ALMENDRICOS - GUADIX
¡UNIDOS POR FERROCARRIL!
AVISO
IMPORTANTE: El texto que sigue a continuación lo escribí de una tacada en el
otoño de 1989, y con él pretendía dar cuenta de la marcha realizada a través de
la vía férrea que comunicaba las localidades de Almendricos con Guadix,
clausurada hacía poco por una nefasta decisión política. A los que realizamos
tal marcha nos movía, ciertamente, la protesta explícita por el cierre de la
línea y la consecuente reivindicación de su apertura. Dicho lo cual, al
escribirlo, no pude dejar de darle un sesgo subjetivo y poner de relieve
sentimientos que me transportaban a mi infancia. Manifestando que, sin faltar a
la verdad de los hechos, lo he retocado infiriéndole pequeñas modificaciones
para darlo a los caminos ubicuos de Internet, me hago responsable de las
opiniones que en él se vierten. Sin embargo, y a lo que vengo, no puedo asumir
responsabilidad alguna acerca de las diversas instrumentalizaciones del mismo
que, ajenas a mi voluntad, se hayan hecho o se pudieran hacer en aras de ideologías
que escapan —y escapaban— al momento y a las motivaciones iniciales por las que
fue escrito, las que ni acepto ni comparto.
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Estación de Almajalejo |
TRAMO TERCERO
Almajalejo
es un pequeña población de unas cien almas aproximadamente. Su estación —un
apeadero—, edificada en un promontorio sobre el nivel de la vía, parece un
gracioso chalecillo. Desde tan especial lugar vemos cómo las luces del día poco
a poco se apagan y surgen las estrellas, pequeños farolillos o linternillas que
comienzan a dar su tenue luz ante la inminente oscuridad de la noche, que a
pasos agigantados invade los vastos espacios del cielo.
Nuestra
llegada a la localidad, hasta cierto punto, supone un acontecimiento. Los
habitantes están poco acostumbrados a ver gente de nuestra guisa —tras la dura
jornada de marcha nos debemos de parecer al trío calavera—, y con urgencia nos
impelen a darles explicaciones con el fin de disipar ciertos recelos. No somos
delincuentes sino personas de orden, y esto dicho les referimos nuestro
proyecto, la razón por la que nos han visto aparecer al ponerse el sol. Comienzan
a comprender a “pasicos” lentos; pero
una vez que estalla, la luz del conocimiento es portentosa, y cuando les
mostramos la pancarta que llevamos en la mochila hasta se sonríen. Al quedar
disipadas las dudas, los suspicaces lugareños se abren ofreciéndonos todo su
calor y apoyo. Se ha creado —aunque ha costado— un clima de confianza.
El
recuerdo de aquella noche en Almajalejo constituye uno de los más entrañables
de nuestra aventura. Dionisio Ramos, el Mayordomo, amablemente nos cedió la
Casa Parroquial para pernoctar. Dormimos en el duro suelo —para eso, entre
nuestro atuendo, llevábamos sacos de dormir—, y aun así la noche fue
reparadora.
Pero
nuestra primera intención no consistía en hacer noche allí sino en continuar,
en marcha nocturna, hasta Zurgena. Sin embargo, el súbito cambio de color de la
cara de Pedro, quien llevaba empotrada en su cabeza una gorra con visera, pero
claramente insuficiente para proteger del sol pues era de ancha rejilla —el
calentón de sesos había sido de abrigo—, nos decidió a cambiar el plan.
—¿Qué
te pasa?
—Nada...
nada... Dejadme... dejadme... que tome el aire.
—¿Te
encuentras mal?
Aquella
pregunta era de las tontas.
—No...
no... no preocuparos... no preocuparos... de verdad... Descanso un poco y
seguimos…
Halagüeña expectativa.
Dejamos a Pedro tomando
resuello y Lorenzo y el servidor hicimos una breve excursión a la fuente del
pueblo. En el lateral de una rambla, unas bocas de bronce vomitaban agua fresca
y limpia, y por fin aplacamos la persistente sed que nos había acompañado como “perro fiel, pero importuno”, que diría
el poeta, a lo largo de la jornada. Y allí remojamos nuestros pobres y sufridos
pies que como apenas se quejan, no les hacemos el debido caso hasta que,
cansados de tanta injusticia y desconsideración, comienzan a gritar.
