enjuiciado por la Comisión Depuradora del Magisterio Primario de Granada por “dejación de funciones”, a los que tuvo que hacer frente con no poco valor, sacando agallas y fuerzas casi de la nada, porque las calumnias y las difamaciones, las acusaciones en falso, las distorsiones de su actuación llegaron hasta de aquellos que Enrique consideraba seguros avales (“delatar a un rojo suponía ponerse a resguardo de posibles represalias”, señala la autora).

Leída la novela El día que nací yo, la idea que me hago de Enrique Piñana Segado es la de un hombre bueno a quien el destino dio muy malas cartas para jugar la partida de la vida. Durante la guerra toreó el toro del horror y, terminada esta, toreó el toro de la ciega represión. Con una inquebrantable voluntad, una esperanza puesta en la verdad y la justicia, arropado tan solo con su honorabilidad se defendió de las falsas acusaciones. Pasados los años se le reconoció su inocencia y se le restituyó en el puesto de maestro (aunque con la cláusula de que no poder ostentar cargos directivos). No le hacía falta si de dinero hablamos, en Cartagena había abierto la Academia Piñana que le reportaba muchos más beneficios que el precario sueldo de maestro; por el contrario, sí resultó importante en cuanto restitución de su honor. Por el camino había dejado a su primera mujer, Rosario (muerta de tisis en 1942), y muchas ilusiones.

Ana María Alcaraz con el autor de la reseña


Para terminar esta reseña diré que Ana María Alcaraz ha tenido muy buen criterio al salpicar las páginas de El día que nací yo con poemas de Enrique Piñana (de hecho, tal recopilación supone una extensa antología de sus poemas y nos da la medida del hombre con más profundidad). Por otro lado, ha reproducido los documentos con los cargos que se le imputaron en los dos procesos que tuvo que afrontar y la consiguiente defensa que hizo de sí mismo.

 

Todos los derechos reservados

Jesús Cánovas Martínez©

Filósofo y poeta

Ad astra per aspera

sábado, 13 de julio de 2024

AL OTRO LADO DE LA PUERTA

AL OTRO LADO DE LA PUERTA

DAVID RUÍZ ZAMORA

EDITORIAL CÍRCULO ROJO

 


Tres jóvenes amigos (Juan, quien relata la historia y alter de David Ruíz, y el matrimonio formado por Toñi y Antonio), terminado el curso académico regresan a Villar de Puertollano, su pueblo natal, con la sana intención de reencontrarse con la familia y amigos y realizar todas las excursiones que les sea posible por los alrededores de la localidad, a las que se les añadirá el inseparable Coco, un pequeño pero alegre perrito de inclasificable raza.

Desde tiempo atrás los amigos han sentido fascinación por la Casa de la Sierra («Una mancha blanca en la inmensidad del monte verde. La posición que tiene frente al valle la hace misteriosa y muy hermosa a la vez. Posee un tapiado de obra, pintado de blanco, que la bordea por completo», así la describe el narrador), un lugar casi encantado que otrora, cuando la habitaban Carlos y Beatriz, amigos Paco y Emma, los padres de Juan, era especialmente ameno y bonancible. Sin embargo, aquel tiempo agradable pasó y tras veinticinco años de la desaparición de sus arrendatarios, se ha convertido en un lugar que las gentes evitan y sobre el que circulan las más variadas leyendas, algunas de ellas estremecedoras. Pero precisamente será esta atmósfera de lo misterioso y prohibido el acicate por el cual, a pesar de las recomendaciones de los padres de Juan, los amigos decidirán visitarla.

Hay que decir, para mejor comprensión del relato, que el dueño de la Casa de la Sierra es el señor Marcos, persona en apariencia de carácter afable, de buenas maneras y mejores acciones, residente en Madrid, quien, a pesar de esa benévola apariencia, le es imposible dejar de traslucir un fondo de vicio y maldad, algo que no escapa a los vecinos del Villar de Puertollano, los cuales lo tienen bautizado con el sobrenombre del Santurrón. Esta gente hipócrita solo engañan a quienes se dejan engañar y no quieren ver, por las razones que sean, la sombra de horror que proyectan los hijos del demonio.

