EL
FRÍO CORAZÓN DE LAS ESTATUAS
PEDRO
JAVIER MARTÍNEZ
Prólogo
de Manuel Álvarez Torneiro
LOS
LIBROS DEL MISSISSIPPI
No es la primera vez que Pedro Javier
Martínez aborda los temas sociales, ese desajuste endémico en la historia de la
humanidad entre ética y política o, mejor, el desajuste entre la buena o mala
praxis que aboca al sufrimiento y al dolor del débil frente a aquel que se
erige como fuerte, y, en última instancia, al de este que se cree fuerte. Ya
desde el lejano poemario Hay una paz que
espera surge con vigor en su obra la denuncia de la injusticia y la
irremisible apuesta por el desheredado, por el hombre sufriente que necesita
una pronta reparación de su mal. Desde entonces para acá estos temas
constituyen una transversalidad y afloran con más o menos patencia a lo largo
de su producción literaria —señalo por su especial relevancia Jinetes de lo impuro (Premio
Torrevieja de Poesía)—. En la dilatada obra de Pedro Javier esta temática daría
para un estudio en profundidad; sin embargo, me voy a ceñir al libro que nos
ocupa, su última entrega poética: El frío
corazón de las estatuas, donde plantea con inusitada insistencia el
problema del mal, eje sobre el cual se vertebra el poemario.
Llama la atención el título, El frío corazón de las estatuas,
metáfora de su contenido que terminará por helar la sangre del lector. ¿De qué
estatuas nos habla Pedro Javier? ¿Cuál es su frío corazón? Las estatuas de frío
corazón no son sino los hombres que han perdido el alma y, por perderla, se han
convertido en estatuas sin corazón. La argumentación, desde luego, es circular,
pero no el frío, puesto que este avanza a lo largo del poemario. Por eso el
autor nos propondrá las etapas de tal progresión, que coincidirán con las tres
partes en que lo divide: 1) Estatuas de
arena, 2) De mármol y 3) De bronce. Esta progresión del
enfriamiento correrá paralela a la del endurecimiento del corazón. El alma se
volverá fría cuando eluda cualquier sentimiento de bondad y la maldad
definitivamente se adueñe de ella hasta el punto de que, tal maldad, termine
por convertirse en un modo de ser y estar en el mundo. En el fondo late en el poemario
el viejo conflicto ente el bien y el mal, al que asiste impávido, aunque
desgarrado en sus entrañas, el poeta, quien con impotencia ve cómo el mal gana
la batalla, por lo menos aparentemente. Los hombres cuyos corazones se enfrían
y se convierten en estatuas, en última instancia son aquellos que, al igual que
el ángel caído, abrazan el mal por el mal y, convertidos en ñiquiñaques (palabra que utiliza el
poeta para designarlos), encaminan sus
acciones hacia un mayor horror.
Pedro Javier no postula el mal en abstracto,
perspectiva que, más que a la poética, pertenecería a la dimensión filosófica;
por el contrario, asumiendo la dimensión teológica, y puesto que del mal no
faltan ejemplos que impactan al corazón, mueve el sentimiento y la emoción para
expresar poéticamente la hondura de su dolor. Pero su dolor es el dolor de todo hombre de bien, por lo que al nombrar
la llaga y meter su dedo ahí, universaliza su dolor y lo convierte en el dolor
de todos. Ahora bien, su voz poética no se detiene en nombrar la llaga y poner
su dedo, sino que clama, clama por la justicia o por los restos de la bondad,
exigiendo desesperadamente una reparación. En realidad, el poeta clama a Dios,
al Único que verdaderamente puede clamar. Así, junto al registro y la denuncia,
con la concomitante emoción devastadora que le produce el mal, acontece el
grito desconsolado, el grito a Dios; a un Dios deseado pero tantas veces
elíptico, el cual, sin ser nombrarlo directamente, está presente a lo largo de
las páginas de El frío corazón de las
estatuas. Solo Dios puede rebasar el mal y convertirlo en aliado, darle la
significación que lo haga legible, pero tal designio queda en el ámbito del
misterio para el poeta-hombre.
