viernes, 25 de abril de 2025

RELATOS INTANGIBLES

 

RELATOS INTANGIBLES

AMPARO GONZÁLEZ TOMÁS

EDITORIAL SOLDESOL

 

ALHAMA, CASA DE LA CULTURA, 24 DE ABRIL 2025, 8 DE LA TARDE

(EXTRACTO DE LA PRESENTACIÓN)

 


 

¿Por qué “relatos intangibles”? Hecha esta misma pregunta a Amparo González me respondió lo siguiente: porque solo se entienden propiamente o se vislumbran al final de sus tramas.

Como lector, y puesto que cada lector tiene derecho a su lectura, añadiría que también son intangibles porque remueven un fondo de emociones, a veces difíciles de precisar en cuanto se entremezclan unas con otras, y son como cuchillos que traspasan las entrañas, cuchillos que nos van a hacer sangrar de algún modo. Y es que los relatos aluden tanto a la inteligencia como a la emoción, aunque puestas en una balanza inteligencia y emoción, el platillo que se inclinaría sin lugar a dudas sería el de la parte emocional. Las tramas por las que Amparo nos va hacer transitar y su resolución siempre involucrarán al corazón, hasta el punto de que de forma empática o simpática nos pondremos al lado de sus protagonistas, la gran mayoría femeninos. Al hilo, resalto algo propio de la escritura de Amparo, de la cual es muy consciente y ella misma se encarga de subrayar al inicio del libro: Todos ellos (los relatos), a través de los pequeños detalles incidirán sobre lo que no se ve, “allí donde todo empieza a perder sus contornos” para arrojar una pequeña luz sobre eso mismo que no se ve, porque, como ella dice “tengo la certeza de que hasta los más pequeños actos de una persona tienen un sinfín de motivos, y como autora aspiro a mostrarlos”.

Diré, por eso mismo, que la misma pretensión por la que Amparo González escribe le lleva a asumir un determinado estilo de escritura: minucioso, detallista, minimalista, descriptivo y muy visual

 


Las tramas de los diez relatos que componen “Relatos intangibles”, salvo uno, “La vida no es lo que soñabas” del que después diré algo, van a suceder o van a tener como referencia a Calandria, una población que en el imaginario de la autora es trasunto de Alhama, su ciudad natal, aunque también podría ser trasunto de cualquier localidad que no fuera excesivamente grande y todavía conservara los aromas (antiguos) de una vida sencilla, en el mejor sentido de la palabra, apegada a la tierra, donde siguieran existiendo oficios antiguos (talabartero) y se pudieran apreciar los trinos y silbos de la simpática ave de la que toma nombre.

Aparte de tener una población significativa pero no demasiado grande, una cualidad importante que definiría Calandria sería su carácter gatuno, pues en ella hay más gatos que personas, y los hay porque están protegidos por los vecinos. Nos llevaría lejos hablar de este carácter gatuno de Calandria y enlazarlo con la “gatunidad” de Amparo, si se me permite la expresión, porque sería una extralimitación hasta cierto punto abusiva por mi parte, ya que supondría un salto hacia lo personal. .

Retomando lo que sea especificidad de Calandria, habría que la caracteriza  la vivencia del tiempo lento, sin prisas, que tienen, los cuales se dejan “fluir”; ahora bien, lo propio de su carácter es el Amor, el amor que se cierne, difuso pero efectivo, sobre su atmósfera y convierte la vida de sus habitantes en agradable, con sentido. Y ese Amor explica la longevidad de sus naturales, pues la mayoría se van pasados los noventa. Esto se debe a que jamás se abandona a los ancianos, ya que siempre viven con algún hijo o nieto hasta que mueren, y, como segunda razón, porque los mayores no paran de hacer cosas, así que se sienten útiles. Son dos razones importantes para seguir vivo: la condición de no abandono  a la que se añade la de seguir dando.

Con el paso del tiempo algo ha cambiado, sin embargo. ¿Se era más feliz antes que ahora? La autora deja la pregunta en suspenso porque “para ello —son sus palabras— necesitaría, primero, conocer la naturaleza humana y, después, mirar por debajo de la apariencia de las vidas humanas”.

De este modo Amparo deja latente el tema de la felicidad, ese gran tema de la felicidad, qué es y cómo conseguirla; mientras, para dar respuesta a esta temática, ensaya varios tipos de respuesta en los diez relatos que componen el libro donde de forma implícita la expone, mostrando lo que no es y lo que podría ser (que el lector agudice su mirada).

