RELATOS INTANGIBLES
AMPARO GONZÁLEZ TOMÁS
EDITORIAL SOLDESOL
ALHAMA, CASA DE LA
CULTURA, 24 DE ABRIL 2025, 8 DE LA TARDE
(EXTRACTO DE LA PRESENTACIÓN)
¿Por qué “relatos intangibles”? Hecha esta misma pregunta a Amparo González
me respondió lo siguiente: porque solo
se entienden propiamente o se vislumbran al final de sus tramas.
Como lector, y puesto que cada lector tiene
derecho a su lectura, añadiría que también son intangibles porque remueven un fondo de emociones, a veces
difíciles de precisar en cuanto se entremezclan unas con otras, y son como cuchillos
que traspasan las entrañas, cuchillos
que nos van a hacer sangrar de algún modo. Y es que los relatos aluden
tanto a la inteligencia como a la emoción, aunque puestas en una balanza
inteligencia y emoción, el platillo que se inclinaría sin lugar a dudas sería
el de la parte emocional. Las tramas por
las que Amparo nos va hacer transitar y su resolución siempre involucrarán al
corazón, hasta el punto de que de forma empática o simpática nos pondremos al
lado de sus protagonistas, la gran mayoría femeninos. Al hilo, resalto algo
propio de la escritura de Amparo, de la cual es muy consciente y ella misma se
encarga de subrayar al inicio del libro: Todos ellos (los relatos), a través de
los pequeños detalles incidirán sobre lo que no se ve, “allí donde todo empieza a perder sus contornos” para arrojar una
pequeña luz sobre eso mismo que no se ve, porque, como ella dice “tengo la certeza de que hasta los más
pequeños actos de una persona tienen un sinfín de motivos, y como autora aspiro
a mostrarlos”.
Diré, por eso mismo, que la misma pretensión
por la que Amparo González escribe le lleva a asumir un determinado estilo de
escritura: minucioso, detallista, minimalista, descriptivo y muy visual
Las tramas de los diez relatos que componen “Relatos intangibles”, salvo uno, “La vida no es lo que soñabas” del que
después diré algo, van a suceder o van a tener como referencia a Calandria, una
población que en el imaginario de la autora es trasunto de Alhama, su ciudad
natal, aunque también podría ser trasunto de cualquier localidad que no fuera
excesivamente grande y todavía conservara los aromas (antiguos) de una vida
sencilla, en el mejor sentido de la palabra, apegada a la tierra, donde
siguieran existiendo oficios antiguos (talabartero) y se pudieran apreciar los
trinos y silbos de la simpática ave de la que toma nombre.
Aparte de tener una población significativa
pero no demasiado grande, una cualidad
importante que definiría Calandria sería su carácter gatuno, pues en ella
hay más gatos que personas, y los hay porque están protegidos por los vecinos.
Nos llevaría lejos hablar de este carácter gatuno de Calandria y enlazarlo con
la “gatunidad” de Amparo, si se me
permite la expresión, porque sería una extralimitación hasta cierto punto
abusiva por mi parte, ya que supondría un salto hacia lo personal. .
Retomando lo que sea especificidad de Calandria, habría que la caracteriza la vivencia del tiempo lento, sin prisas, que
tienen, los cuales se dejan “fluir”; ahora bien, lo propio de su carácter es el Amor, el amor que se cierne, difuso
pero efectivo, sobre su atmósfera y convierte la vida de sus habitantes en
agradable, con sentido. Y ese Amor explica la longevidad de sus naturales,
pues la mayoría se van pasados los noventa. Esto se debe a que jamás se
abandona a los ancianos, ya que siempre viven con algún hijo o nieto hasta que
mueren, y, como segunda razón, porque los mayores no paran de hacer cosas, así
que se sienten útiles. Son dos razones importantes para seguir vivo: la condición de no abandono a la que se añade la de seguir dando.
Con el paso del tiempo algo ha cambiado, sin
embargo. ¿Se era más feliz antes que ahora? La autora deja la pregunta en
suspenso porque “para ello —son sus
palabras— necesitaría, primero, conocer
la naturaleza humana y, después, mirar por debajo de la apariencia de las vidas
humanas”.
De este modo Amparo deja latente el tema de
la felicidad, ese gran tema de la felicidad, qué es y cómo conseguirla;
mientras, para dar respuesta a esta temática, ensaya varios tipos de respuesta
en los diez relatos que componen el libro donde de forma implícita la expone,
mostrando lo que no es y lo que podría ser (que el lector agudice su mirada).
