LOS
CUENTOS DE JOSEFITA
JOSEFA
VISTORIA ALBENTOSA LLOFRÍU
TRIRREMIS
Mi buena amiga Josefita decide por fin sacar
de los cajones esta colección de cuentos y darlos a la luz… He dicho cuentos
inducido por el título pero, bien mirado, he de corregirme inmediatamente
porque, en realidad, son cuentos y algo más que cuentos, ya que circundan el
apólogo, la estampa, la alegoría, la anécdota, la parábola, el relato, la
descripción… Son narraciones variadas que tratan diferentes temáticas con fines
morales o pedagógicos generalmente, de forma incisiva, con trasfondo allende
las palabras de una prosa impecable, aunque casi todas ellas vienen a convergir
en su autora, la que supone el eje y vértice de las mismas: Josefita es su
centro, y por eso mismo estos “cuentos-narraciones” son Los cuentos de Josefita.
Ahora bien, ¿por qué Josefita es el centro de
su discurso? Ciertamente no por vanidad sino por honestidad, ¿pues acaso podría
hablar desde otra persona que no fuera ella misma para transmitir su sabiduría,
su experiencia, su peculiar modo de saber estar en el mundo? Habla, pues,
Josefita de y desde sí, pero habla para los otros, los que no son ella, y
llegar así a sus cinco amores —su marido y sus cuatro hijos—, y después, en
círculos concéntricos cada vez más amplios, a los familiares y amigos, a los
conocidos, a los desconocidos, a todos —todos ellos—, a la humanidad en su
conjunto porque las experiencia de un ser humano en última instancia es común a
la de cualquier otro ser humano.
Esta centralidad de su discurso la declara ya
en el primer “cuento”, sin ambages ni melindres, sin falsa modestia: Nacida bajo buena estrella. Allá, cuando
el Sol transitaba por el tercer decanato de Virgo —decanato en el que, por
estar regido por Mercurio, tal signo celebra su puridad, esto es, se afina para
el nativo la inteligencia, puesta en el detalle, la perfección, el análisis, la
búsqueda del equilibrio—, al filo de la media noche entre un doce y trece de
septiembre, nació Josefita. El ángel
lo heredó de su madre, la creatividad y fuerza física del padre, y tres hadas
—sus tías— le otorgaron dones: Emma, su hada madrina, el discernimiento del
bien y del mal; Victoria, la perspicacia, la mirada profunda a la que no llegan
los ojos físicos, y Concha, la capacidad artística. Sin embargo, una vecina
algo bruja y envidiosa, tal y como ocurre en los cuentos inmemoriales, vino a
otorgarle un extraño don cuando con un beso sobre la frente de la niña,
expresó:
—Que la
inocencia del alma ocupe en tu vida un primer lugar.
Extraño don que, si parecía magnífico, pronto
reveló su inconveniente porque incapacitó a aquella niña para descubrir la
maldad en muchas de las acciones de los seres humanos.
Así nos presenta Josefita, con la gracia de
la sencillez, las fortalezas de su carácter. Pero la aparente sencillez encubre
la profundidad para unos ojos no adiestrados en traspasar la lisura de las
imágenes de los espejos; conociendo a Josefita desde hace algunos años,
contemplo armoniosos aspectos, aun sin haber indagado en su carta astral: a la
belleza de lo que ella quiere mostrarnos de sí se le suma la belleza de lo que
conscientemente nos vela. Josefita es un hada buena, quiere hacer el bien y, de
hecho, lo hace; la intención pedagógica que mueven sus cuentos-narraciones está
fuertemente animada por un soplo de amor.