 




Son estos relatos en los que la autora se involucra, a veces hasta los tuétanos. No diré que son “selfies” de sí misma, pero sí que se les asemejan bastante, y añadiría que la mejor forma de conocer a Amparo, para quien no la conozca, sería a través de ellos, pues, de algún modo, marcan hitos autobiográficos que ella ha querido resaltar, momentos culmen de su vida, cargados de una gran intensidad y significación. A este respecto, y para no dar rodeos, traigo a colación el relato que a mí más me ha impactado, me refiero a “La Llegada”, al que, como entradilla, lo anteceden unas palabras de la autora:

 

Estoy dispuesta a correr el riesgo de contaros esta pequeña historia. Sé que somos nuestro secretos, pero a veces contarlos nos hace sentir que estamos realmente vivos”.

 

Me gusta esta forma de introducir el relato. Por un lado, Amparo, puesto que es ella la que se retrata, se siente temerosa a contar no una ficción, sino una historia (esto es importante), pero a la vez, en un arranque de valentía nos comunica que está dispuesta a ello; primer momento. En un segundo momento confiesa la razón o el motivo que le lleva a contar la historia: dice que sabe, (y esto también es importante), que posee sabiduría, que posee un conocimiento poderoso que no es otro que sabe que somos nuestros secretos; es decir, está validando el poder del secreto en cuanto este secreto, por su importancia es capaz de definir nuestro ser, lo que somos. Ahora bien, también conoce o sabe que este secreto no debe permanecer secreto, que no es un secreto para guardarlo en lo más profundo de un armario o cajón, o en la última Matrhioska, porque, precisa, a veces contarlo, esto es, comunicarlo a un semejante que sabe que lo va a entender, o, por lo menos comprender, “nos hace sentir que estamos realmente vivos”. Ahí está el detonante de la comunicación y el mismo detonante de la escritura. Para vivir hay que contar, esto es, para vivir, para hacer la vida real junto a nuestros semejantes, debemos darnos en lo más íntimo, debemos darnos en los secretos que definen nuestro ser.

De este modo, si el darse quizá sea la forma más clara de profesar el Amor, generalizo esta entradilla y la trasmito al resto de los relatos del libro; así  enlazo con lo que esbozaba con anterioridad: estos relatos intangibles son, en el fondo, un ejercicio de amor.

 


Pero vengo al relato La llegada. Amparo le da comienzo de manera muy dura, aséptica, blanca, cuando precisamente el momento que vive la protagonista está cargado de una intensa emoción, una emoción como quizá no tengan otros momentos que ha vivido o vivirá. La protagonista va a dar a luz, y lo va hacer por cesárea. Necesita complicidades, una ayuda afectiva, cariño, pero no los encuentra; de este modo la atmósfera que envuelve el relato se convertirá en horriblemente opresiva:

 

“Me cubren con una manta helada, pesada, y que raspa mi piel. Recuerdo las mantas de mi abuela (tenía que pedir ayuda para salir de la cama de lo que pesaban). El paritorio es un espacio inmenso, vacío; en el centro, una mesa de acero, y cerca una mesita con ruedas de material quirúrgico”.

 

La protagonista mezcla lo objetivo del hecho en sí, el parto, con la subjetividad con que lo vive, subjetividad que a la postre es lo que cuenta, pues la vivencia que tenemos de los hechos, lo queramos o no, son los hechos.

La capacidad de trasmisión de emociones de Amparo es genial; el lector, como ha sido mi caso, enseguida quedará sobrecogido por una sensación heladora de frialdad que se trasmite desde el primer momento, a la que se suma el desvalimiento de la protagonista aherrojada a la condición de cuerpo, cosificada, despojada de todo lo humano que podría haber en ella, precisamente por la asepsia con que es envuelto el parto, por la falta de ese calor humano que tanto está echando en falta, algo que no colma el pequeño roce de la mano de una enfermera sobre  su brazo; al contrario, tal roce incluso agudiza la sensación de extrema soledad de la parturienta, quién en su interior llega a exclamar:

 

“¡Madre mía! Lo oigo todo nítidamente, “soy conejillo de indias”, mi cuerpo va a contribuir a la formación de futuros profesionales.”

 


Se ha percatado de que en el paritorio han entrado unos estudiantes para recibir una clase práctica. ¡El colmo! Parece que hay algo de recochineo, permítaseme la expresión, en ello, pues esta mujer que literalmente va a ser abierta en canal constituirá el espectáculo de unas gentes desconocidas por muy estudiantes que sean. Esta consciencia que ella toma de su estado, de su absoluta indefensión, casi podría ser un punto de ironía en el relato, y lo es, pero es un punto de ironía macabro, negro, que contrasta fuertemente con las albas paredes del paritorio.