Con estos pocos actores y un entorno feraz y encantador, David Ruíz construye un relato minucioso, con numerosos toques culinarios que muchas veces reavivarán las ganas de comer del lector, en el que desde su inicio hasta su sorpresivo final se sentirá el toque de lo inefable y misterioso, y la belleza salvaje y no hollada rondará hasta el final de la novela:

«Después de caminar entre cuarterones de olivos salimos a una encharcada explanada desde donde divisamos el angosto camino que cruzaba el arroyo, ambos situados en la ladera de la montaña. Un arroyo de aguas claras que partía el camino en dos. Desde ese punto, un repecho empinado y abrupto se alzaba serpenteando en dirección al monte espeso».



Después de la muerte y, con más razón, si esta es traumática, ¿hasta qué punto el espíritu o el alma de los que habitaron una propiedad puede quedar encerrado entre sus muros? ¿Hasta qué punto el amor humano puede perdurar más allá de la muerte? ¿Qué tipo de conexión se puede establecer entre los vivos y los muertos, cuando son estos últimos los que piden justicia o quieren trasmitir o desvelar un secreto? Son estas preguntas entre otras muchas las que irán asaltando al lector conforme avance por las páginas de la novela, porque los protagonistas se adentrarán por las estancias, de dorado y ajado esplendor, de la vieja Casa, y sentirán junto a ellos una presencia, no terrorífica sino benigna y protectora; una presencia que cada vez se hará más firme e ineludible y les guiará por los entramados del sótano hasta llevarles descubrir el secreto que se encuentra en una habitación cerrada, al otro lado de la puerta.

 

                                   Jesús Cánovas Martínez

                                   Todos los derechos reservados©

                                   Ad astra per aspera 

martes, 5 de marzo de 2024

LA BÚSQUEDA

 

LA BÚSQUEDA

JOSEFA VICTORIA ALBENTOSA LLOFRÍU

EDICIÓN DE AUTOR

 




Conozco a Josefita prácticamente desde el momento en que fui destinado como profesor de Filosofía al IES Rey Carlos III de Águilas allá por el año 1987, pero no sabía yo que con el tiempo aquella incipiente amistad se haría más estrecha al coincidir en muchos intereses y aficiones comunes, la gran mayoría relacionados con la cultura en general y con la literatura en particular. No me voy a detener en la calurosa y más que agradable acogida que me dispensó la familia, así como en las aventuras y guerras literarias (esas batallas casi a bastonazos que he librado junto a Pedro Javier, su esposo) contra energúmenos de toda índole que, tantas veces enmascarados de afabilidad pretendían rentabilizar cualquier acción que se llevara a cabo a favor de sus intereses particulares, y es que el mal y, como consecuencia, el malvado, como señala Josefita en La Búsqueda, tiene la tendencia de enmascararse de Bien. Los palos en las ruedas fueron múltiples y también todo tipo de habladurías añadidas, pero, a pesar de ello no pudieron impedir la creación del Ateneo Aguileño de las Artes y las Letras con la subsiguiente validación y puesta en marcha de los numerosos proyectos culturales que salieron adelante gracias a esta plataforma, de los que solo nombraré, por su proyección en la Región y fuera de ella, los Encuentros con la Poesía en Águilas en sus sucesivas ediciones, que convocaron poetas nacidos o relacionados con Águilas con otros del contexto Regional y Nacional y convirtieron nuestro querido pueblo marinero en panacea de la poesía durante unos cuantos años. Águilas se lo merecía, se merecía continuar con su tradición cultural y allí estuvimos nosotros poniendo nuestro granito de arena, favoreciendo cualesquiera manifestaciones culturales.