Son
estos relatos en los que la autora se involucra, a veces hasta los tuétanos. No
diré que son “selfies” de sí misma, pero sí que se les asemejan bastante, y
añadiría que la mejor forma de conocer a Amparo, para quien no la conozca,
sería a través de ellos, pues, de algún modo, marcan hitos autobiográficos que ella ha querido resaltar, momentos
culmen de su vida, cargados de una gran intensidad y significación. A este
respecto, y para no dar rodeos, traigo a colación el relato que a mí más me ha
impactado, me refiero a “La Llegada”,
al que, como entradilla, lo anteceden unas palabras de la autora:
“Estoy
dispuesta a correr el riesgo de contaros esta pequeña historia. Sé que somos
nuestro secretos, pero a veces contarlos nos hace sentir que estamos realmente
vivos”.
Me gusta esta forma de introducir el relato.
Por un lado, Amparo, puesto que es ella la que se retrata, se siente temerosa a contar no una ficción, sino una historia (esto
es importante), pero a la vez, en un
arranque de valentía nos comunica que está dispuesta a ello; primer momento. En
un segundo momento confiesa la razón o el motivo que le lleva a contar la
historia: dice que sabe, (y esto también es importante), que posee sabiduría,
que posee un conocimiento poderoso que no es otro que sabe que somos nuestros secretos; es decir, está validando el poder
del secreto en cuanto este secreto, por su importancia es capaz de definir
nuestro ser, lo que somos. Ahora bien, también conoce o sabe que este
secreto no debe permanecer secreto, que no es un secreto para guardarlo en lo
más profundo de un armario o cajón, o en la última Matrhioska, porque, precisa,
a veces contarlo, esto es, comunicarlo a un semejante que sabe que lo va a
entender, o, por lo menos comprender, “nos
hace sentir que estamos realmente vivos”. Ahí está el detonante de la comunicación y el mismo detonante de la
escritura. Para vivir hay que contar, esto es, para vivir, para hacer la vida
real junto a nuestros semejantes, debemos darnos en lo más íntimo, debemos
darnos en los secretos que definen nuestro ser.
De este modo, si el darse quizá sea la forma más clara de profesar el Amor,
generalizo esta entradilla y la trasmito al resto de los relatos del libro;
así enlazo con lo que esbozaba con
anterioridad: estos relatos intangibles
son, en el fondo, un ejercicio de amor.
Pero vengo al relato La llegada. Amparo le da comienzo de manera muy dura, aséptica,
blanca, cuando precisamente el momento que vive la protagonista está cargado de
una intensa emoción, una emoción como quizá no tengan otros momentos que ha
vivido o vivirá. La protagonista va a dar a luz, y lo va hacer por cesárea.
Necesita complicidades, una ayuda afectiva, cariño, pero no los encuentra; de
este modo la atmósfera que envuelve el relato se convertirá en horriblemente
opresiva:
“Me
cubren con una manta helada, pesada, y que raspa mi piel. Recuerdo las mantas
de mi abuela (tenía que pedir ayuda para salir de la cama de lo que pesaban).
El paritorio es un espacio inmenso, vacío; en el centro, una mesa de acero, y
cerca una mesita con ruedas de material quirúrgico”.
La protagonista mezcla lo objetivo del hecho
en sí, el parto, con la subjetividad con que lo vive, subjetividad que a la
postre es lo que cuenta, pues la vivencia que tenemos de los hechos, lo
queramos o no, son los hechos.
La capacidad de trasmisión de emociones de
Amparo es genial; el lector, como ha sido mi caso, enseguida quedará
sobrecogido por una sensación heladora
de frialdad que se trasmite desde el primer momento, a la que se suma el
desvalimiento de la protagonista aherrojada a la condición de cuerpo,
cosificada, despojada de todo lo humano que podría haber en ella,
precisamente por la asepsia con que es envuelto el parto, por la falta de ese
calor humano que tanto está echando en falta, algo que no colma el pequeño roce
de la mano de una enfermera sobre su
brazo; al contrario, tal roce incluso agudiza la sensación de extrema soledad
de la parturienta, quién en su interior llega a exclamar:
“¡Madre
mía! Lo oigo todo nítidamente, “soy conejillo de indias”, mi cuerpo va a
contribuir a la formación de futuros profesionales.”