 

(Como la imaginación es libre a mí, personalmente, las pinceladas con que Amparo describe este hospital, me evocan a uno de esos que aparecen en las películas sobre la I Guerra Mundial, con enormes salas de paredes altas y blancas, llenas de camas de metal donde los heridos moribundos se retuercen de dolor y esperan la muerte, y donde unas enfermeras voluntarias, sin conocimiento de la profesión, se afanan, sin saber qué hacer, yendo de un lado para otro, y donde un cirujano torticero a lo Peter Lorre, después de un triaje de esa manera, amputa con saña brazos y piernas…)

 


Menos mal que la capacidad reflexiva no le ha sido anulada a la protagonista, y eso mismo le permite sobreponerse, centrarse, abrazar la importancia del instante, abrazarse a sí misma ante la indefensión. Un acontecimiento humano, tremendamente humano, precioso en cuanto supone el alumbramiento de una nueva vida, la excesiva tecnificación lo ha convertido en algo rutinario y frío, amorfo y sin relieve y, añadiría, casi dañino en cuanto convoca tanto desamparo. Así, la parturienta que ha sido abierta en canal (repito) y después cosida a la vista de un público no deseado (ella hubiera preferido que estuviera su esposo a los estudiantes, pero a este le han impedido la entrada) reflexiona:

 

Pienso en este equipo de profesionales  con tristeza, porque valoran más la “tecnología” que el “contacto” en un momento tan sublime e irrepetible para una mujer, donde ella percibe toda su desnudez, ha dado vida a otro ser, se ha quedado vacía. Y ahora está sola de nuevo. Un hueco difícil de reponer.

Por fin vienen a por mí, ya cerca de otro ataque de llanto. No quiero pensar más. Lanzo una última pregunta al Universo: “¿Hay algún ser humano por aquí?

 

Terrible conclusión: ante los actos más importantes que podamos hacer en nuestra vida resulta que estamos solos. Y se puede añadir algo más: se entiende que un estudiante de medicina tenga que recibir clases prácticas, pero ¿acaso no se viola un derecho fundamental, el de la intimidad, cuando la desnudez, no solo del cuerpo sino de las entrañas, es expuesta a la vista de alguien a quien no se le ha invitado ni dado permiso para hacerlo?

Valga, por tanto, la pregunta que lanza Amparo por boca de la protagonista del relato a las blancas paredes, a la nada, como moraleja. Pregunta que recuerda aquella interpelación que hacía Diógenes cínico a sus compatriotas durante los días de mercado cuando, en medio de la multitud, se paseaba con un candil buscando a un hombre. “¿Hay algún ser humano por aquí?”

 


La sensación de desvalimiento, de fragilidad, de indefensión, la soledad añadida y el desamparo, de una u otra forma irán apareciendo a lo largo de las páginas de estos “Relatos Intangibles”, hasta el punto que desde cierto ángulo de vista se podría considerar el libro como un tratado sobre la fragilidad humana. Las protagonistas de ellos, los alter de Amparo, hay que decirlo, o los selfies que Amparo hace de sí misma experimentarán un dolor silencioso que no aflorará a superficie, sino que, de una forma u otra, quedará soterrado bajo sus pieles.

Así le ocurre a la protagonista de “La vida no es lo que soñabas”. Una joven que, con toda la ilusión que conlleva la juventud, sale de Calandria por primera vez para trabajar en el extranjero; sabe algo de francés y esta oportunidad que se le presenta no solo, piensa, le reportará un dinero con que afrontar el futuro sino que le servirá para perfeccionar su conocimiento del idioma. Con ese bagaje ilusionado en su macuto se encamina hacia el pequeño hotel de Suiza donde trabajará de chica para todo:

 

Con una adolescencia tardía a cuestas y una ingenuidad e inocencia de alguien que no ha dejado su hábitat, se subió a un tren de mercancías (parecido a los trenes que trasportaban a los judíos) y después de treinta horas por multitud de paradas y dificultosos arranques, llegó a Suiza.

 

La ironía es mordaz; el contraste, brutal. Tengo que suponer que el vagón al que sube esta pobre chica, Rosa Guerrero, debía de ser un tercera de aquellos en los que, comenzando por los asientos, todo eran tablas. Empezamos mal, y seguimos peor:

 

La esperaba una señora que ya no cumpliría los setenta años, robusta, grande y con aspecto de mujer dura.

 

En fin, tras el deslumbramiento de los primeros días, extasiada por los nuevos paisajes cubiertos de nieve tan diferentes a los de su Calandria natal, la realidad se impone por sí misma y resulta que no es nada agradable. Trabaja a destajo, sin un horario definido, y comienza a ver cosas raras:

 

Pero lo que descubrió aterrada era que la abuela, la vieja, entraba a su habitación, a su intimidad y le removía todo; se quedó sin aliento.

 

Nos encaminamos a un mal final cuando la pobre e ingenua Rosa sufre un intento de violación por parte de la abuela; el asco que le produce ese intento es tal que pide el finiquito a los dueños del hotel para regresar a España, y estos le dicen que por romper el contrato no están dispuestos a pagarle una serie de días. No acaban aquí las desgracias de esta indefensa criatura pues cuando hace la maleta y va a recoger el poco dinero que tiene ahorrado descubre con asombro que la asquerosa vieja se lo ha robado; total, que solo le queda lo justo para volver a su Calandria natal. Echando mano de nuestro refranero, quizá el relato como subtítulo debería llevar “ir por lana y salir trasquilado”.