 

La Búsqueda no es el primer libro de Josefita (o, más bien, cabría decir Josefa Victoria Albentosa Llofríu) que ve la luz pública, pero sí su primera novela. Previamente aparecieron Los cuentos de Josefita con una gran aceptación por parte de público y lectores. Son cuentos en sentido tradicional que siguen la estructura de planteamiento, nudo y desenlace, con la particularidad de que todos ellos hacen referencia a situaciones de la vida cotidiana, incluso a la biografía de la autora, escritos con una gran agudeza, con una mirada que ve los trasfondos de los acontecimientos y cala hondamente en la psicología de los personajes; como nota interesante, en el final de todos ellos la autora trata de resolver un problema de índole moral. Sencillamente son relatos deliciosos que harán un gran bien a quien se asome a ellos por la aquilatada sabiduría de vida de que hacen gala.

 

Centrémonos en La Búsqueda, la novela con la que nos regala Josefita y hoy presentamos (y dicho sea de paso, la autora me hace un gran honor al elegirme entre los posibles para tal cometido). El mismo título, La Búsqueda, es una incitación para las preguntas y las fotos que ilustran la portada dan una pista para su resolución. Sin embargo, antes de entrar a pormenorizar algunos detalles, diré que en esta novela, Josefita no pierde el referente de la cotidianeidad tal y como ocurría en los cuentos, aunque diría mejor, de su cotidianeidad, pues en el libro nos va a referir la vida (novelada, por supuesto) de dos de sus ancestros: de Manuel y de su hijo Alfonso Llofríu; respectivamente, bisabuelo y abuelo maternos. Son los dos hombres que aparecen en la portada, y fueron personas eminentes. El primero, el bisabuelo, Manuel, destacó en el campo de la Química y, el segundo, el abuelo, Alfonso, en la aplicación práctica de los conocimientos recibidos de su padre al mundo empresarial de la jabonería y perfumería.

 


Siempre he sospechado que las modas en el vestir no son el mero capricho de algún modisto o similar, sino que de alguna manera expresan la mentalidad o el espíritu de una época (y cambian porque ese espíritu previamente ha cambiado), así que detengámonos en los retratos de la portada para mejor desentrañar las páginas que le siguen. Ahí vemos a estos dos hombres con atuendos diferentes. El de la derecha, según tenemos el libro entre nuestras manos, Manuel, con chaquetón y pajarita, y la cara adornada con un bigote inglés, estilo victoriano, junto a unas barbas partidas, ochocentistas, muy típicas de la segunda mitad de siglo XIX. El de la izquierda, su hijo Alfonso, cambia el estilo, y se aprecia el cambio de época, el salto al siglo XX. No lleva pajarita sino corbata y tampoco chaquetón, sino chaqueta sobre la inmaculada camisa blanca; su cara está rasurada y el labio superior queda adornado por un clásico bigote chevron.

 

Cuando Josefita hace el retrato de Manuel, dice lo siguiente:

 

Aunque no mediría más de 1,80 centímetros de estatura, sus ademanes refinados y su distinguida apostura, unidos a unos increíbles ojos verdes de inteligente mirada y unas largas barbas al estilo ochocentista frente al despejado y oscuro cabello, representaban las características principales de Manuel.

 

La impresión que dan los dos hombres es la de una gran firmeza de carácter. En ambos se aprecia una mirada inteligente e incisiva, la frente es despejada y firme el mentón, con un ligero hoyuelo en el centro; tras ellos, y enmarcándolos, hay una pantalla con fórmulas matemáticas y químicas debida al genio de Alejandro Martínez Albentosa, uno de los hijos de Josefita, a quien se debe la portada y maquetación de la novela. Dicho esto, si damos la vuelta al libro y contemplamos la contraportada, nos encontramos con la fábrica de jabones que Alfonso Llofríu montó en Buenos Aires y, como dato curioso, si aguzamos la vista, veremos en el centro de la misma a una niña. Es Victoria, una de las tres hijas de Alfonso y tía de Josefita.

