ALMENDRICOS - GUADIX
¡UNIDOS POR FERROCARRIL!
AVISO
IMPORTANTE: El texto que sigue a continuación lo escribí de una tacada en el
otoño de 1989, y con él pretendía dar cuenta de la marcha realizada a través de
la vía férrea que comunicaba las localidades de Almendricos con Guadix,
clausurada hacía poco por una nefasta decisión política. A los que realizamos
tal marcha nos movía, ciertamente, la protesta explícita por el cierre de la
línea y la consecuente reivindicación de su apertura. Dicho lo cual, al
escribirlo, no pude dejar de darle un sesgo subjetivo y poner de relieve
sentimientos que me transportaban a mi infancia. Manifestando que, sin faltar a
la verdad de los hechos, lo he retocado infiriéndole pequeñas modificaciones
para darlo a los caminos ubicuos de Internet, me hago responsable de las
opiniones que en él se vierten. Sin embargo, y a lo que vengo, no puedo asumir
responsabilidad alguna acerca de las diversas instrumentalizaciones del mismo
que, ajenas a mi voluntad, se hayan hecho o se pudieran hacer en aras de ideologías
que escapan —y escapaban— al momento y a las motivaciones iniciales por las que
fue escrito, las que ni acepto ni comparto.
TRAMO SÉPTIMO
¿Ha
sido un quede del taxista? No lo sabemos. El caso es que tenemos un buen trecho
por delante en medio de la soledad y el sol está ya muy bajo…
El
Baúl parece cortijada, pero no podemos detenernos y cambiar apreciaciones al
respecto. Siguiendo los interminables renglones de las vías nos cierra la noche
en el apeadero de Gorafe. En esa difusa línea que hay entre el día y la noche,
una perra de color negro, lanuda, grande, nos sale al encuentro, y nos echamos
hacia atrás. Pero el animal viene en son amistoso y, a modo de saludo, nos
mueve el rabo; contrasta la simpatía de la perra con lo huraño de la familia que
vive en el Apeadero; son okupas por necesidad, no por capricho, y rehúyen
nuestro contacto. Al vernos, un hombre con gorra y pantalón negro de pana se
mete en el interior del edificio. Sobran palabras cuando hablan los gestos.
También es una señal para la perra: nos deja y se va detrás de su amo. Entre unas cuerdas
tendidas se cimbrea la ropa, suponemos que de la familia, levemente agitada por
una ligera brisa.
Desde
el apeadero de Gorafe, con el fin de hacer noche en sitio civilizado, nos desviamos
hacia la nacional 342. Cerrada ya la noche y el cielo cuajado de estrellas
llegamos a un bar de carretera; preguntamos si tienen habitaciones, pero nos
dicen que allí no hay donde dormir. Pasada la quebrada de Gor, al otro lado,
nos explican, hay un hostal donde podremos pernoctar. Dista unos dos
kilómetros, pero no en recto; primero hay que bajar, y después, ¡ay!, subir un
buen trecho. Los pies nos
chillan, porque hemos sido tan listos que durante los días anteriores anduvimos
por encima de las traviesas, pisando piedras... Se impone utilizar el ingenio
en la medida de lo posible. Preguntamos a unos hombres que conversan en la
barra si alguno de ellos va en dirección Guadix. Son jornaleros que regresan a
casa después de una dura jornada de trabajo, y el conductor del furgón en el
que viajan nos dice que sólo puede llevar a uno de nosotros. Le cedemos el
puesto a Pedro, el más castigado de los tres, y monta con alegría en aquel
atalaje. Lorenzo y el servidor —no nos queda otra— enfilamos la carretera; a
estas alturas de la película qué más da kilometro más o menos.
En otras ocasiones, el
servidor había pasado por allí; Gor es un nombre que posee resonancias bíblicas,
no sé por qué, a mí me lo parece. Y si tal nombre tiene magia, la inmensa
hondonada a la que da nombre también. Una pena que sea de noche… Aun así,
apreciamos la herida inmensa de tan portentoso cañón, sus efluvios magnéticos.
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Foto de 1906 tomada por el ingeniero Gustavo Gillman. Se están llevando a cabo trabajos de reconstrucción del puente de Gor, también conocido como Puente Grande. |
A
la mañana siguiente, con la fresca, antes de la salida del sol, después de
haber dormido de un tirón y repuestos, enfilamos hacia la estación de Gor,
desde donde nos disponemos a darle un digno remate a nuestra aventura. Hemos
hecho cuatro noches en el camino y, éste que corre, pensamos, será nuestro
quinto día de marcha, y último, si todo va bien; con las “trampas” realizadas
hemos acortado una jornada. Nos apena sobremanera no haber cruzado el inmenso puente
ferroviario, obra maestra de la ingeniería de principios del siglo
XX, sobre el cañón de Gor. Pero no queremos volver hacia atrás, sino ir hacia
adelante. Tal pesar quedará añadido a la frustración de no haber atravesado el
túnel de El Baúl. Quizá en otra ocasión...