 ¿Qué podría ocurrir si la fragilidad humana se hace tan patente como cuando se pierde un sentido? Esto ocurre en el último relato, que lleva por título El club de los frágiles. La protagonista se queda ciega de la noche a la mañana y, al perder la vista, su relación con el mundo cambiará drásticamente. Normalmente se dice que la ceguera es símbolo de sabiduría, pues al perder la visión hacia fuera, esta se interioriza y se vuelve hacia dentro; lo que del mundo exterior se evade, se gana en conocimiento del mundo interior. Tal tesitura aparece en el relato, pues la protagonista no solo, con los otros sentidos agudizados, establece mapas con qué orientarse en el mundo, sino que gana una fortaleza interna que contrasta con la fragilidad de su cuerpo. Ahora bien, ¿qué ocurriría si un chico se enamorara de ella y, por amor, quisiera experimentar su fragilidad? Dejo ahí la pregunta; la respuesta, en el relato.

Otra pregunta que aborda Amparo es muy interesante y hace referencia, cómo no, al amor. ¿Qué ocurre con el primer amor de adolescencia cuando pasan los años?, o, mejor aún: ¿Por qué no se dio el paso cuando había tiempo y se ha permitido que ese amor quede larvado como una herida?

Esta fragilidad nos la mostrará Amparo magistralmente en el anciano, viudo, con sus tres hijos casados y en el extranjero, que vive solo; bueno, vive con una sirvienta. Es un hombre ilustre, que tiene un prestigio ganado y a quien, salvando a los que ha enterrado, bastantes por cierto, aún le quedan muchos amigos: son los libros con los que convive. Este relato lleva por título “Compañía” y está dedicado a Alfonso Martínez-Mena.



Podría decir mucho más de estos Relatos intangibles, pero no consiste mi labor en ir destripándolos uno por uno, sino, por el contrario, ofreciendo algún botón de muestra, correr las cortinas para dejarlo ver e invitar a su lectura. Creo, por tanto, que aquí debe finalizar mi labor, eso sí, agradeciendo a Amparo González Tomás el haberlo escrito, ya que leer estos relatos intangibles nos hace a nosotros menos intangibles, más concretos, más conocedores de nosotros mismos por cuanto, al vivir las situaciones y, sobre todo, las emociones de los protagonistas, acunados siempre por los cantos de las calandrias, se nos revelan los propios secretos que nos definen.

 

                                               Jesús Cánovas Martínez

                                               Filósofo y poeta

                                               Ad astra per aspera.

sábado, 22 de marzo de 2025

CARTA PARTIDA. EXPOSICIÓN TEMPORAL 2

 

CARTA PARTIDA. EXPOSICIÓN TEMPORAL 2 (2022)

FULGENCIO MARTÍNEZ Y ANDRÉS ACEDO

ARS POÉTICA. COLECCIÓN NON OMNIS MORIAR. 2024

 


Carta Partida es un poemario que, tras su aparente sencillez, muestra una gran complejidad estructural. Para empezar es un dueto en el que intercambian voces dos ortónimos, u ontónimos, del autor: Fulgencio Martínez y Andrés Acedo, circunstancia que, de entrada, supone un diálogo poéticamente cantado para encontrar el nombre que está detrás del nombre, el nombre verdadero o Palabra Perdida, análogamente a como Platón se refería a ese otro Sol que está detrás del sol. Su complejidad también reside en el hecho de que, como sinfonía no tan de fondo, lo ocupan seis movimientos presentados bajo la forma de tríptico: A (primera tabla), Sabiduría del comienzo, B, Carta partida (tabla central, la más extensa) que se presenta con la estructura de tríada, ambas partes, A y B, escritas por Fulgencio Martínez; y, una tercera tabla, C, Al sol que declina cuya autoría se debe a Andrés Acedo, quien presenta una Antología mínima de su poesía, en forma de díptico, cuyas partes están compuestas por tres poemas cada una. (Para que nadie se pierda, la estructura sinfónica de Carta Partida se presenta bajo los siguientes seis movimientos: 1º, Sabiduría del comienzo; 2º, Carta partida 1; 3º, Carta partida 2; 4º, Carta partida 3 ; 5, Al sol que declina 1; 6, Al sol que declina 2). Por otro lado, con la finalidad de entender el subtítulo del poemario, tal y como señala el autor en la Nota Crítica del inicio, Carta Partida forma parte de un todo más amplio; así, aunque primera entrega, refiere el segundo episodio de un proyecto recopilatorio de la poesía del autor de los últimos años, Exposición temporal, cuyo primer episodio, aún por salir, lleva el título de Tiempo revivido, y el tercero y cuarto, Sendas del invierno en primavera y Espacio para una urna, respectivamente, y ya concluidos. Al hilo, señalo como característica nuclear de esta escritura el tiempo (casi todos los poemas están fechados), la sensación de una extraña temporalidad que envuelve a las personalidades poéticas del autor, quizá con la intención de tensar un arco, más o menos consciente, entre la fugacidad y la eternidad, el recuerdo y el anhelo, el instante que se constituye y toma ensidad en sí mismo y su sucesivo paso hacia otro instante, pleno y vacío a la vez; algo que se patentiza con especial nitidez en el juego de espejos presentado en la última tabla del poemario Al sol que declina. Son espacios de danza que se entrecruzan en la subjetividad del autor como pidiendo un sentido, posiblemente el que otorga el Amor.