 


Pero hemos dejado sin responder la pregunta que hacíamos: ¿por qué el título de La Búsqueda cuando podía haber sido otro diferente? No creo contradecir las opiniones de Josefita si digo que el ser humano tiene algo de prometeico que le hace no estar satisfecho con nada, que porta en su interior un fuego que lo abrasa por el que busca la inteligencia de las cosas y por el que aspira a la eternidad. Este fuego es sublime y peligroso a la vez, es un don que lo incita a una constante búsqueda: a la búsqueda de su esencia, de lo que realmente es, esto es, a la búsqueda de aquello que lo asemeja a Dios. El protohombre, la pareja Adán-Eva, fue expulsado del Paraíso, pero aun así sus descendientes insistentemente buscan su retorno al mismo, a veces por caminos demasiado tortuosos como quizá puedan ser los de la Química… ¿Qué importante descubrimiento ha hecho Manuel Llofríu trabajando en la soledad de su laboratorio? ¿En qué fórmula se condensa el culmen de sus investigaciones, muy en consonancia con esta actitud prometeica de la que hablamos? Es algo que excede al mero conocimiento químico e involucra tanto al cuerpo biológico como al espiritual y en manos que no fueran las adecuadas tendría un gran poder de destrucción.

 

El tema, desde luego, da de sí y a la par que nos sumerge en interesantes cuestiones teológicas y filosóficas, me hace pensar en aquellos investigadores solitarios del siglo XIX, encerrados en sus laboratorios, buscando los secretos de la vida. ¿A qué descubrimientos no llegarían y qué nos trasmitieron de aquello a lo que llegaron? ¿Lo fue todo? Es el caso de Manuel, prototipo de aquel hombre de ciencia, de ese investigador solitario que muchas veces mantenía en secreto algunos de sus descubrimientos o, a lo sumo, hacía partícipes de ellos a un pequeño grupo de “iniciados” (llamémoslos así), y, en el caso que refiere la novela a aquellos que estaban agrupados en una sociedad secreta cuyo nombre “Los nuevos alquimistas” ya nos revela los propósitos que perseguían. Pero yo no voy a revelar más de lo que debo, lógicamente, porque sería un mal presentador si hiciera de espolier. Tal eventualidad, por consiguiente, la dejo para que la descubra el lector, aunque sí diré que esta, la búsqueda de nuestra propia esencia, es el eje principal sobre el cual se vertebra la novela.

 


La Búsqueda, con estos prenotandos, se sitúa en la plataforma de salida, y Josefita le da el primer impulso, en un alarde de buena literatura, de esta manera:

 

Los finos visillos del ventanal de la estancia parecían palomas blancas a punto de levantar el vuelo, empujados por la leve brisa que se colaba por uno de los ventanales entreabierto del salón.

 

Está a punto de romperse un jarrón e inculparán al pequeño Alfonset de su rotura; nos situamos en Elche, en la propiedad de los Llofríu. Del matrimonio de Manuel con Antonia Coquillat han nacido dos varones; el primero Gumersindo que estudiará Farmacia y llevará una vida relativamente despreocupada y sin relieve y, con cinco años de diferencia, el menor, Alfonso, un poco rabo de lagartija, travieso, inquieto, valiente, con una enorme curiosidad por aprender y una gran admiración por su padre. Por eso el ama le cuenta historias de su progenitor con las que lo entretiene. De este modo, utilizando esta técnica narrativa, Josefita descubre al lector las personalidades de sus dos ancestros. Nos enteramos de las peripecias de Manuel, su bisabuelo, cuando hizo el viaje que le cambiaría la vida, parte de él, en diligencias de caballos de postas, y, otra parte, en el recién estrenado ferrocarril, cuyas líneas se tendían a gran velocidad por toda Europa. Manuel con su primo Mario Coquillat hizo casi un viaje épico, pues fue a estudiar Química Orgánica y Taxidermia, ya que en España no había Universidad que ofreciera estos estudios, a la Universidad alemana de Bonn con el profesor Klaus Wiscutterman, uno de los más eminentes químicos de la época.