Allí no existía
contaminación lumínica. Serenidad, el cri
cri de algún grillo… Las primeras horas de las noches de finales de
septiembre son maravillosas si miramos el cielo. Prácticamente, en el cenit, se
sitúa el cuadrilátero de Pegaso, sobre
el que salta el Delfín. Rutilan con
fuerza, vencidas a poniente, las grandes del triángulo de verano: Deneb, la cola del Cisne; Altair, el Águila, y la impresionante Vega de la constelación de Lyra. Antares, alfa de Scorpio,
brilla desde la eternidad con ojo de fuego. Ante tan asombroso espectáculo los
pies dejaron de quejarse, y el alma, ese hálito vital que parece que llevamos
dentro, se expandió un poco más dentro de nuestros pechos.
De mañana, con la fresca,
tras recibir los piadosos consejos de una mujer de edad que llevaba a la cabeza
un pañuelo negro muy coqueto, atado debajo de la barbilla con riguroso nudo,
nos pusimos en ruta. La mujer estaba empeñada en que volviéramos a casa para
que “no diéramos disgustos a nuestras
madres”. De verdad, lo intentamos, pero fue inútil convencerla de nuestras
razones para seguir adelante. Con esa sospecha de incomprensión seguimos la marcha:
lo perdido al río.
Desde el puente sobre la
rambla de Almajalejo echamos una última mirada hacia atrás. Algo de lo que vivimos
va siempre con nosotros en la memoria, y a ese recuerdo no queremos renunciar.
Al salir de un pequeño
túnel, encontramos tres higueras mañaneras que nos ofrecían sus higos frescos y
pajareros con tentadora gotita de miel... En Almajalejo no había bares, cafeterías,
tiendas, ni nada parecido; estábamos más hambrientos que el perro del cortijo.
Luego del trotecillo
alegre por las vías, con el sano alimento que la sabía naturaleza había
aportado a nuestros desfallecidos estómagos, sentimos la necesidad de deshacer
brevemente el grupo. Aunque ya sabemos que no es la típica señalización de las
distancias ferroviarias, tras el desahucio de lo que ya no sirve, dejamos
expuestos novedosos mojones kilométricos... Y como nos sentíamos más ligeros,
el trote se nos avivó.
Era temprano todavía,
pero se adivinaba la fuerza del paisaje que los botánicos llaman semiárido,
poblado de pitas y nopales, espartales y tomillares, restos de albaidas,
cistus, hirsutas plantas que piden agua al cielo y nunca son colmadas; siempre
con sed, siempre con queja amarga, agarradas al suelo tenazmente, casi de
manera imposible.
En La Alfoquia —barrio de
la estación de Zurgena— desayunamos en caliente. Consultando los periódicos nos
llevamos una grata sorpresa: los medios de comunicación se habían hecho eco de
nuestra aventura. Este descubrimiento nos dio ánimos y en un instante olvidamos
las penalidades sufridas el día anterior. La sangre comenzó a circular con
fuerza por nuestras venas. No sólo la prensa sino también la radio habían
difundido la noticia. No cabíamos de alegría, así que perdimos la vergüenza.
Sacamos la pancarta y la extendimos... ¡Qué importaba que nos tomaran por subnormalis! ¡Lo que había que hacer
había que hacerlo, y punto!... Y nuestra pancarta ondeó gloriosa al igual que
una bandera con triunfo de batalla. A partir de ese momento la hicimos ondear a
menudo, cuando nos venía en ganas: A lo largo de la vía férrea, en los pasos a
niveles, en las estaciones, allí donde encontrábamos un grupo de casas, gente,
en los lugares donde arribábamos o pernoctábamos. Era una pancarta ilusionada:
ALMENDRICOS—GUADIX
¡UNIDOS POR FERROCARRIL!
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Estación de Zugena |
(continuará...)
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