Quizá deba propasarme en las obligaciones que, como reseñista, debo a Carta partida, y procurar una aclaración que, sin duda, el lector agradecerá si se enfrenta de bruces con esta escritura. Me refiero a su autoría firmada por dos de los ortónimos del autor. En este sentido, mucho echo de menos no poder haber asistido a una charla entre un tal Fulgencio Martínez y otro tal Fernando Pessoa en un café de Lisboa, allá por los años treinta del siglo pasado. Esta charla, ciertamente, hubiera sido imposible en la realidad, pero en el reino de la imaginación, que es el de lo literario y posible, sucedió realmente. Me llegan noticias de que iba la cosa acerca del concepto de personalidad literaria, y si un autor podría tener una o unas cuantas. Así un tal Borges, allí presente, que curiosamente había viajado desde Argentina para asistir a aquella reunión, recitó un poema, el de los Dones, y dijo que la clave del poema estaba en sus dos últimas estrofas, y con ese acento inconfundible del Cono Sur argumentó a favor de la multiplicidad de los yoes que conviven y forman una sola sombra, aunque después se rebatió a sí mismo y afirmó que quizá fuera al revés, que fueran muchas sombras las que componen un solo yo, pero que, por razones puramente literarias, quizá estéticas, prefería la primera opción; la ceguera, sin embargo, no le dejaba apreciar ni el yo múltiple ni su sombra única, tampoco lo contrario. «Tal vez todo sea un sueño y seamos soñadores soñados por otros soñadores», aseveró con un vago deje de melancolía al final de su disquisición. Cierto tipo, algo foráneo al tema que se debatía, se tiró al ruedo y habló sin tapujos de lo que él denominaba heterónimos. Dijo llamarse Bernardo Soares, y afirmó que la clave del núcleo de cualquier personalidad está en el fingimiento: se trataba de fingir el dolor para que el dolor fingido fuese más real que el sentido, o al revés; por tanto, y concomitantemente, quien más fingiera sería más real que quien lo hiciera menos, aunque cualesquiera de los fingidores remitiera a un Gran Fingidor que, en su fingimiento, les diera la existencia. Esa era la clave y la diferencia entre los heterónimos y el ortónimo al cual remitían. A los presentes, tal salida, les pareció un trabalenguas sin sentido, pero Soares insistió y trajo a colación cuestiones de etimología. Un autor ciertamente se podía desdoblar en múltiples personalidades que adquirieran cuerpo; estas serían extrañas a su creador y vivirían por sí solas, por así decir: tendrían su propia fisicidad, su personalidad, su manera de expresarse. Serían los heterónimos, los cuales siempre remitirían al autor del cual fuesen dependientes. Para concluir, dijo Soares que él mismo era un heterónimo del tal Pessoa, allí presente, pero que poco o nada tenía que ver con él salvo en la ficción del dolor y, también, en que ambos eran portugueses. Por alusiones, Pessoa calló, no podía menos. Tomó la palabra Fulgencio Martínez. Dijo Fulgencio que se negaba a ser un mero heterónimo de Fulgencio Martínez, y que, por lo tanto, reclamaba su propio nombre independientemente de que el otro se llamara igual que él. «No compliquemos las cosas —dijo con un ademán de rebeldía que no admitía dudas—, el autor es dueño de su escritura y hasta cierto punto, por su capacidad creativa, se constituye en un dios menor». Propiamente no habría que hablar de heterónimos sino de ortónimos, con más propiedad de ontónimos, explicó, porque, con independencia de su origen o procedencia, cualquier voz que llega al umbral de lo que podríamos considerar personalidad, es correcta; esto es, tiene esencia propia, una propia estructura interna o fysis que la individualiza frente a cualquier otra personalidad (incluso de la de su autor), de manera que la hace única, y aunque quede remitida a un hacedor, deja de remitirse al tal hacedor porque es voz hacedora del hacedor mismo. «En mis ortónimos soy yo», dijo, casi emulando al rey Sol. A partir de este punto, la conversación aquella fue muy liosa y algunos de los presentes llegaron a las manos, tales pasiones se desataron. Hubo sangre, sí, algún muerto a navajazos, pero no quiero relatar las bajezas a que puede llegar la pasión literaria.