Dicho lo anterior, cabe señalar dos
prenotandos acerca del discurso de Josefita. El primero de ellos sería que
habla desde su propia feminidad, pues el punto de vista que adopta para sus
relatos es exclusivamente femenino, algo que supone virtud ya que lo asume con
la naturalidad propia de saberse y sentirse mujer; por él quedaremos envueltos
en la magia de un mundo bueno, casi maternal, donde cualquier tipo de
estridencia termina por dulcificarse. El segundo prenotando no es otro sino la
asunción consciente de una sabiduría heredada. Quizá por esta razón aparece en
el libro una casi veneración de la ancianidad. Y no es de extrañar, por tanto,
que aparezcan numerosas abuelitas de porte aristocrático, cargadas de años y
sabiduría, transitando por sus páginas; son las depositarias de un ancestral
conocimiento que Josefita recibe y, al igual que ellas, pretenden transmitir. En
consecuencia, aparecerá un rico anecdotario de vida a modo de retazos
biográficos, una serie de confesiones y confidencias que buscan trascender la
circunstancia o fabulación desde la que parten.
¿Nuestra vida tiene sentido? ¿Venimos
marcados para una determinada misión? Sí. Pero para descubrir ese sentido y
misión hay que indagar detrás de las apariencias. En primer lugar debemos saber
que el nombre que llevamos no es nuestro verdadero nombre; aquel que nos signa
de verdad y muestra lo que somos, nuestra naturaleza, está oculto, y que resplandezca
o no, terminemos por conocerlo o no, depende en gran medida de nosotros mismos.
Tal comprensión la adquirirá Polita, ya en la cincuentena, al recordar una
antigua visita a la casa de su abuela Apolonia cuando tenía once años. El
nombre lo hacen las personas con su modo de existir, con las decisiones que
toman a lo largo de su vida; Polita no es repetición clonada de nadie, porque
ella es única e irrepetible, y su camino, lo que es, lo que será, lo marcará
ella misma con su forma de actuar. Nadie, en principio, conoce su futuro, qué
acontecimientos le deparará la vida, pero esta no es la cuestión: la cuestión
es que en cualquier circunstancia a que nos someta la vida debemos actuar con
honestidad. Y en esa honestidad con nosotros mismos y con los demás radica
nuestra grandeza y, por ella, adquirimos nuestro verdadero nombre. La Polita
cincuentona al contemplarse en un espejo “pensó
que su vida, aunque gris, había sido honesta, que ella era la misma: gorda,
flaca, pobre o rica. Y que las circunstancias hacen, a veces, a las personas
alegres o tristes, pero que es necesario vivir en la esperanza y ser una
misma”.
Siendo honestos con nosotros mismos y
actuando en consecuencia, seremos nosotros mismos, es decir, adquiriremos la
autenticidad. Esta es la segunda enseñanza que debemos aprender para la vida y
que Josefita resalta en varios de sus cuentos, en especial el que lleva por
título Mirar en el lugar erróneo. “Estaba harta de contemplar aquella imagen
reflejada en el espejo de mi habitación y de la constante lucha interior por
parecer el ser que los demás querían que fuese”, así comienza. En la
brevedad que concede un microrelato, con ironía y ternura, en los moldes de una
prosa directa, de forma ágil y sugestiva, la protagonista cae en la cuenta de que
el espejo no le hacía puñetera falta
y que con un solo golpe podría reducirlo en mil añicos. De igual modo los demás
tienen el poder que les otorgamos, espejos frágiles que nos condicionan con sus
opiniones engañosas.
Se trata, pues, de descubrir lo auténtico, el
verdadero tesoro que cabe en nuestras alforjas y por lo que merece la pena
luchar y vivir. Si hablamos de espejos nunca será la falsa quimera de un
espejismo; si hablamos de personas tampoco será la marrullería falsa con las
que algunas de éstas quieren entrar en nuestras vidas con el único fin de
enrarecerlas y hacerlas pasto de la maledicencia. El verdadero tesoro es el
afecto incondicional de los seres queridos, tesoro que es fácil descubrir de
repente, al calor del hogar, en el viejo tronco de un árbol en el que
antiguamente fue grabado. Este tesoro hay que mimarlo y protegerlo; sólo él nos
defenderá de la maledicencia que produce la envidia, restañará las viejas
heridas y nos dará ánimos para seguir luchando. La esperanza por un mundo mejor
se añade así al discernimiento entre el bien y el mal, tantas veces camuflados
bajo disfraces equívocos; si el mal se disfraza de ángel de luz, el bien espera
con ojos amorosos en mitad de la oscuridad de la noche.
