ENEMIGO
Y CÓMPLICE
JULIA
RIVERO LÓPEZ-SERRANO
No sospechaba yo cuando por un azar
cayó en mis manos Sonetos blancos para el
amor que al poco conocería a la autora del mismo, Julia Rivero. Aquel
poemario despertó mi interés y admiración por la autora y lo emborroné con
notas y comentarios a pie de página. Tiempo después, con la amistad que me
brindó Julia, he tenido la oportunidad de asistir a sus sucesivas entregas
poéticas: Buenas noches, Amor, en tu
tristeza, Soplo incesante, Esta sed y esta llama, Transparencias de lo posible y Enemigo y cómplice. Tras la lectura de
cada uno de estos poemarios, mi interés por la autora y su obra ha ido in crescendo. Pretendo decir unas
palabras sobre el último de los citados, Enemigo
y cómplice.
La temática del poemario es el Amor;
Amor que, de principio a fin, queda planteado con atroz rotundidad. El Amor es
ambivalente, pues es enemigo pero
también es cómplice, y por enemigo y
cómplice nos desbasta a la vez que consume, cumple con el dolor y el gozo,
manifestado aquí en bellísimos poemas, heridos todos y traspasados por las
flechas que invariablemente conducen hacia la plenitud amorosa. Ya en el título,
Enemigo y cómplice, se sintetiza la
recia danza entre lo apolíneo y lo dionisiaco, los aspectos de luz y de sombra,
a la que quedamos invitados; palabras y silencios, luces y oscuridades, que no
conducen sino al encuentro con el otro, a la apertura hacia el otro, a la
trascendencia hacia el otro en la cual únicamente es posible la mencionada
plenitud. Y no es otra cosa lo que trata de comunicarnos Julia Rivero: su vivencia
de la plenitud amorosa. Cual nueva Beatriz que condujera a Dante por los círculos
del cielo, Julia nos introducirá por los territorios del amor; explorará su
vastedad de dicha y de presagios y, prendidos de su mano y de su verbo,
alumbraremos complicidades y vivencias, zozobras, como flores de tan ignotos y,
a la vez, tan cercanos parajes.
Dicho lo anterior, Julia no sólo nos
comunicará su vivencia concreta del amor, sino que la va a trascender para
convertirla en modelo y arquetipo, elevarla a categoría. El amor, ese enemigo
perseguidor del labio que abre la noche y desborda el alma, tal
y como se le designa en el poema programático del inicio, pronto se va a
convertir en cómplice tumultuoso y orgiástico del cual pende la vida y su
sentido. Por eso, las significaciones que adquiere a lo largo de los sonetos
que componen el poemario son múltiples: eros trascendido, consumación
del tiempo, presencialidad, paz, centro, locus amoenus, memoria
reencontrada, reiteración del alba, regreso, locura y laberinto, desmesura...
El amor, en fin, es luz ordenadora del mundo; todo hacia él confluye, todo en
él se resuelve. Es unidad; lo primero y lo último, el alfa y la omega,
culminación del instante que justifica al mismo tiempo, lo rebasa y lo
convierte dócil, amigo. Una exhaustiva pormenorización de temas y
circunstancias, casi con precisión fenomenológica, producto de la experiencia
de una vida, convierte este libro en un tratado poético del amor.
La autora incide en una casuística
desbordante, despavorido amor en profusión de sintagmas que velan y desvelan
una pasión incontenible. Aparecen así las figuras de lo místico: las
contraposiciones, las paradojas, el juego de las antinomias, las cascadas
caóticas de palabras; a veces, un juego con las anáforas inicia un progreso
hacia el infinito. Véase, por ejemplo, el inicio del siguiente poema y su
enraizamiento en la tradición mística:
Si
no puedo vivir sin ti; sin todo
lo
que viene de ti y en ti se acaba.
Si
ya estoy en mí. Si tú me tienes…
También pongo como ejemplo el
siguiente soneto alejandrino:
No
viene nadie; estamos en soledad tú y yo.
Tanto
anduvimos, ¡tanto! Tanto camino en soles.
Después
de tanta lluvia vistiéndonos los cuerpos.
Verano.
Invierno. Otoño. Primavera de Mayo.
No
viene nadie. Solos. Tierra bajo los pies.
Tú.
Yo. No viene nadie. Pensamiento. Frontera.
Sombra
siempre. Vigilia. Concavidad vacía.
Certeza.
Tiempo. Nada. ¿Dónde los brazos, bocas,
palabra,
voz, aliento, realidad de los cuerpos?
¿Suspiras
o soy yo? No, suspira el aire.
No
viene nadie; estamos en soledad tú y yo,
sonámbulos
e inanes, ateridos de ausencia.