Supongo que poco o nada habrá dejado en claro la divagación anterior, no importa: a todos nos acecha la muerte. Aun así, algún crítico a deshoras podría pensar lo que no debe y, sobre todo, debido al juego con los ortónimos que sea trae el autor de esta Carta Partida (poemario en que solo aparecen dos, aunque en la sombra quedan tres: Séptimo Alba, Sebastián Alfeo y el otro Fulgencio Martínez), albergar en su coleto la sospecha a que algunas mentes simples pudieran llegar, y concluir que este, al igual que Pessoa estaba como una cabra, queda atacado de parecido mal. No, nada de eso. Consciente de esta burda banalización a que pudiera llegar la cortedad de miras, el autor, en defensa de sí, sale a su encuentro para rebatirla sin contemplaciones y, con fina aunque punzante ironía, en la Nota Crítica del inicio echa mano de unos versos aparecidos en un poemario anterior, muy aclaratorios:

 

He contribuido a la diversidad

de la especie humana

escribiendo bajo personas poéticas

diferentes e iguales a mí mismo.

No tengo enfermedades ni practico el yoga;

señor, solo hago versos a mi chica.

 

Algún día hablaremos en serio sobre estas fundamentales cuestiones, mientras tanto digamos algo sobre el poemario. ¿Carta partida?, ¿qué significa esto? Al hilo del título, lo primero que me llega es una sensación de hiato, de pérdida o lejanía, de algo que es necesario recomponer con urgencia pues en ello va, para un hombre acostumbrado a pensar, el Sentido, para cualquier hombre, el Amor. Indudablemente, el Amor con mayúscula. Recomponer el Amor en su vastedad y en todas sus facetas, esa es la tarea, pues no otra cosa sino el Amor es lo que se ha roto. Mientras que esto no suceda, el corazón será arrasado por la despoblación, la sensación de la fugacidad, la pérdida, el vacío y la anexa melancolía.

Una carta partida es un pergamino que se desgaja en dos partes, y cada una de estas partes se otorga a dos personas. El original queda sesgado, pero aun así, cada una de las mitades se convierte en signo de identificación y custodiarán un secreto hasta que de nuevo vuelvan a estar unidas. Si el hiato, la consciencia de separación, la soledad, la sensación de extrañeza frente al otro y el mundo presiden el poemario, también es verdad que en él aparece el anhelo del retorno, la esperanza del regreso o vuelta al origen, y no con las manos vacías sino cargadas de dones. Puesto que el tiempo, no el espacio, es lo que marca las distancias, el mayor don sería la anulación de la misma temporalidad: llegar a conscienciar el eterno presente.

Ya en la obertura de la Carta aparece un poema intenso, de desoladora melancolía, Extraño próximo. El autor relata una anécdota trivial; sin embargo, esta anécdota esconde algo que no se dice, pero se palpa. Todo el entorno es cotidiano, y aun así una fiera de desolación, oscura e impredecible, ronda al acecho. Se trata de la despedida que el tal Fulgencio, el autor, evoca mirando una fotografía; aquella hecha con sus padres, en el andén de una estación, cuando marcha a estudiar lejos y ahora contempla.

 

¿Por qué llegarías a tiempo?

Pudiste haber perdido el tren,

 

se pregunta, y se responde, casi al final del poema. Previamente ha posado la mirada en hechos que, propiamente, no importan: detalles fugaces. Pero lo que importa es lo que no dice, mas deja intuir: la huida frente a su realidad, frente a sus padres. Todo la alude, pero todo la encubre como un engaño. De tal modo aparece el abismo de la separación. Sabe, aun de forma no del todo consciente, que, aunque regrese, la realidad nunca volverá a ser la misma. Él volverá cambiado y sus padres habrán cambiado. Nada será igual a como es ahora; el futuro es incierto, el presente se desvanece en la espera del tren que le llevará a otra ciudad. El hiato se agranda y el autor huye hasta de sí mismo.



No es de extrañar que Carta partida vaya dedicada a sus padres, porque de modo implícito el autor deja caer que esa distancia frente al hogar (más materno que paterno) es la ruptura primordial, y como tal, preside cualquier ruptura posterior. La separación de la casa familiar, del hogar, nutricio y amoroso, preludia el resto de las separaciones posibles que están por llegar y que irremediablemente acontecerán en el decurso del tiempo. Son separaciones que agrandarán la distancia de sí mismo, y sobre sí mismo, hasta llevarla a un paroxismo: la bipartición del autor en dos mitades, una de luz, otra de sombra (Escribo con una mitad de mí/que desconozco). No puede haber mayor lejanía que la distancia de ese algo que somos, de sí o de Dios, y la sensación del vértigo que convoca, cada vez más angustioso cuando, sin alardes ni expresiones enfáticas, son las palabras sencillas las que lo aluden al tiempo que encubren una complejidad de emociones:

 

Por mucho que apostamos

no hay esperanza, ni hay paz, ni hay

silencio, hasta tu silencio huye, creador,

la pausa para alejarte de tu obra

unos pasos, eternos, y firmarla o destruirla.