El primer poema del libro, en este sentido
del que hablo es, al tiempo que paradigmático, programático:
No sé por dónde
andas,
pero te estoy
llamando
con el ronco alarido
del corazón
desde que el alba
incendió de rubores
las espigas.
Traigo una llaga
abierta en el costado
por la perversa rosa
que ha crecido,
el letal desamor,
entre los hombres.
Y he concitado a
Munch, porque su grito
sea un reflejo de mi
propio grito.
Un Dios silente, la inanidad del mal, solo
pueden aumentar la zozobra del poeta hasta el paroxismo. El frío corazón de las estatuas, de esta forma, se convierte en un
libro agónico, pues la vieja lucha del bien contra el mal, fiel reflejo de la
que ocurre en el interior del alma, se desarrolla entre sus páginas, de
principio a fin. En un momento dice el poeta:
Qué
amarga sinrazón la de sentirme
un
hombre más en esta disyuntiva
de
rematar la tierra a navajazos…
Bien sabe Pedro Javier que el origen del mal
no es otro sino el ángel caído, Luzbel devenido en Satán, quien disputa a Dios
el alma del hombre, y esta se convierte en el auténtico campo de batalla entre
ambos. ¿Qué somos —se pregunta el
poeta—, hombres o mero barro cocido/ en
el alfar de la desconfianza? Y en el primer poema de la segunda parte, De Mármol, precisa:
Estaba
allí, presente,
a la
espera del luctuoso instante
en que
se produjese la hecatombe,
para
recolectar
los
pervertidos frutos del dolor.
Y su
aura era oscura,
como un
río de sangre coagulada.
Insisto en que el poeta, aunque designa
con imágenes y metáforas tanto a Dios como a Satán, muy poco los nombra, como
si con tal elipsis nos quisiera decir que el combate entre ambos se produce en
un territorio invisible para el ojo, pero cuyas consecuencias se palpan en el
diario vivir y son aterradoras. Se trata de una lucha secreta, soterrada pero
violenta y sin cuartel, entre Dios y el diablo en el mismo territorio que
disputan: el alma humana. Ahora bien, si esto es así, y si, por otra parte, el
origen del mal, esa opción libre y radical por la maldad, por incomprensible
nos queda velada, se hará necesario indagar en la psicología del malvado para
arrojar cierta comprensión sobre el horror. De este modo, la reflexión poética
de Pedro Javier sobre la maldad pondrá como centro al mismo hombre.
Poemas dramáticos, sin título, solo
numerados, se sucederán unos a otros en esa progresión de la degradación y la
atrocidad como eslabones de una cadena de horror; versos doloridos y dolorosos,
trascendidos de una humanidad con la que el poeta quiere comprender el dolor,
quiere comprender la frialdad de corazón a que pueden llegar los hombres,
hombres cuyo corazón de carne ha terminado por convertirse en corazón de piedra
y, aún más, de bronce.
Esta terrible consciencia del mal y sus
estragos, le lleva al poeta a enfrentar las numerosas formas del desamor e
indagar en su por qué. Fanatismo, religioso o de cualquier otro tipo, falta de
valores, idolatría de variados matices, especialmente la de aquellos que se
inclinan ante el becerro de la
especulación, persecución del poder, la mucha vanidad… En fin, la lista es
larga. Aun así, Pedro Javier señala con especial énfasis a los tibios, a
aquellos que eluden su responsabilidad, a aquellos que callan y, por callar,
consienten. Es el triste caso del hombre
Pilatos. El hombre Pilatos, el
que se lava las manos, el tibio, aquel que soslaya todo tipo de compromiso,
atento solo a sus pequeños egoísmos, al aliño de cada día con que endulza su
pequeña y miserable vida, por no alzar el grito es el gran responsable de este
perpetuo estado de injusticia.
Hay
veces que la carne
se
atrinchera en la umbría
donde
urdir sus excesos, y levanta
un
escudo de boria y alfileres
con que
esquivar del alma sus reproches.