 

Manuel estudia Química en un momento crucial, ya que se está produciendo un revolucionario cambio de paradigma en dicha disciplina. Está naciendo la Química Orgánica y molecular que sintetiza sustancias orgánicas en cuya composición se encuentran las moléculas del carbono y del hidrógeno, en contraposición a las concepciones que sostenían que se necesitaba una “fuerza vital” para producir dichas sustancias. La Universidad de Bonn es el centro donde prominentes químicos asisten ese cambio, en la que, aparte del mencionado Klaus Wiscutterman, por la época en que Manuel estudia imparte sus clases ni más ni menos que August Kekulé, descubridor de la molécula del benzeno y uno de los padres de esta disciplina. También cabría decir que gran parte de los primeros premios Nobel de Química recayeron en compañeros de Manuel.

 


Tras sus estudios, Manuel vuelve a España, y a la par que sigue sus investigaciones químicas y la aplicación de estas al mundo de la jabonería y perfumería (por las que más tarde será galardonado, dicho sea de paso, con una medalla de oro impuesta por el ministro del momento al mejor fabricante perfumista del siglo XIX), intenta rentabilizarlas con el proyecto de una fábrica de jabones, primero en Madrid, y más tarde en Sevilla. Son peripecias agridulces, pues la fábrica de jabones de Sevilla se la lleva la gran riada del año 1882. Josefita describe este luctuoso episodio, aun siendo grave, con una gracia especial cuando Manuel cuenta este incidente a su hijo Alfonso:

 

La fábrica de jabones, como otras muchas industrias, fue anegada por las aguas; pero en el caso nuestro, con la mala suerte de que arrasó con todos los perfumes y colorantes que teníamos almacenados. El penetrante perfume se expandió en el ambiente manteniéndose durante varios días y los sevillanos comentaban que, a pesar de las desgracias tan grandes ocurridas durante la riada, nunca en la vida iba a oler Sevilla de aquella manera tan maravillosa. También el Guadalquivir llevaba en sus aguas, como si de un arco iris se tratase, mezclas de los colores vivos arrastrados: añiles, rojos, amarillos, todos ellos en una extraña mescolanza. Fue un espectáculo difícilmente repetible. Muchas personas se quedaban atónitas viendo pasar aquel rebosante río multicolor.

 

A esta desgracia que acaba con muchas esperanzas de Manuel, se suman otras como el acoso que sufre por colegas envidiosos o la ruptura pacífica de su matrimonio y, por descontado, la quiebra de sus finanzas en la turbulenta e incierta España que le tocó vivir. Y es que esa España del siglo XIX dejaba mucho que desear en cuanto a estabilidad política se refiere. Este es un siglo convulso en que abundan las Revoluciones y acontecimientos sociales. Tras la guerra de la Independencia y la sublevación de las colonias de ultramar, se suceden hechos tan importantes como las guerras carlistas, la coronación y el subsiguiente derrocamiento de la reina Isabel II debido a la Gloriosa del 68, la instauración de la I República, las guerras cantonales y la de Cuba, para llegar en 1875 la Restauración borbónica con Alfonso XII y la instauración de la alternancia en el parlamento entre liberales, liderados por Sagasta, y conservadores, liderados por Cánovas, que sigue dejando sin solución los problemas sociales. Este es un siglo donde se agitan grandes inquietudes y chocan múltiples intereses, un siglo de agitación en las calles y la Universidad.