Tú
y yo, solos, amándonos, amándonos, amándonos…
La
soledad nos llena. Tú y yo solos. ¡Tan solos!
¿No cimbrea aquí esa soledad sonora de la mística? En los
poemas de Enemigo y cómplice hallamos
imágenes originales, encabalgamientos sorprendentes, una adjetivación pródiga,
muchas veces culta, y un cierre magnífico de poemas. Pero toda esta riqueza
expresiva apunta —y no sabría decir hasta qué punto Julia es consciente de
ello— a lo que se podría denominar alta
espiritualidad del amor, y aún más: religiosidad
del amor. Resuena en todo el poemario, por activa y por pasiva, la pareja
arquetípica de Adán y Eva, y es como si ese amor primigenio de nuestros
primeros padres, concentrado e intenso, justificara cualquier otra forma de
Amor. Parece como si Julia navegara a contracorriente, y desde lo disperso y
fragmentario, intentara reencontrar la unidad perdida, ese Paraíso prohibido
tras la caída, pero fervientemente anhelado, rotundo, horizonte posibilitador
de la dicha, esperanza o plenitud sin término. Por eso no encontraremos en Enemigo
y cómplice la idea del amor como una cristalización, tipo Sthendal;
tampoco la manida referencia al embeleso, como pensaba Ortega. Aquí tan
sólo hay fuego, eros ardido, y sus consecuencias: las ascuas y las
cenizas. El amor que inflama a un Yo —y el yo de Julia es muy femenino— reclama
a un Tú para encarnarse y serse; un Yo y un Tú históricos, concretos, de carne
y hueso, que quedarán consumidos por el incendio, trascendidos, pavesas que
recordarán el cielo. El aspecto mítico o simbólico de la pareja Adán-Eva supone
el horizonte unificador donde la exuberancia, profusión y aparente
contradicción de la vivencia amorosa, queda resuelta. Al final, el Amor cura
las heridas que él mismo ha causado y conforma
la forma de la rosa, en el decir de nuestros clásicos. Y como rosa o flor,
es copa, y como copa, corazón, como corazón, vaso, cáliz que contiene el soma védico, el haoma mazdeísta, el amritâ
hinduista o la ambrosía de los
griegos, bebida de salud e inmortalidad a la que a todos se nos convida:
Todos los paraísos por tu cuerpo
cuando regrese me abrirán sus puertas,
descorrerán cortinas a mis ojos
y romperán las sombras…
Sería
imposible precisar en pocas palabras una poesía tan rica en sugerencias como la
que en Enemigo y cómplice se nos
ofrece, por eso voy a terminar estas breves consideraciones llamando la
atención sobre un eje de lectura que me parece fundamental: el tiempo. Es
sorprendente la frecuencia con la que los marcadores de la temporalidad —las
horas, los meses, las estaciones...— recorren el poemario. El tiempo toma
substancia y se convierte en materia poética; aparece así una curiosa
dialéctica entre el tiempo, que es tiempo del amor, y el amor, cuya posibilidad
es en el tiempo. La surgencia del amor recupera cualquier memoria del pasado y
anticipa el futuro que sólo puede ser plenitud, cuajazón de frutos y dones. Pero
cuando esto sucede, la temporalidad misma se plenifica y se consuma: se trasciende.
El tiempo queda abolido por el amor. La toma de consciencia del amor, vivido y
pleno, lo conforma presente eterno, instante que no deviene ni pasa; lo eleva
por encima de una horizontalidad, donde se suceden los acontecimientos banales
y cotidianos, a una aurora, a una matinada de plenitud, de paz, de goce, de
luz. Y, ¿qué decir entonces? Las sombras se ordenan; no existe lugar para la
negación; cuando el amor niega, afirma, y cuando pregunta, afirma, y cuando
duda, afirma. Rotundidad de la presencia. En este sentido, pues plenitud y
muerte se excluyen, el amor niega definitivamente la muerte. ¿No nos resuenan
en nuestros oídos los ecos del Paraíso?
Estás en cada tiempo de mis horas,
en cada despertar, en cada noche,
en cada atardecer estás conmigo.
Contigo estoy: ayer, mañana, siempre.
¿Podrá acabar el amor? Esta es la
atroz pregunta que la autora lanza al final del poemario. Como contrapunto a
tanta plenitud, ¿podrá terminar el amor? Julia calla la respuesta. La sabiduría
es sabor de inmaculado secreto, blanca lujuria, jardín cerrado allende
la palabra y su música. Negro y hondo, profundísimo silencio.
Todos los
derechos reservados
Jesús
Cánovas Martínez©
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