 

 

Si falta la fe, dice Fulgencio, tan solo queda la sobrevida del recuerdo cordial. No sé si esto sería suficiente para aplacar cualquier sensación de inanidad; seguro que no. Aun así la memoria, frente a la fugacidad del pasado que siempre huye y se nos aleja, puede recuperar algunos trozos rotos, y si el silencio se vuelve demasiado opresivo, atrapar un poco del amor humano, que sí, en las vueltas y revueltas del camino, del tiempo, sigue ofreciéndose para paliar la soledad de quien lo busca o nombra. No es de extrañar, por tanto, que con un juego de espejos, o poemas reflejos dedicados a Soledad, el autor haga finalizar esta Carta Partida:

 

Converso con el amor imposible

que a veces va conmigo, y que a veces

necesito tenerlo en la distancia

para que en su ausencia lo reconozca.

 

 

                                   Por Jesús Cánovas Martínez

                                   Filósofo y poeta

                                   Ad astra per aspera

sábado, 22 de febrero de 2025

CUANDO EL TIEMPO

 

CUANDO EL TIEMPO

GINÉS RECHE

EL BARDO. COLECCIÓN DE POESÍA. 2024

 


La nueva entrega poética de Ginés Reche, Cuando el tiempo, viene enmarcada por un prólogo de Francisco Domene, un contraprólogo o epílogo de Antonio Carvajal y una postdata de Antonio García Soler, tres amigos del autor, profesores de literatura los tres y magníficos poetas. Componen el poemario cuarenta y cuatro poemas, supongo número que en la iconografía de Ginés tiene cierta significación, previo el poema programático del inicio, Sin concesión. La división de los mismos se articula según el ternario: 1) Cuando el tiempo, con quince poemas; 2) Cuando el amor, con catorce poemas; 3) Cuando la vida, con quince poemas. Estas simetrías de estructura aluden al verso del inicio que, como un lema o mantram, sirve de dedicatoria y guía:

 

A los que son en mí: tiempo, amor y vida.

 

Poema de un solo verso que, en cuanto a su fondo, como señala Antonio García Soler, recuerda las tres heridas de Miguel Hernández, y, en cuanto a su forma, es un endecasílabo contracadente, propio de los poetas intuitivos, como recuerda Antonio Carvajal. Añadiría yo, centrándome en el primer hemistiquio, la plena consciencia que tiene el autor de que tanto el tiempo, como el amor, como la vida, son en él, realidad plena que los engloba, pues es él y solo él (aun con el peligro de la redundancia) quien registra en el suceder del tiempo la vida, y, en esa vida que se sucede porque es tiempo, el amor, y, por último, en el amor, la plenitud de la vida a la que el tiempo conduce: tiempo en el tiempo, tiempo de vida, tiempo de amor sin concesión.

 

El tiempo

que estrenamos tú y yo

es nuestra vida más que confirmada.

El amor, sin ninguna concesión.

 

  Pero tanto el tiempo, como la vida y el amor, si no estuvieran poblados serían realidades vacías, porque es un hecho que la vida, nuestra vida humana, solo tiene sentido si la traspasa el amor. Sí, es cierto que el poeta tiende a enamorarse del amor, pero, mientras que así ocurre, vive en una quimera, pues el amor, para que sea amor, hay que concretarlo en un ser al que sea ama, en este caso y siempre, en la amada, en una mujer concreta, carne de su carne y hueso de sus huesos, a cuyos brazos Ginés tiende indefectiblemente. Resulta curioso, en este sentido, como de forma machacona, insistente, más que recurrente, en los primeros poemas del libro ya aparecen esos brazos de la amada (el abrazo entre ellos donde se da la conjunción viva del amor) como el único seguro puerto o refugio. Son la casa segura, el nido donde invernar frente al otoño, la luz que aplaca la noche, el olvido ante la cotidiana y perentoria urgencia.

Sea:

 

Cuando el tiempo te nombra,

la vida tiene casa propia

en tus brazos;

frío, afuera.

 

O:

 

Viviré en tu estación otoño,

invernaré en tus brazos.

 

O:

 

Sobre tus brazos

nunca queda resquicio de la noche

como si fueras todo luz…

 

O:

 

Abres los brazos,

el tiempo nos proclama

olvidos sabios.