 


Para evitar la ruina del padre, con diecisiete años Alfonso se embarca para Argentina, la tierra prometida de aquella época, y lo hace en la cubierta de un barco ya que no tenía dinero suficiente para pagar un camarote. Llegado al puerto de La Plata, no tiene callos en las manos para emplearse de estibador. Pero no voy a contar los pormenores de esta interesante novela, por lo que solo daré pinceladas sobre la misma. Al cabo de un año, Alfonso regresa a España para asistir al padre, pero tras la repentina muerte de Manuel, de forma misteriosa, tal que podría pensarse en un asesinato operado con artes oscuras, retomará y pondrá en solfa los negocios familiares. Buscando el mejor lugar que pueda afrontar una precaria economía, monta una fábrica de jabones en la localidad cacereña de Navalmoral de la Mata; para ello habilitará una antigua iglesia desacralizada recorrida por los fantasmas.

 

Como en España las cosas no le van del todo bien, Alfonso Llofríu volverá a Argentina, donde armará una floreciente empresa de jabones y perfumes que exportará a diversos destinos en Europa. Sus viajes de Argentina a España, y viceversa, serán frecuentes, hasta que decide, una vez muerta su primera mujer, Magdalena (una aguileña, dicho sea de paso), y sufridos una serie de descalabros familiares como el óbito de su hija Carmen, al igual que Magdalena por la tisis, o la prohibición taxativa de ver a su único nieto, casarse en segundas nupcias con la prima hermana de Magdalena, su cuñada Victoria. A instancias de esta última decidirá regresar a España y, aun cansado y bastante abatido, seguirá haciendo lo que sabe hacer: montará una fábrica de jabonería. Esta vez en Águilas, la pequeña patria de Magdalena y Victoria, concretamente en El Rubial.

 

Un buen día, Alfonso se siente mal. Una punzada en el pecho le avisa de que algo no va bien. Entonces se le aparece su ángel de la guardia a quien, siguiendo el ejemplo de su padre Manuel, reza todas las noches y al que ha sentido como un amigo protector a lo largo de toda su vida:

 

—¡Alfonso, despierta! ¡Alfonso, tranquilo; todo irá bien! ¡Despierta! Alfonso, soy tu ángel de la guarda, al que te has encomendado toda tu vida.

Alfonso abrió sus ojos a la luz, lanzó un largo y sonoro suspiro y se derrumbó sobre la mesa, abandonando su paso por este caprichoso e inestable mundo.

 

Y ahí termina la novela, no sin recordar la autora que “mientras estamos en la tierra los ojos se mantienen cerrados y se abren cuando la abandonamos”.

 


Para concluir quiero resaltar algo ya mencionado. En La Búsqueda aparecen dos prototipos de hombre: Manuel, el intelectual y erudito, el investigador, y, Alfonso, el hombre de acción, el emprendedor, el ejecutor, y, diría, el batallador. El resto de la constelación de personajes que irán apareciendo en la trama gravitarán entorno a las biografías de estas dos personalidades, con sus luces y sus sombras, sus afectos y desafectos. La Búsqueda se convierte, de esta manera, en el tributo y sentido homenaje que la nieta y bisnieta de ambos personajes, Josefita, les rinde transcurridos los años. Pero hay algo más, al hilo la autora mostrará un trasfondo, a veces sugestivo, a veces inquietante, del poder de la ciencia, en este caso, del poder de la química como heredera de la alquimia medieval y de la búsqueda que esta hacía de la piedra filosofal, que no era otra cosa sino la trasformación del hombre externo, sacudido por los diversos avatares y circunstancias, en hombre verdadero, hombre esencial, incólume, trasformación que operaban los misterios menores a que se sometían los iniciados.