A tanto puede llegar la monstruosidad del mal
que lo más fácil resulta negar lo evidente: su patencia. Ahora bien, aquel que
mira siempre a otro lado y presume de manos limpias se convierte en un humano inhumano, y cuando intenta
enmascarar de altruismo los verdaderos intereses de su depredación añade nuevo
reglón a la insolidaria historia. Por
eso, para contrarrestar el mal y la injusticia que le sigue, lo primero que hay
que hacer es luchar contra la traición a uno mismo; luchar contra ese intento
continuo de solaparse, sea con la hipocresía o la negación, de la
responsabilidad adquirida ante nuestros semejantes, ya que aunque solo hubiera
un hombre que sufriese, también sufriría yo. Homo sum, humani nihil a me alienum puto (Soy hombre, y nada de lo
humano me es ajeno), el viejo dicho de Terencio resuena con fuerza y el poeta
lo hace suyo. Basta ya de mentirnos a nosotros mismos, de justificarnos
patéticamente, puesto que lo que hay que hacer es reinvertir lo inverso,
decapitar orgullos y vanidades, recuperar valores, dejar el conformismo
impávido, desechar el miedo, recuperar la dignidad y enarbolar los estandartes
de la lucha. Hay que despertar. No se pueden cerrar los ojos por siempre ni
mirar a otro lado continuamente. El centro de la maldad convoca el centro del
hombre desde donde brota la sangre, y la sangre se adentra por los laberintos
de la memoria oscura, busca razones, clama por la vida e intenta purificar este
drama de vivir cegando el hontanar oscuro con la oblación. Dice el poeta:
Por si descubre al
fin la madriguera
del hontanar del
reino de la noche
y consigue cegarlo
con los fuegos
de la oblación.
Visto
lo visto en la clase política, no debemos esperar que nos defienda quien
nos debería defender, con ironía afirma Pedro Javier. La lucha es de cada cual en particular y debe
afrontarla en solitario. ¿En solitario…? No. Nos podremos sentir inermes y
desolados, mudos o solos en la partida contra el mal, pero siempre nos quedará
el as del amor, esto es, Dios, Quien
sigue ahí, a nuestro lado:
No hay
daño que me apremie
nii
dolor que me aflija
si
estás a mi derecha
con tu
candil ardiente.
Un gran impacto emocional me ha producido
esta última entrega de Pedro Javier Martínez, El frío corazón de las estatuas. Todo hombre de bien se escandaliza
ante la maldad, y si esta es tan desmedida como gratuita, tal y como la
experimentamos en los últimos tiempos, el escándalo que nos produce va más allá
del sollozo y del grito. Comprenderla no podemos; denunciarla, sí. Pedro Javier
va más allá, y acaba el poemario con un alegato a la esperanza:
Que sí, que sí, que
hay hombres de una pieza
que han prendido en
sus propias carnes
la verdadera esencia
de la vida
en el rigor que
entraña el sufrimiento.
Hombres volcados al
amor, enteros,
incapaces de
defraudar la expectativa
de Aquél que los
creó.
Hombres idóneos
de fundir con su luz
el frío corazón de
las estatuas.
Al pasar de las páginas del poemario
mucho me ha agradado el poema (un soneto con estrambote) que Pedro Javier, fiel
a la generosidad que lo caracteriza, me ha regalado. Sí, querido amigo,
coincidimos en muchos gustos e ideas comunes, y coincidimos en el amor al mar
que para nosotros se convierte en la mar,
femenina madre, y esposa, y hermana, y amante. Vivimos momentos extraños,
tantas veces desconsolados, y la mar se inflama con la infinidad de su tristeza
y se debate agorera de presagios. Peo esa mar, agónica hoy, rutilará mañana,
pronta de luz y azules. La esperanza es fuerza en la espera; el mal no tiene la
última palabra. Un agradecido y grande abrazo.
Jesús Cánovas
Martínez@
Filósofo y
poeta
Ad astra per aspera.
Un fuerte abrazo, querido Jesús, y mi enorme agradecimiento ante este profundo y certero estudio de mis "estatuas" que, como muy bien señalas tú, son las de todo hombre de bien,o, por lo menos, deberían serlo. Pedro Javier.
ResponderEliminarComo siempre un placer, comentar tus publicaciones, siempre merecidas de una mayor profundización. Eso es lo que hace falta, que los corazones endurecidos, vuelvan a convertirse en corazones de carne. Un abrazo.
EliminarExcelente reseña, leeré el libro. Un abrazo
ResponderEliminarMuchas gracias, brujus7
ResponderEliminar