Algunos de estos relatos me llegan
especialmente y me conmueven. Para no detenerme en todos y dejar que el lector
amable descubra sus mensajes por sí mismo, me detendré en dos de ellos: uno, el
que lleva por título La cama dorada;
el otro, Decir adiós.
La cama dorada es un relato que de la
manera más sencilla transmite una enseñanza profunda: la complicidad que a
veces se establece entre los objetos y las personas. Cuando Josefita descubre
aquella cama resplandeciente en una tienda de antigüedades, el dueño le
aconseja:
—Usted
piense que cuando nos topamos en la vida con un objeto que se adapta a nuestra
personalidad, nada fácil por cierto, debemos hacerlo nuestro porque su valor
económico, en este caso, es lo de menos, querida señorita. Si la cama se lo
pide, cómprela sin dudarlo.
Palabras cargadas de sentido, porque vivimos
en un mundo en el cual todo late y hasta los objetos tienen vida. Hay objetos
que nos llaman porque de algún modo nos pertenecen y, en reciprocidad, nosotros
les pertenecemos a ellos; sutiles hilos de empatía nos conectan con ciertas
cosas —al igual que ocurre con las personas— que están llamadas a formar parte
de nuestro entorno. Y la comunicación es tal que cuando nuestra conciencia se
afea por una mala acción, ellas pierden su brillo y también se afean, pero
cuando nuestra conciencia resplandece ellas retoman su brillo. El entorno que
nos rodea somos nosotros mismos, y los demás, si tienen afinadas sus facultades
de percepción, nos perciben a su vez por estas cosas que nos definen.
El saber vivir nos aboca al saber morir,
porque desde cierto punto de vista la vida no es sino el preámbulo de la
muerte. El otro mundo, el más allá, con frecuencia toma carta en estos relatos.
Josefita lo tratará de forma benévola, sin miedos y mirándolo de frente. Es
curiosa la tenue frontera que hay entre estar vivo y estar muerto; el paso
puede suceder de forma onírica o casi de repente, pero nunca de forma
traumática. En Decir adiós Josefita
nos presenta a una mujer en la plétora de la vida; es joven, bella y feliz. Se
sabe un ser único y privilegiado porque ha conquistado su identidad, además
sabe saborear la vida, lo ínfimo y lo sencillo que ofrecen los días. En la gran
urbe todo resuena, intenso y benévolo, cargado de sentido; la joven toma plena
consciencia de los olores y sonidos, y los sentidos en un momento se le afinan
de tal forma ante el espectáculo del mundo que llega a experimentar la
plenitud. Sin embargo, al bajar del autobús, uno de sus tacones se enreda en el
descansillo y… ¡Qué golpe más tonto!
No sintió dolor pero la protagonista supo que aquel era el momento de decir
adiós.
Tenemos
en la portada de este libro a una princesita, es Josefita niña; extasiada mira
hacia la jaula donde canta un canario. Envuelta entre colores cálidos, la
figura toda de la niña es colorido. No sé por qué este retrato me recuerda a un
Madrazo; pero no, no lo es. Es una fotocomposición de uno de sus cinco
amores, Alejandro, quien profusamente ilumina cada uno de estos cuentos con su
respectiva lámina; a la calidez del texto se le suma así otro toque de calidez
donde remansan los ojos del lector.
“De la
bondad del corazón, habla la boca”, se dice en Proverbios. Josefita ha embellecido
con su corazón una parte del mundo al escribir estos cuentos cargados de verdad
y ternura.
Todos
los derechos reservados.
Jesús
Cánovas Martínez©
No hay comentarios:
Publicar un comentario