 

Por otro lado, si nos fijamos ahora no en el fondo sino en la forma, la novela roza el realismo, pero no se ciñe exclusivamente a él, puesto que da un salto al realismo mágico y airea el trasfondo de intrigas y fuerzas ocultas que hay detrás de una realidad meramente aparente. Es una novela dinámica, de lectura agradable con una gran musicalidad y cadencia en las frases, un ritmo de las palabras en descripciones diamantinas que Josefita sabe conjugar con unos diálogos reveladores. La técnica que utiliza la autora para darle rapidez y agilidad a la lectura es la de salpicar la narración con numerosos flasch-back; con esto consigue, aparte de la agilización de la lectura, involucrar de forma velada al lector en la construcción de la propia narración.

 

Pertrechémonos para la lectura de La Búsqueda, puesto que las calles de Madrid, o de cualquier ciudad donde nos encontremos, quizá Murcia o Águilas, parafraseando a Josefita, a ciertas horas de la noche, húmedas y neblinosas, con el suelo empedrado y resbaladizo por el relente y el chasquido permanente de los caballos tirando penosamente de los carruajes, parecen una sinfonía bulliciosa.

 

                               Jesús Cánovas Martínez©

                               Filósofo y poeta

                               Ad astra per aspera.

viernes, 17 de febrero de 2023

RELACIONES IMPOSIBLES

 

RELACIONES IMPOSIBLES

PEDRO DIEGO GIL LÓPEZ

MURCIALIBRO

 


Leer Relaciones Imposibles de Pedro Diego Gil López ha sido un auténtico disfrute, tanto por su estilo narrativo como por el tema que aborda. Con una prosa segura, firme, vigorosa, medida y trabajada, en el mejor de los sentidos, el autor encara, con una gran profundidad de la mirada, el tema del amor. Y, al hilo, nos propone el tema del sentido. ¿Qué sentido podría tener una vida si es ajena al amor? Ahora bien, para abordar este tema, Pedro Diego hace una pirueta y los personajes que nos propondrá, aquellos en los cuales brotará el amor del certero pero ciego dardo del travieso Cupido, compondrán parejas radicalmente disímiles por lo que sus relaciones rayarán lo imposible. ¿Lo imposible? Quizá no, porque el amor allana caminos y hace converger lo imposible.

Son ocho narraciones diferentes, anunciadas con las mayúsculas de las letras del abecedario. El amor puede surgir entre una mujer policía y un conocido delincuente. También puede que surja entre un sacerdote y una prostituta. O, ¿por qué no?, entre la cajera de un supermercado y un pedigüeño que proviene del África negra y apenas conoce unas palabras del idioma del país inhóspito que le ha acogido. No se rizaría ningún rizo si pudiera aflorar entre las gentes del circo, pero sí lo sería si surgiera entre una mujer enana y el Adonis que ejerce de trapecista. ¿Y si nos encontráramos que florece entre una mujer solitaria y de fuerte carácter que realiza trabajos tradicionalmente masculinos como pilotar el tractor con el que araña la tierra y el capataz, dado a ensueños eróticos, encargado de supervisar su trabajo? Una mujer dura, exquisita y de feminidad cortante como un cuchillo, ¿se podría enamorar de un bala que después de estudiar Derecho a lo único que ha llegado es a repartidor de pizzas? Un policía en el escenario de un reciente crimen, ¿a raíz de una uña pintada de color rosa del dedo gordo de un pie podrá sumar indicios hasta descubrir una sorprendente y aterradora realidad que involucra a su mujer y a él? La última historia se desarrolla en la cafetería de un supermercado de los extrarradios de una ciudad, y lo interesante de ella no es solo la relación que se establece entre una camarera, mujer derrotada por la vida (y hasta se podría decir chuleada), con el compañero que en secreto está enamorado de ella, sino también el hecho de que las siete parejas disímiles que el autor nos ha presentado anteriormente quedan convocadas en su pequeña trama, ajenas todas a la orquestación que el autor está realizando. ¿Son títeres del destino? ¿Sus vidas se acomodan a un fatum que no pueden evitar? ¿Hasta qué punto son libres para elegir el amor o la soledad? Las preguntas se amontonan en la mente del lector, pero mientras esto sucede los personajes cobran vida y el lector mismo tiene la impresión de que es uno más, hasta el punto de que puede interactuar con ellos, preguntarles, entablar conversación si fuera el caso para que estos le abran su intimidad. Cogiendo la alegoría del circo y pensando en una de las historias más conmovedoras, la de la enana y el trapecista, es la última pirueta con que el autor sorprende al lector. Pedro Diego ha utilizado este poliédrico recurso para indagar en el amor y en el concomitante sentido que con su vivencia puede adquirir la existencia humana.