 

Las citas se podrían multiplicar. Hay que vivir con urgencia el amor, pues el tiempo en su transcurso lo transformará en las ascuas de una hoguera. La vida es breve, todo es breve, y pronto un vestido de domingo puede convertirse, tras el lapso de los días, en puros harapos: No hay razones/que puedan explicar/los harapos que viajan/de un corazón a un martes/de un viernes a un adiós (del poema La Brevedad), y al final llegará, casi sin sentirlo, la rúbrica del epitafio de la muerte.

Ahora bien, Ginés Reche es un poeta vitalista, luminoso, de soleado cielo, del sur, y si nombra esa posibilidad de la muerte en el mañana es para acentuar la vida y el amor en el ahora. El tiempo nos lleva, es cierto; pero no hay que perderlo mirando/debajo de las piedras, porque la vida, en continuo discurrir, sigue, y seguirá siempre con proyección de futuro:

 

No sé con qué epitafio

me despediré, pero en ti,

vientre de mi palabra,

la vida sigue.

 

Vientre de mi palabra para convocar a la amada y nombrarla, preciosa y sugerente metáfora con la que alude a la preñez del amor en la esperanza no defraudada de futuro, en su simplicidad y en su multivocidad, que nos llevaría lejos analizarla con detenimiento.

La vida, frente a la brevedad, sigue adelante; no se detiene. La percepción de tal choque (lo breve de lo vivido y la vida que no renuncia a vivirse) parece un oxímoron, y lo es. La contradicción entre el tiempo (decurso de eterno fluir) y la vida (sucesiva pero renovada a cada instante) se resuelve en la perennidad del amor, porque la vida perdura en el tiempo, que es tiempo de amor, y convoca la alegría de vivir. Precioso es el poema que inaugura la tercera estancia del poemario, Cuando la vida, un poema que se arroga de tintes clásicos (Amor al que te rindes, de tal modo comienza) y recuerda, con asumida filiación por parte del autor, al mejor poemario de amor del siglo XX en el sentir de muchos críticos, me refiero a La voz a ti debida de Pedro Salinas. Como no podía ser de otro modo, lo introduce una cita del maestro del 27: Qué alegría, vivir/sintiéndose vivido, y su título no es otro (no podría ser otro, acorde con la cita) sino Qué alegría, vivir.

 

Mil historias,

demasiados augurios, cien olvidos,

sólo una vida

para perdernos y encontrarnos.

 


 Un amor, concretado en el tú que da sentido al yo, e irradia y se difracta en el tiempo que lo contiene y termina por abarcar la totalidad de la experiencia vital de Ginés, hasta el punto de que el tiempo, su tiempo, deviene tiempo del amor. En primer lugar, amor que, como flecha de deseo, busca a la amada (el tú, la completud), y, encontrada, con ella sucede, en sus brazos, la plenitud total de la vida. Así queda expresado en el magnífico poema Alba:

 

Cuando el tiempo formula

su andanza de mañana,

hallo el día

 

en ti. La vida y tú,

tanto futuro.

 

Después, desde esa plenitud, el amor magnifica con su toque a familiares y amigos (y esto no solo lo deja traslucir de forma implícita sino que también lo explicita cuando, en la tercera parte del poemario sobre todo, el autor dedica sus poemas a seres queridos), trasluminando la cotidianeidad y la naturaleza misma: Tanta alegría fueron estas casas,/tanta vida/en tardes de placeta, dice en el comienzo del poema que dedica a sus abuelos.

Pero, insisto, para Ginés, en la pareja primigenia de enamorados que expresan los pronombres tú y yo, comienza y concluye el amor humano, lo demás acontece como un fruto. Por eso, la vida plena del amor no es sino la muerte perfecta, porque más allá de ese núcleo vivo del amor (el yo del poeta disuelto en el tú de la amada), no hay nada:

 

Porque vivir en ti

es mi muerte perfecta.

 

El amor en el tiempo, cuando es plenificado, abole el mismo tiempo y convoca la muerte, la ausencia del tiempo. El poeta, acercando vida y muerte, propone como única resolución de tal antítesis el amor: vivir en ti, y luego, nada más, la muerte perfecta.

Cuando el tiempo de Ginés Reche posee una gran unidad temática y una perfecta cohesión en sus poemas. Al igual que en poemarios anteriores, el autor se decanta por la utilización de la elipsis como figura retórica predominante, con lo cual consigue la involucración del lector en la materia del poemario; por otra parte, hace gala de un minimalismo expresivo y una economía de recursos, de tal forma que otorga a sus poemas, y en general a todo el poemario, una impronta de intimidad y confesión, propia de una conversación al amor de la lumbre.

 Cuando el tiempo ha sido finalista del IX Premio Internacional de Poesía José Zorrilla. Desde estas páginas animo a Ginés a prodigarse con más frecuencia de la que nos tiene acostumbrados.

 

                                               Por Jesús Cánovas Martínez

                                               Filósofo y poeta

                                               Ad astra per aspera