Se ha percatado de que en el paritorio han
entrado unos estudiantes para recibir una clase práctica. ¡El colmo! Parece que
hay algo de recochineo, permítaseme la expresión, en ello, pues esta mujer que
literalmente va a ser abierta en canal constituirá el espectáculo de unas
gentes desconocidas por muy estudiantes que sean. Esta consciencia que ella toma de su estado, de su absoluta
indefensión, casi podría ser un punto de ironía en el relato, y lo es, pero es
un punto de ironía macabro, negro, que contrasta fuertemente con las albas
paredes del paritorio.
(Como la imaginación es libre a mí,
personalmente, las pinceladas con que Amparo describe este hospital, me evocan
a uno de esos que aparecen en las películas sobre la I Guerra Mundial, con
enormes salas de paredes altas y blancas, llenas de camas de metal donde los
heridos moribundos se retuercen de dolor y esperan la muerte, y donde unas
enfermeras voluntarias, sin conocimiento de la profesión, se afanan, sin saber
qué hacer, yendo de un lado para otro, y donde un cirujano torticero a lo Peter
Lorre, después de un triaje de esa manera, amputa con saña brazos y piernas…)
Menos mal que la capacidad reflexiva no le ha
sido anulada a la protagonista, y eso mismo le permite sobreponerse, centrarse,
abrazar la importancia del instante, abrazarse a sí misma ante la indefensión.
Un acontecimiento humano, tremendamente humano, precioso en cuanto supone el
alumbramiento de una nueva vida, la excesiva tecnificación lo ha convertido en
algo rutinario y frío, amorfo y sin relieve y, añadiría, casi dañino en cuanto
convoca tanto desamparo. Así, la parturienta que ha sido abierta en canal
(repito) y después cosida a la vista de un público no deseado (ella hubiera
preferido que estuviera su esposo a los estudiantes, pero a este le han
impedido la entrada) reflexiona:
“Pienso
en este equipo de profesionales con
tristeza, porque valoran más la “tecnología” que el “contacto” en un momento
tan sublime e irrepetible para una mujer, donde ella percibe toda su desnudez,
ha dado vida a otro ser, se ha quedado vacía. Y ahora está sola de nuevo. Un
hueco difícil de reponer.
Por fin
vienen a por mí, ya cerca de otro ataque de llanto. No quiero pensar más. Lanzo
una última pregunta al Universo: “¿Hay algún ser humano por aquí?”
Terrible
conclusión: ante los actos más importantes que podamos hacer en nuestra vida
resulta que estamos solos. Y se puede añadir algo más: se entiende que un
estudiante de medicina tenga que recibir clases prácticas, pero ¿acaso no se
viola un derecho fundamental, el de la intimidad, cuando la desnudez, no solo
del cuerpo sino de las entrañas, es expuesta a la vista de alguien a quien no
se le ha invitado ni dado permiso para hacerlo?
Valga, por tanto, la pregunta que lanza Amparo
por boca de la protagonista del relato a las blancas paredes, a la nada, como
moraleja. Pregunta que recuerda aquella interpelación que hacía Diógenes cínico
a sus compatriotas durante los días de mercado cuando, en medio de la multitud,
se paseaba con un candil buscando a un hombre. “¿Hay algún ser humano por aquí?”
La
sensación de desvalimiento, de fragilidad, de indefensión, la soledad añadida y
el desamparo,
de una u otra forma irán apareciendo a lo largo de las páginas de estos “Relatos Intangibles”, hasta el punto
que desde cierto ángulo de vista se podría considerar el libro como un tratado sobre la fragilidad humana.
Las protagonistas de ellos, los alter
de Amparo, hay que decirlo, o los selfies
que Amparo hace de sí misma experimentarán un dolor silencioso que no aflorará
a superficie, sino que, de una forma u otra, quedará soterrado bajo sus pieles.
Así le ocurre a la protagonista de “La vida no es lo que soñabas”. Una
joven que, con toda la ilusión que conlleva la juventud, sale de Calandria por
primera vez para trabajar en el extranjero; sabe algo de francés y esta
oportunidad que se le presenta no solo, piensa, le reportará un dinero con que
afrontar el futuro sino que le servirá para perfeccionar su conocimiento del
idioma. Con ese bagaje ilusionado en su macuto se encamina hacia el pequeño
hotel de Suiza donde trabajará de chica para todo:
Con una
adolescencia tardía a cuestas y una ingenuidad e inocencia de alguien que no ha
dejado su hábitat, se subió a un tren de mercancías (parecido a los trenes que
trasportaban a los judíos) y después de treinta horas por multitud de paradas y
dificultosos arranques, llegó a Suiza.