Las historias quedan hiladas con unas reflexiones al inicio de ellas. Reflexiones que son tan interesantes como necesarias porque revelan los propósitos del autor a la hora de escribirlas y conducirlas hacia un final feliz o trágico. Cualquiera de ellas supone una indagación en la naturaleza humana, y muestran todas lo frágiles que somos y que tras una capa de aparente indiferencia o sobriedad habita en nosotros la pasión, la inclinación al sexo y la renuncia a la soledad por la búsqueda del amor. Un amor que cimbrea en el interior de cualquier personaje, pronto a saltar como tigre agazapado. Un amor humano, tremendamente humano, que surge como una extraña y exótica flor entre lo inverosímil de unas vidas que poco tienen en común y busca trascenderlas.

 

No importa qué personas son las que están predestinadas a amarse. No hay ningún estudio previo de matching genético. Es como si existiera una gran bóveda dentro de un enorme recinto, donde reina una gran oscuridad; un edificio insospechadamente grande que alberga en lo más alto de su construcción millones y millones de bombillas, todas apagadas, cada una representando a una persona, que gracias a un desconocido interruptor hace posible que solo dos de ellas se enciendan,

 

nos dice Pedro Diego al inicio de una de estas historias. Y es así, ¿por qué surge el amor entre dos seres? No lo sabemos, aunque pueden confluir varios factores, el más elemental quizá sea el instinto, la atracción física, el deseo carnal:

 

Luchamos con todas nuestras fuerzas, desesperados por darnos un gozo continuo, algo que iba a ser definitivo, que nos iba a unir para siempre como si dos animales de la misma especie se hubieran encontrado en medio del desierto, después de vagar en solitario mucho tiempo en celo, el uno sin ser capaz de encontrar un macho y el otro sin haber podido jamás encontrar una hembra.

 

Pero hay otros: la curiosidad, la lástima, la benevolencia, el afán protector, la soledad excesiva, un choque de frescura… Difícil enumerarlos todos, pues cada persona es diferente y vive en circunstancias diferentes. Lo cierto es que según el autor el amor no es un experimento, la atracción no es una prueba física ni el magnetismo entre dos personas es un desafío. El amor es el sentido de la vida, la certeza de las certezas y el porqué de vivir. Antes del amor está el vacío, la nada, la incertidumbre.

 



Los escenarios que enmarcan las historias varían desde un tórrido verano a un inclemente invierno, desde el asfalto de la ciudad hasta una campiña no necesariamente bucólica; los caracteres de los enamorados entrechocan, y lo que vivían y creían que era el sentido de sus vidas, si es que lo tenían, se les ha venido abajo. Nada perdura en su ilusión, todo se desvanece como un sueño, tan solo el amor es permanente o su recuerdo. Así toma también cuerpo el amor que se vivió o que podría haber sido si no lo hubiera truncado la muerte, porque la muerte tristemente también entra en el juego que Pedro Diego Gil López nos propone, como la misma esperanza; una ventana abierta a cualquier posibilidad.

Relaciones imposibles de Pedro Diego Gil López supone en última instancia un tratado del amor y suministra los ejemplos oportunos.

 

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                        Jesús Cánovas Martínez

                        Filósofo y poeta.

                        Ad astra per aspera.