A
media mañana llegamos a Hernán-Valle, pero... ¿dónde está la estación?
Sencillamente no existe. Un montón de piedras y escombros sustituye lo que
otrora era una estructura arquitectónica habitable. En toda la línea férrea ésta
es la única estación que ha sido totalmente demolida, un aplauso por tanto: ya
se insinúa el progreso. Pedimos explicaciones a un lugareño, y nos remite a una
que muy poco nos convence. “Se había convertido en un foco de infección”, eso
nos dice el buen hombre.
Sí,
reflexionamos, debemos hacer algo antes de que el resto de las estaciones siga
el ejemplo de esta primicia, lo cual quizá pudiera ocurrir y no en un tiempo
demasiado lejano… pero, aparte de la marcha, ¿qué más? Lo ocurrido con las
instalaciones de Hernán-Valle, nos parece un auténtico adelanto del futuro, y
al avanzar un poco esa sensación queda confirmada: de repente desaparecen los
raíles que marcan nuestra ruta sepultados por las obras de lo que será una
futura autovía.
Pero
seguimos adelante. A mediodía tomamos un bocado a resguardo de una
ponteta. Y, después de comer, a la vías de nuevo, ya en presentimiento de Guadix
de forma inminente... Cruzamos un enorme puente de hierro y los paralelos
raíles se doblan en una curva que busca la depresión accitana.
Nos
sorprenden formaciones imposibles de una tierra roja y arcillosa, parecen
esculturas realizadas en remotos tiempos quizá por una raza de hombres que ya
ha sido olvidada. Han perdurado durante siglos, pero lo que fueron formas
nítidas, ahora se desmoronan por la acción corrosiva del viento y del agua.
Descubrimos
un viejo arcón de Vía y Obras al borde de la línea, y para dar una nota de
tipismo, nos hallamos de bruces con una comuna de hippies o medio hippies o
algo parecido que viven en las cuevas aledañas. Por supuesto, nos detenemos a charlar
con ellos; han abandonado el mundo y buscan el contacto con la naturaleza
primigenia. Son jóvenes como nosotros, hombres y mujeres que irradian alegría
de vivir; unos niños corretean por allí.
Luego
del encuentro con la feliz comuna, cuando comenzamos a sentirnos veteranos de
marcha y reivindicación, finiquita de pronto nuestro viaje. Al cabo de una
curva, aparece la estación de Guadix.
No, no tenemos un
recibimiento a bombo y platillo... Enfilamos, abierta la pancarta, la recta
hacia la estación y en un silencio solemne nos adentramos hasta las
dependencias. El factor, el jefe de estación, los cuatro viejos ferroviarios que a última hora de la
tarde componen la tertulia en el viejo andén, nos miran estupefactos. ¿Sabían
que llegábamos? ¿Esperaban un grupo más numeroso y, al encontrarse con tres
desgraciados con pinta de derrotados, se sorprenden? El que escribe esto no quiere
pensar en las ideas que seguramente cundían por sus cabezas, e intuye que sus
otros dos compañeros tampoco lo deseaban. No meneallo,
es mejor. Sin embargo nos reciben con afecto, y aún nos hacemos unas fotos con
ellos. Como especie de agasajo o premio por la hazaña, pasan, amables, a
mostrarnos el viejo tren del oeste, el de los spaghetti westerns, situado en
una vía muerta tal un viejo barco varado en un antiguo muelle. Y allí que nos
vemos, subiendo y bajando a la vieja máquina de vapor. Pienso con orgullo que
esa misma máquina mi padre la condujo como un extra necesario en más de una
ocasión por Huaneja-Dólar antes de que los pistoleros asaltaran el tren. Con la
nevada cumbre del Veleta al fondo, nuevos pistoleros nosotros, pisamos las
viejas tablas del vagón que tantas veces habían pisado el Clint Eastwood, el
Lee Van Cleef, el Charles Bronson, el Henry Fonda, el Yul Bryner...
Después
de innumerables días de marcha —pocos, en el calendario; muchos, en la
dimensión interior del tiempo—, lo que apetece es una ducha caliente.
(continuará...)
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Jesús
Cánovas Martínez©
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