La ironía es mordaz; el contraste, brutal.
Tengo que suponer que el vagón al que sube esta pobre chica, Rosa Guerrero,
debía de ser un tercera de aquellos en los que, comenzando por los asientos,
todo eran tablas. Empezamos mal, y seguimos peor:
La
esperaba una señora que ya no cumpliría los setenta años, robusta, grande y con
aspecto de mujer dura.
En fin, tras el deslumbramiento de los
primeros días, extasiada por los nuevos paisajes cubiertos de nieve tan
diferentes a los de su Calandria natal, la realidad se impone por sí misma y
resulta que no es nada agradable. Trabaja a destajo, sin un horario definido, y
comienza a ver cosas raras:
Pero lo
que descubrió aterrada era que la abuela, la vieja, entraba a su habitación, a
su intimidad y le removía todo; se quedó sin aliento.
Nos encaminamos a un mal final cuando la
pobre e ingenua Rosa sufre un intento de violación por parte de la abuela; el
asco que le produce ese intento es tal que pide el finiquito a los dueños del
hotel para regresar a España, y estos le dicen que por romper el contrato no
están dispuestos a pagarle una serie de días. No acaban aquí las desgracias de
esta indefensa criatura pues cuando hace la maleta y va a recoger el poco
dinero que tiene ahorrado descubre con asombro que la asquerosa vieja se lo ha
robado; total, que solo le queda lo justo para volver a su Calandria natal.
Echando mano de nuestro refranero, quizá el relato como subtítulo debería
llevar “ir por lana y salir trasquilado”.
¿Qué
podría ocurrir si la fragilidad humana se hace tan patente como cuando se
pierde un sentido? Esto ocurre en el último relato, que lleva por título El club de los frágiles. La
protagonista se queda ciega de la noche a la mañana y, al perder la vista, su
relación con el mundo cambiará drásticamente. Normalmente se dice que la
ceguera es símbolo de sabiduría, pues al perder la visión hacia fuera, esta se
interioriza y se vuelve hacia dentro; lo que del mundo exterior se evade, se
gana en conocimiento del mundo interior. Tal tesitura aparece en el relato,
pues la protagonista no solo, con los otros sentidos agudizados, establece
mapas con qué orientarse en el mundo, sino que gana una fortaleza interna que
contrasta con la fragilidad de su cuerpo. Ahora bien, ¿qué ocurriría si un
chico se enamorara de ella y, por amor, quisiera experimentar su fragilidad?
Dejo ahí la pregunta; la respuesta, en el relato.
Otra pregunta que aborda Amparo es muy
interesante y hace referencia, cómo no, al amor. ¿Qué ocurre con el primer amor
de adolescencia cuando pasan los años?, o, mejor aún: ¿Por qué no se dio el
paso cuando había tiempo y se ha permitido que ese amor quede larvado como una
herida?
Esta fragilidad nos la mostrará Amparo
magistralmente en el anciano, viudo, con sus tres hijos casados y en el
extranjero, que vive solo; bueno, vive con una sirvienta. Es un hombre ilustre,
que tiene un prestigio ganado y a quien, salvando a los que ha enterrado,
bastantes por cierto, aún le quedan muchos amigos: son los libros con los que
convive. Este relato lleva por título “Compañía”
y está dedicado a Alfonso Martínez-Mena.
Podría decir mucho más de estos Relatos intangibles, pero no consiste
mi labor en ir destripándolos uno por uno, sino, por el contrario, ofreciendo
algún botón de muestra, correr las cortinas para dejarlo ver e invitar a su
lectura. Creo, por tanto, que aquí debe finalizar mi labor, eso sí, agradeciendo
a Amparo González Tomás el haberlo escrito, ya que leer estos relatos
intangibles nos hace a nosotros menos intangibles, más concretos, más
conocedores de nosotros mismos por cuanto, al vivir las situaciones y, sobre
todo, las emociones de los protagonistas, acunados siempre por los cantos de
las calandrias, se nos revelan los propios secretos que nos definen.
Jesús
Cánovas Martínez
Filósofo
y poeta
Ad astra per aspera.